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¿Quiénes son los taxis y quién Cabify en el sector de las residencias?

Por Josep de Martí
martes 22 de enero de 2019, 20:51h

Hoy he visto en la calle a cientos de taxis ocupando varios carriles de una céntrica calle de mi ciudad, impidiendo el paso de otros vehículos y obstaculizando la circulación.

La huelga, más bien un cierre patronal, y los subsiguientes actos de coacción y violencia, persiguen que la administración apruebe una normativa que deje sin campo de actuación a las plataformas digitales de alquiler de coches con conductor (tipo Cabify o Uber). Los taxistas están convencidos de que están defendiendo sus derechos legítimos y, hasta cierto punto, es lo que están haciendo.

En primera persona me genera una cierta molestia, ya que normalmente circulo en moto. Solía coger taxis unas tres o cuatro veces al mes, normalmente para ir a la estación o al aeropuerto. La huelga del pasado agosto me hizo descubrir que existía Cabify, me bajé la aplicación y, desde entonces, casi no he vuelto a coger taxis. No sé mucho de la polémica, sí sé que con un Cabify sabes desde el minuto uno lo que te va a costar el trayecto; que el coche va a estar muy limpio y cuidado; que te ofrecerán un botellín de agua, te preguntarán qué música quieres en la radio y en muchas ocasiones te ofrecerán wifi. Todo eso, salvo la botella de agua, lo había encontrado en algunos taxis. La seguridad de tenerlo todo junto es lo que me ha hecho decantar por Cabify sobre el taxi siempre que he podido.

Supongo que si empiezo a encontrar coches sucios, conductores antipáticos o un mal funcionamiento de la aplicación cambiaré de opinión. También si me sacan a patadas de un coche y tengo que ver cómo le rompen las lunas y le pinchan las ruedas me tendré que pensar dos veces qué opción de transporte elijo. Lo que tengo claro es que, aunque Cabify a veces resulta más caro, hoy por hoy, lo prefiero y, además, me gusta poder elegir.

Mientras pensaba esto, me ha venido a la cabeza que lo que pasa con los taxis y Cabify/Uber tiene un cierto parecido con lo que está pasando en muchos campos de la vida económica: el cambio constante. Poco pensaban los estudios musicales en 1989, que vivían la transición definitiva entre vinilo y CD, que veinte años después su música se grabaría sobre “nada”, o sea que dejaría de haber soportes y escuchar música se pagaría como un servicio que se recibe básicamente en un teléfono a cambio de una cuota mensual. Los propietarios de videoclubs que vivían boyantes en los ochenta vieron la aparición de los “cajeros de vídeos”, los “videoclubs por mensajero”, los canales de cine por satélite, y finalmente la virtualización del streaming. Esto último sólo lo han visto los propietarios de los últimos pocos videoclubs que quedan en España.

Al taxista enfadado que hoy está pinchándole las ruedas de un Cabify e insultando al conductor y ocupantes me lo imagino dentro de quince años, junto al conductor de Cabify, pinchándole las ruedas a un “taxi sin conductor” que les estará “robando el trabajo”, mientras exigen que una Ley limite la circulación de coches autoconducidos.

Después de eso quizás ya no queden ruedas que pinchar. En un mundo en el que todos los coches sean autoconducidos y en el que nadie tenga uno en propiedad, sino que, a cambio de una cuota mensual, se pueda pedir un coche cuando se necesite, los conflictos serán diferentes, como “¿podrán pagar las cuotas para escuchar música o conseguir un coche todos los conductores del mundo que hayan perdido su trabajo y no encuentren otro?”

Hacer un paralelismo entre lo que sucede en el mundo del taxi y las residencias puede resultar un poco arriesgado pero, esta semana es un reto que me he autoimpuesto.

Seguro que mi posición está sesgada, pero yo veo que los taxis en la situación actual son las residencias públicas que gestionan las propias administraciones. Son servicios bastante rígidos y poco amigos del cambio. Cumplen su cometido pero lo hacen de una forma poco flexible. Hoy un taxi que quiera hacer algo novedoso como pactar con el pasajero el precio del trayecto desde el principio se encuentra con que su normativa le obliga a utilizar el taxímetro o seguir unas tablas que ha establecido la autoridad; tiene limitados los días y horas a los que puede trabajar y, en algunas ciudades, incluso el atuendo que puede llevar. Si quiere hacer cualquier cambio que le ayudaría a competir se ve constreñido.

Conozco bastantes residencias públicas y a profesionales que trabajan en ellas. Unos son mejores que otros, pero en muchas ocasiones eso da igual, ya que casi todo lo que se hace viene marcado por unas normativas y criterios establecidos desde la administración. Resulta muy difícil ser innovador y tampoco hay verdaderos incentivos para mejorar, ya que el cliente está asegurado y los empleados también tienen su trabajo bastante seguro, trabajen como trabajen. Ser director de una residencia pública, en palabras de una amiga que lo fue durante veinte años, era algo como “tirar de un tren tú misma. Convences a gente para hacer las cosas, convences a servicios centrales para que te dejen hacerlo, convences a los sindicatos para que apoyen y el tren se mueve, cuando dejas de tirar, todo se para y vuelve a ser como antes”.

Cabify, a mi entender es en el sector de las residencias el sector privado, sea con o sin ánimo de lucro. Para empezar, cuando empresas, asociaciones o fundaciones compiten para gestionar servicios públicos deben ofrecer precios bajos y proyectos competitivos. Esto da lugar a que exista una especie de competencia de innovación, no siempre bien valorada. Las residencias privadas, las que compiten en el mercado por sus clientes, se han ido adaptando a las necesidades y disponibilidad de sus eventuales clientes y han ido evolucionando. Así, la apuesta por una atención sin contenciones y por modelos de atención centrada en la persona tienen hoy mucha más presencia en residencias privadas que públicas. Y encima las residencias privadas cuestan menos que las públicas.

Ya he dicho que la comparación es algo difusa, pero siguiendo con ella, veo que periódicamente surge la polémica política cuando, desde ciertos posicionamientos ideológicos, se defiende que todas las estancias en residencias financiadas se presten en residencias que “pertenezcan a la administración”. Esa tendencia a “expulsar al mercado” de la atención a mayores o la “desprivatización” (entendida falsamente como que no haya colaboración público privada) me parece tan trasnochada como el intento de los taxistas de eliminar por decreto una competencia en vez de hacerlo mejorando su servicio y haciéndolo más atractivo.

Al igual que el sector del taxi ha visto a su enemigo en Cabify sin darse cuenta de que cada vez es más fácil alquilar por minutos una moto, un coche, un patinete o una bicicleta eléctrica, quiénes defienden las residencias públicas no se dan cuenta de que en los próximos años se va a doblar la proporción de personas mayores y se reducirá en proporción el número de jóvenes, por lo que las “amenazas” que hoy se ven como claras quizás desaparezcan y aparezcan otras totalmente diferentes.

Es muy posible que el gran reto a que nos enfrentemos dentro de quince años sea el de reciclar a los taxistas y conductores de Cabify, frustrados al quedarse sin trabajo por culpa de los coches autónomos, como cuidadores en unas residencias en las que los robots ya tendrán una cierta presencia y estén aprendiendo a cambiarme los pañales. O quizás lo que suceda sea algo totalmente diferente. Lo que está claro es que, suceda lo que suceda, todo será bastante diferente.

“¿Lo oyes?”

“¿El qué? No oigo nada”

“Escucha bien… Es el cambio”

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