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Historietas: Las amigas, por Susana Sierra

Residencia La Aurora.
Residencia La Aurora. (Foto: Comunidad de Madrid)
Por Susana Sierra Álvarez
miércoles 04 de noviembre de 2020, 18:29h

—Cuando vinimos a esta calle estrenamos los pisos. Era un barrio de niños. Ahora es un barrio de viejos.

María se quejaba con amargura a su amiga Lola. Sentadas en el banco de madera situado enfrente de su portal, el paso del tiempo les pesaba. Las dos habían llegado en los años cincuenta a las modestas viviendas del, entonces bario en las afueras. Habían criado juntas cinco hijos, dos María y tres Lola. Les habían ayudado a crecer. Les habían vito marchar. La hija de María había vuelto a casa tras años de un matrimonio lleno de golpes y humillaciones. Regresó con un bebé de dos años; el único niño del bloque. El mayor de Lola murió cuando la heroína arrasó el barrio.

Era una suerte tenerse la una a la otra. Los maridos no habían sido malos hombres, solo habían sido hombres de su época. Llegaban tarde a casa tras el trabajo, los sábados al bar a ver el fútbol, los domingos la partida. No había tiempo, ni interés, en hacer otras cosas. Lola y María vivían su vida de crianza y labores domésticas sin plantearse nada. La vida era así.

El marido de María murió joven, hacía veinte años que estaba sola. El de Lola hacía solo un año que faltaba. Y el barrio ya no estaba en las afueras.

—Han abierto una residencia en la calle del mercado.

—Lo sé, si éramos pocos viejos en el barrio, ahora vendrán más.

—Sí.

—¿Has visto la de pisos que se venden?

—Natural, los padres se mueren y los hijos tienen su vida. Los reparten para repartirse la herencia.

—En el bloque nuestro hay dos vacíos.

—Igual vienen jóvenes con niños otra vez.

—Pues esto estaría bien.

Dos meses más tarde dos parejas jóvenes, sin niños, pero una con un perro, se instalaron, no sin antes hacer reformas.

—No sé qué tenían de malo esos pisos, son como los nuestros —rezongaba María.

—Mujer, los jóvenes tienen otras ideas —contestaba Lola.

—Te digo que se tira por tirar, que menudo ruido y polvo. Ni que por tirar una pared la casa fuera más grande.

—Pero qué más te da.

—A mí me importa un bledo.

—Pues eso, que cada día estás más cascarrabias.

Llegó el otoño y un día Lola no bajó a tomar el sol al banco a la hora de siempre. María subió a su casa y llamó al timbre preocupada. Un rumor dentro la alarmó. Empezó a dar golpes en la puerta y a gritar:

—¿Lola! ¿Estás bien? ¡Lola!

Con los golpes salió el vecino de de enfrente era uno de los jovencitos.

—¿Pasa algo? —preguntó-

—Lola, que no ha bajado al banco y no contesta. —María estaba desencajada por la angustia.

—No se preocupe, llamo al 112 —dijo el chico sacando un teléfono del bolsillo.

Pasaron diez minutos agobiantes. Con los golpes y las voces que no cesaban de dar, fueron concentrándose en el rellano todos los vecinos de la escalera. Todos venerables ancianos ya, menos el amable rescatador del móvil y los del perro, que vivían en uno de los dos áticos.

Los bomberos primero y la ambulancia después crearon expectación en la calle. Cuando sacaron a Lola en camilla con una cadera rota. María no pudo dejar de decirle:

—Menuda has organizado. —Para añadir a los sanitarios— Me voy con ella, que somos como hermanas.

En solo dos semanas, la vida cambió de manera radical para Lola. Aunque se recuperó bien, necesitaba rehabilitación y los dos hijos que le quedaban vivían uno en Alemania y otro en una ciudad dormitorio lo suficientemente lejos para que con su trabajo y sus hijos no pudiera acercarse a cuidarla. Ni él ni Lola quería tampoco que ella se trasladara. Sabían lo difícil que sería convivir en un piso pequeño, necesitando cuidados, y ni su nuera ni su hijo se los podrían dar, no estaban en casa, y los nietos la volverían loca.

Decidieron aprovechar la oportunidad de la residencia del barrio. Lola estaba convencida de que era lo mejor. Seguía en el mismo sitio de siempre, algunos conocidos ya estaban viviendo allí, y podría seguir tomando el sol por las tardes con María, solo era un paseíto.

María se llevó una gran decepción, pero decidió que su amiga no lo notaría, era lo que le faltaba. Todos los días a la misma hora de la tarde subía la cuesta y se acercaba hasta la entrada de la residencia. Allí, en el vestíbulo la esperaba Lola. Por una hora, todo parecía que volvía a ser lo de antes.Charlaban de los vecinos, de hijos, de las novedades del barrio. Poco a poco Lola empezó a contar cómo era su vida en la residencia, las actividades de la mañana, la gente que había conocido, las horas de labores, juegos, la liberación de las tareas de casa y cocinar, la simpatía de una enfermera… María escuchaba con indiferencia, que se notara que lo hacía por educación.

A medida que avanzaba el invierno, Lola notaba el esfuerzo que hacía María cada tarde. El cansancio pesaba en las piernas y el frío la entumecía. No quería decirle nada, podría pensar que no quería que fuese a verla, y eso era lo último que quería que pasara.

Una tarde María llegó con retraso. Arrastraba una enorme maleta de ruedas.

—Me vengo contigo. Me lo ha arreglado mi hija. Que no es por la residencia y todo lo que me has contado, que me parece que no vale nada. Es que estando como estás no te voy a dejar sola.

Lola la miró con complicidad. Se abrazaron con el temblor de la emoción y las lágrimas.

—Gracias —dijo Lola.

—Yo por una amiga lo que sea —repuso María.

—Ya.

Las dos amigas empezaron a reír como cuando se conocieron el día que se mudaron al bloque hacía más de cincuenta años.

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