Esa semana cumplía cuatro años que Marta en su trabajo de cuidadora en la residencia. ¡Qué largos y qué cortos a la vez!
No había sido por vocación. La necesidad más acuciante la había llevado a optar, a sus cincuenta años y tras un curso de formación que hizo con desgana, a un trabajo por el que no sentía más apego que el sueldo a final de mes.
Como toda novata, los comienzos fueron difíciles. Muchas horas, mucho trabajo y algo que no se le había pasado por la cabeza: trabajar cuidando a personas puede tener un precio emocional. Claro que ella había cuidado de sus tres hijos, de su marido cuando enfermó, a sus padres en colaboración con sus hermanos… Pero esto era distinto. En ocasiones se sentía como una pieza de un engranaje: toca pastilla, habitación 1, habitación 3, habitación 5…; toca pañales, habitación 1, habitación 3, habitación 5…
Al principio no controlaba los tiempos ni las emociones. Pensaba que no había sido bueno empezar en la planta de las personas más afectadas, con más necesidades y, en apariencia, con menos contacto con la realidad. Personas ensimismadas, sin conciencia de sí mismas, en ocasiones agresivas, con dificultades para comer, para vestirlas, para asearlas…, la cogían de la mano, le decían cosas que para ella no tenían sentido…, siempre desvalidas.
Para salvarse a sí mima y a su empleo, creó una coraza. Mejor no sentir, mejor no mirar a los ojos, mejor hacer como que no se oyen las palabras, los lamentos o las risas. «No pienses. No sientas. No te conmuevas. Haz tu trabajo y lo demás no importa», de decía. Se fue volviendo de corcho. En su casa, con sus hijos, también. Pidió que la trasladaran de planta, no era posible, le dijeron que, de momento, tenía que seguir donde estaba.
En su planta había veinte habitaciones. Ella se ocupaba de las impares. Su compañera Juana de las pares. Dos personas por habitación. Mucho trabajo. No se explicaba cómo Juana mantenía la sonrisa.
A los tres meses, decidió que se iba. En uno de los breves descansos, con las tazas del café con leche de media mañana entre ellas, le dijo a Juana que se iba, que no aguantaba más. Para su sorpresa y la de su compañera, estalló en un llanto incontrolable, no sabía de dónde salía y no la hacía sentirse mejor. Sentía vergüenza de sí misma y del número que estaba montando. Juana esperó. Cuando la crisis amainó, cogió de la mano a Marta y se la llevó al jardín de la residencia, la sentó en un banco y le habló con dulzura, mirándola con afecto, ella también se había sentido de corcho y había tenido que aprender cómo sobrevivir cuidando a quienes no saben siquiera quienes son.
—Llegué aquí hace diez años —le dijo—. Pasé ocho meses muy duros. Lloraba en mi casa, no sabía si lo hacía bien, si estaba mucho con uno no llegaba, si iba rápida como una máquina me sentía como un monstruo… Así estuve hasta el día que falleció el señor Joaquín, Joaquín Hernández. Sabía su nombre porque, como sabes, lo tienen en un cartelito pegado en la cabecera de la cama. No me había dirigido la palabra, no me miraba. Yo le lavaba, le daba la medicación, la comida, le peinaba… Lo hacía de manera mecánica y para él yo no existía, era un instrumento. Tampoco venía a verle ningún familiar o amigo. Creo que en el fondo no lo consideraba una persona real. Murió un martes por la tarde.
Por la mañana, cuando tras lavarle y cambiarle de pijama, lo acomodé en la cama como siempre. Le arreglé como siempre la sábana y, cuando me iba a marchar, su mano me agarró del brazo como una garra. Me dio un susto tremendo, la verdad. Me volví a mirarle, seguía con los ojos fijos en un punto de su mente, pero el color de la piel era gris y tenía un rictus raro que le contraía la boca. La mano no me soltaba, tiré del brazo mientras intentaba con fuerza despegar los dedos que parecían desesperados. Cuando logré soltarme, Joaquín señaló de manera clara con el dedo índice el cajón de su mesita.
Esa tarde estaba de turno, así que después de que los celadores trasladaran el cuerpo sin vida de Joaquín al depósito, me tocó recoger su cama y pertenencias. Tras una larga vida, Joaquín dejaba un neceser con cosas de aseo, un traje completo con su camisa, ropa interior, unos zapatos, unas zapatillas (que nunca le vi puestas), una cartera con su documentación y la foto de una pareja en el día de su boda, que supuse que era la del propio Joaquín y una gorra. Abrí el cajón de la mesita. Había una carta. En el sobre ponía «Para quien sea». La abrí. Me la sé de memoria. Decía: «Escribo esta carta antes de que mi cabeza se nuble del todo y no sepa quién soy. No sé si alguien la leerá. Espero que alguien lo haga. Me queda muy poco tiempo, porque cuando ya no tenga estos pequeños momentos en los que todavía puedo ser yo, aunque siga mi cuerpo, estaré muerto.
Así que escribo ahora para dar las gracias a quien se ocupe de mí cuando yo no pueda darlas, a quien me trate con afecto y como a un ser humano aunque yo no me entere, a quien me vea como a un igual, aunque no le corresponda. Querido desconocido, gracias por tu respeto y tu cuidado». En ese momento, Joaquín pasó de ser un cuerpo a ser una persona. Nunca me he sentido más miserable, ni siquiera le había acompañado en sus instantes finales.
Pregunté por él, por si alguien sabía de su vida… La verdad, cosas inútiles para acallar la conciencia. Pero encontré la manera de vivir con ello: hablar, mirar y sonreír sin esperar nada, porque no sabemos qué se siente y qué no, aunque no se exprese. Mi trabajo es el mejor del mundo y las personas a las que cuido merecen que lo haga con dedicación. Piénsalo. Mañana haremos juntas las veinte habitaciones. Te enseño, se puede ser eficaz sin perder humanidad. Merece la pena.
Marta trabajó una semana con Juana. Hoy no cambiaría su trabajo por ningún otro.
Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos
Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama