Era el día de las visitas en la coqueta residencia de las afueras en la que vivía Eduardo, el abuelo de María Luisa. El verano se alargaba de manera interminable y las tardes de septiembre, aunque empezaban a notarse cortas, invitaban a pasear por el jardín o a sentarse en un banco a contemplar la puesta de sol.
María Luisa había estado en Estados Unidos durante tres meses y echaba de menos las charlas con su abuelo. Tenía muchas ganas de abrazar su cuerpo, que notaba cada vez más pequeño, oírle contar sus historias y sentir su atención sin concesiones cuando ella contaba las suyas.
En el coche, de camino a la residencia, recordaba las aventuras de Eduardo cuando era un melenudo, hoy le llamarían alternativo, que recorría toda Europa de albergue en albergue, haciendo autoestop, de la mano de la abuela Juana, mujer de fuertes convicciones y alegre mirada. Ella había muerto hacía ya muchos años, para María Luisa solo era una sombra a la que su madre aludía de tarde en tarde y de la que no contaba mucho.
«Cuando el abuelo me pregunte, tendré que decirle la verdad. Igual no me habla más, aunque, el también fue joven e debió hacer de las suyas…». María Luisa estaba inquieta. Aparcó el coche y enseguida descubrió la espalda de su abuelo. Estaba sentado en su banco favorito a la espera de que el sol empezara a caer.
—¿Me has echado de menos? —le dijo mientras le abrazaba por detrás. Enseguida se volvió y llenó al anciano de besos.
—Nada, ¿no ves la de cosas en las que tengo que ocuparme? —Eduardo soltó una carcajada—. Me dijo tu madre que te habías ido a hacer las américas. ¿Pero por qué has ido a hacer tan lejos? ¿Y ya las has hecho? ¿Ya eres rica? —El abuelo mantenía una amplia y pícara sonrisa.
—Bueno, he ido a trabajar, ya sabes, de temporera en una plantación en California.
—¡En California! Y allí qué se recoge ¿uvas?
—No, abuelo, no, he ido a recoger y secar… marihuana —dijo bajando la voz María Luisa, no fuera que la oyeran algún cuidador o residente.
—¡Marihuana! —gritó Eduardo y luego, ante los gestos de silencio de su nieta repitió bajito— ¿marihuana?
—Sí, allí es legal su consumo terapéutico… y en algún sitio tienen que plantarla y almacenarla.
Tras un silencio, Eduardo se empezó a reír con ganas, cuando se le pasó el ataque, pidió detalles a María Luisa.
—Que sí, que hay tiendas donde puedes comprar marihuana, que la recetan y todo. Y no es ilegal si la cultivas para uso propio. Donde estaba éramos siete españoles, tres holandeses y cinco franceses, lo pasamos genial, pero nos hacían trabajar de lo lindo.
Eduardo la miró con ojos inquisitivos.
—¿Y tú fumabas, ya sabes, algún que otro porrito?
—Abuelo —contestó incómoda María Luisa—, ya sabes, pues por no hacer un feo, pero poco más…
—Vale —cortó Eduardo—. ¿Y no tendrás por ahí un cigarrito para compartir?
María Luisa se quedó patidifusa. Sabía del pasado hippie de sus abuelos, no era precisamente una mojigata y que hubieran sido unos jóvenes de su tiempo, llenos de las ilusiones y viviendo la vida de manera distinta le agradaba mucho. Pero no se esperaba que su abuelo le pidiera compartir un porro de buenas a primeras. Ante su parálisis, Eusebio la cogió del brazo y empezaron a andar por el jardín.
—Mira, cielo, tengo más de setenta años y dolores que van y vienen. Aquí la gente es amable, pero poco estimulante para mí. Reconozco su esfuerzo y lo agradezco, sin embargo, mi mundo siempre fue muy distinto. Con tu abuela recorrí Europa de festival de rock en festival de rock, trabajamos en la vendimia en Francia, recogimos fruta en Italia, cuando ya había nacido tu madre, durante unos meses, hasta que pudimos alquilar una habitación en una pensión, vivimos en una comuna de esas que hoy llamáis casa ocupada. Éramos tremendamente pobres, jóvenes y felices. Reíamos, vendíamos lo que fabricábamos con nuestras manos y poco a poco la vida nos fue colocando, a tu abuela en la editorial de fanzines y cómic que luego dio el pelotazo y a mí en la tienda de mi amigo Emilio, del que luego fui socio. Pero nunca perdimos el espíritu de nuestra juventud. Tú no te acuerdas, además, tu madre enseguida te alejó de nuestra mala influencia, je, je, pero en nuestra casa siempre hubo una cama para el que estaba de paso, una botella de vino y uno de esos que guardas en la pitillera para compartir. Si quieres que te siga contando, ya sabes lo que tienes que hacer.
María Luisa sacó del bolso una pitillera plateada en la que como soldados se alineaban diez cigarros. Le dio uno a su abuelo y ella cogió otro. Acercó en mechero y el anciano aspiró. Cerró los ojos. Los aromas, los sabores y los recuerdos de su juventud le inundaron como un humo benéfico por todo su cuerpo.
—Esto se huele a distancia —dijo Eduardo—, ven a la parte de detrás.
Se sentaron al lado de la caseta donde se guardaban los rastrillos y las palas. En sol caía rápido y les regalaba un festival de colores.
—Tantos años —susurró él—. Gracias, cielo, sabes, cuando era joven se vivía de otra manera. Te hablo de los años 70 y 80. Yo ya era un hombre hecho y derecho, con hipoteca, y tu madre era adolescente estudiosa y obediente que no rompía un plato. Pero había una esperanza, una libertad, o yo la sentía así. Qué joven murió tu abuela, solo pudo disfrutar de su nieta unos pocos años. Ya no te acordarás de ella. Os habríais llevado de maravilla. —Se volvió a mirarla con picardía— ¿Y tu madre sabe a qué fuiste al extranjero?
—Ja, ja, ja —María Luisa empezó a reír—. Se lo dije, pero a sus amigas les ha contado que fui a perfeccionar el inglés, ja, ja, ja…
Abuelo y nieta, cómplices, apuraron la puesta de sol y los cigarros entre confidencias y carcajadas.
—Me tengo que ir, abuelo, te dejo la pitillera para la semana. Ten cuidado que no te pillen. —María Luisa lloraba de risa y abrazaba con amor al anciano.
—Vale, pero vuelve la semana que viene con suministros. Y te cuento el año que pasé en Ibiza y aprendí a tocar la flauta. —Eduardo estaba feliz.
—¿Sabes tocar la flauta?
—¡Ni una nota! Pero no veas qué de dinero se gana soplando por ella mientras das saltos cuando tienes veinte años.
—¡Ay, qué risa! De acuerdo, ahora vete a cenar, que deben estar buscándote.
—Sí, es la primera vez desde que vivo aquí que tengo hambre y me apetece entrar en el comedor y acabar con todo lo que me pongan en el plato.
—Genial. Nos vemos, dame un beso.
—Adiós, cielo. —Eusebio vio alejarse a su nieta con el mismo paso gracioso y seguro que tenía su esposa. Algo dentro de él le decía que el alegre muchacho que fue, todavía estaba dentro de él.
Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos
Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama