Toda su vida había pasado las horas en las que no estaba cocinando, fregando, lavando, planchado, limpiando mocos, corriendo de un lado para otro… con una aguja de ganchillo en la mano.
La crianza de seis hijos, cuatro niños y dos niñas, había sido larga; y no acababa de acostumbrarse a que solo quedara la pequeña en casa, cuando el mayor, que se había casado hacía poco, le metió a la primera nieta, Eugenia, para que se la cuidara.
Era una niña especial, la quiso con locura, también le curó las rodillas, la consoló en sus rabietas… y con su aguja le hizo calcetines, bolsos y hasta un biquini diminuto que le parecía una indecencia. Fueron años felices en los que su primera nieta suplió el hueco que dejó su hija pequeña al independizarse.
Luego la familia se complicó con divorcios e hijos de diversas procedencias, una algarabía feliz que la obligaba a cocinar guisos en ollas cada vez más grandes y a soportar con paciencia las bromas de hijos, yernos y nueras a las que se sumaban las de los nietos mayores acerca de su afición a la aguja, que llenaba de tapetes, cubresofás, pasillos mesa y colchas las casas de sus descendientes, toda vez que la suya ya estaba desbordada tras años de intensa actividad con los hilos.
Ella se decía que así tenía por una parte la mente ocupada y por otra la artritis a raya por el ejercicio; eran sus justificaciones para una rutina que la tranquilizaba y situaba en un mundo propio que la hacía muy feliz.
Cuando murió Juan, su compañero de toda la vida, incrementó su labor ganchillera. Concentrada en la aguja sentía que la pena se volvía menos intensa y que la podía sobrellevar mejor pues sus hijos, al contrario de cuando vivía Juan que todo eran bromas nada más que la veían coger su bolsa de tela con los hilos, se imponían un respetuoso silencio cuando ella se sentaba con la labor en el regazo, con la mirada fija en las manos y una expresión concentrada. No volvió a hablar mientras salían de sus manos labores cada vez más elaboradas: colchas de hijos finísimos y delicadas filigranas, puntillas primorosas para enormes sábanas que nunca se coserían, mantelerías para doce comensales que nunca se reunirían.
Los hijos se turnaban para cuidarla y estar con ella, a pesar de trabajos y obligaciones no pasaba una tarde sola, pero a Engracia parecía que eso cada día le importaba menos. La tristeza invadió la casa.
Un día su hija pequeña la encontró tirada en la cocina con la cadera rota. A la agresiva operación siguió una rehabilitación larga que no consiguió que volviera a andar sin muletas y la certeza de que Engracia no podía valerse por sí misma, que precisaba de una ayuda que los hijos no podían darle.
El día que Engracia entró en la residencia con su pequeña maleta tenía la mirada vacía. La alegría forzada de sus hijos que con un entusiasmo exagerado ponderaban las maravillas del sitio: comida sana y abundante; mira qué habitación tan soleada tienes; la gente parece muy simpática; qué jardín más alegre… le producían bastante hastío. Estaba deseando quedarse sola.
Su vida se convirtió en una rutina de levantarse, desayuno, paseo, comida, siesta, merienda, televisión, cena y acostarse. Las frecuentes visitas de hijos y nietos alteraban algo la apatía, tampoco mucho. Apenas les escuchaba, contestaba con monosílabos y no se interesaba por nada.
En la residencia estaban preocupados. Engracia no tenía ningún problema para hablar o recordar, no había síntomas de que tuviera problemas que no fueran estrictamente los derivados de la caída. Temían que la apatía de Engracia escondiera una depresión. Le propusieron actividades, salidas… También se le acercaron mujeres compañeras de residencia con ánimo de amistad o simplemente de pasar un rato, no obtuvieron más que cordiales y sosas respuestas que no las motivaron a insistir.
Todo cambió el día que llegó su hija pequeña con una bolsa enorme de tela.
—Mamá, te traigo con bolsa de hilos de colores y con agujas de distintos números. Hay lana fina, hilo de perlé, de algodón y de todo lo que pude pillar en la mercería del barrio. Tienes que hacer una serie de encargos. En primer lugar, toma estas revistas con muestras y modelos, echa un vistazo y te pones al día de lo que se lleva, que aquí seguro que te habrás quedado anticuada y te pondrás a tejer moñeces horrorosas. Lo primero que debes hacer una colcha para una cuna.
—Tú estás tonta, a tus años una cuna —dijo Engracia con un respingo por primera vez en meses.
—Es para Eugenia —contestó su hija—. Mamá, vas a ser bisabuela, tu primera nieta está embarazada.
Engracia sintió que su corazón saltaba con una emoción inesperada. Por la puerta se asomó la cara feliz de Eugenia, llena de pecas y sonrisas. Apartó a su tía de un empujón, se abrazó a su abuela y empezó a hablarle de manera atropellada.
—Necesito una colcha, tres jerséis pequeñitos, ya sabes de los de perlé ligero para el verano, una toquilla, al menos tres o cuatro pares de patucos, dos gorros, eso para empezar, no sea que venga tu biznieto y no tenga nada que ponerse.
—Mi niña —susurró emocionada Engracia—, enseguida me pongo —y añadió en voz alta—: A ver qué ha traído tu tía que no tiene ni idea.
La carcajada cómplice y ruidosa de las tres mujeres llenó la sala de visitas. Cuidadores y residentes no daban crédito a lo que veían: Engracia, de la que decían que era más seca que un palo y más triste que un día nublado, reía, hablaba alto, daba palmas y le tocaba la barriga a la mujer más joven del grupito de tres en el que estaba.
Una nueva vida estaba en camino, otra más en la familia que empezó con Engracia con Juan. Al final del camino, Engracia volvió a empezar y su vida se llenó de luz de nuevo.
Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos
Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama