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Historietas: El patio del colegio, por Susana Sierra

Por Susana Sierra Álvarez
miércoles 30 de noviembre de 2022, 03:00h
Un columpio en un patio.
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Un columpio en un patio. (Foto: Pixabay)

La ventana por la que entraba el alegre sol de la mañana en su habitación de la residencia daba para el patio de un colegio. Se instaló una tarde de mediados de julio y lo que más le gustó fue las paz que sentía al contemplar el jardín y los columpios vacíos.

Gabriel no había tenido hijos. Su vida había estado llena con su trabajo, que le encantaba, sus viajes, sus amigos y para familia, como comentaba siempre, ya tenía con sus dos hermanos y cinco sobrinos.

No le dio pena irse a vivir a la residencia. Tenía muy claro que era lo mejor para él y no quería ser una carga para nadie. Cuando se cansó de hacer las cosas de casa y dejó de sentir la necesidad de moverse por el mundo, se instaló en su habitación que daba al patio del colegio y se adaptó sin dificultades a su nueva rutina. Lecturas, clases de idiomas o de historia y actividades culturales.

Cuando le dijo a su sobrina la mayor lo alegre que era despertarse por las mañanas con el sol y esas vistas, esta le dijo algo en lo que no había caído: cuando empezara el curso, se acabó la tranquilad, al menos de 9 a 17.00, se quedó sorprendido durante un buen rato y cuando reaccionó, bajó a recepción. No había tenido hijos, no le gustaban los niños, si se hubiera dado cuenta antes, no hubiera aceptado esa habitación de ninguna manera.

Con amabilidad, pero sin remedio, desde recepción hasta el director, le fueron informado a Gabriel de que en ese momento no había habitaciones individuales que no dieran al patio del colegio. Y compartir espacio con otro residente le superaba. La única solución era esperar a que se quedara libre una de las habitaciones que daban al jardín de entrada.

Su carácter misántropo se manifestó con un malhumor que aumentaba cada día, a medida que se acercaba el quince de septiembre, fecha en la que empezarían las clases. Ese día, como un animal al acecho, se agazapó tras las cortinas para espiar la llegada de los pequeños estudiantes.

Su ánimo empeoró de manera notable cuando a la algarabía de la espera le se unieron los lloros de los más pequeños, para los que el primer día de clase era el inicio de lo desconocido. Gabriel resoplaba. Por fin, el silencio se instaló en la habitación. Cogió un libro y se concentró en la lectura. Un sobresalto le hizo que se cayera el libro. El timbre del recreo y el griterío de los niños saliendo desbocados al patio le habla pillado por sorpresa. Tras la comida, la siesta se interrumpía dos veces: en el recreo tras el comedor y la salida de la tarde. La cosa no mejoraba luego. Las actividades extraescolares llenaba su espacio sonoro con golpes de balón, músicas variadas, risas y gritos.

Los sábados descansaba, pero los domingos estaba agitado. La proximidad del lunes le impedía relajarse. Pensó en cambiar de residencia.

Empezó a poner nombres y motes a los niños que más le llamaban la atención. El Llorica, Pecas, Maribocadillodechorizo, Robabalones… A las dos semanas, tenía un grupito de diez a los que esperaba con ansiedad y espiaba a la entrada, recreos y salidas. Sus juegos, peleas y andanzas le estaban interesando más de lo que nunca iba a admitir.

A primeros de noviembre se disgustó mucho con las notas que sacó Robabalones, seguro que el profesor le tenía manía. A mediados de ese mes sufrió con la caída de la pobre Pecas, tres puntos que le dieron en la rodilla. A primeros de diciembre casi salta por la ventana para mediar en la discusión que por poco no acaba a golpes entre su grupito de espiados y los abusones de la clase de 5. º A.

Un día, el silencio le sobresaltó. Era lunes y nadie gritaba, reía o lloraba en el patio. Miró el calendario. Las vacaciones de Navidad ya habían llegado. Por primera vez desde septiembre fue de los primeros en dejar su habitación para ir a las actividades de la mañana. Durante tres meses, su tarea autoimpuesta de vigilancia le hacía llegar tarde a las clases a las que se había apuntado o, directamente, le ocupaba toda la mañana y gran parte de la tarde.

Los días grises no contribuían a calmar la tristeza que le entró desde el día en que los niños cogieron las vacaciones. Se informó. Hasta el día 8 de enero no volvería a abrirse el colegio. Pasó las fiestas más huraño que de costumbre. Comió y cenó con sus hermanos y sus sobrinos en las fechas señaladas. Observaba a los cinco sobrinos con curiosidad. Eran ya adultos, empezarían pronto a tener sus propios hijos. ¿Cómo había sido posible que se perdiera su infancia? ¿Cómo había dejado escapar los ratos en los que se excusaba en la lectura o el trabajo para no tener que acceder a sus peticiones de jugar con ellos?

El día siete de enero le llamó el administrador de la residencia. Le dijo que tenía una buena noticia para él: había quedado libre una habitación individual de las que daban al jardín delantero.

Gabriel sintió un vació en el estómago. Con un hilo de voz dijo:

—Deje, deje. Me da pereza cambiar mis cosas. Pero que conste que los niños son una pesadilla.

Tenía que mantener el tipo y no traicionar su merecida fama de cascarrabias. Pero dentro, el calor de una sonrisa invisible le reconfortaba como hacía tiempo nada lo hacía. Al día siguiente, volverían los niños al patio.

Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos

Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama

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