Imagina (o quizás, simplemente, revive): eres el director/gerente de una residencia en marzo de 2020. Llevas días leyendo y viendo que en China hay un virus que llaman “coronavirus” y que está causando el pánico. Hace una semana dijeron que el “virus chino” ha entrado en Italia, que están creando zonas de cuarentena y no dejan salir a gente de sus pueblos. Te preocupa, pero también te suena un poco como aquello de la “gripe aviar” de hace unos años que acabó en nada. Tienes algún colega que te ha dicho que esto es muy serio y que va a prohibir que los familiares visiten a sus residentes, aunque no. A ti te parece que es mejor ver qué dice la administración, contactas con tus referentes y te dicen que de momento no hay instrucciones.
Cuando se anuncia que se van a prohibir las visitas en residencias se produce el aluvión y muchos familiares aprovechan la ocasión para dar “un último beso” a su ser querido antes de lo que se prevé va a ser una separación de unos días.
A partir de ahí se desencadena la tragedia. Residentes, muchos muy mayores y con patologías serias, enferman y mueren de forma rápida; otros tienen fiebre o no pueden respirar. Empieza el goteo de instrucciones y órdenes por parte de los poderes públicos: "¡Las residencias deben seguir funcionando pase lo que pase! La auxiliar que haya estado en contacto cercano con alguien con síntomas se debe ir a su casa de baja". Un número importante de trabajadores muestran síntomas ellos mismos.
Empezáis a funcionar con el 75-80% del personal normal y no encontrais sustitutos. Todo el personal, hasta los de administración y mantenimiento, se pone a atender y se hacen cosas que nunca se habían hecho. Los equipo de protección individual, EPIs, imprescindibles no llegan y se empiezan a usar más horas o días de lo que marcan las especificaciones mientras ves en la tele como en algunos hospitales los médicos llevan puestas bolsas de basura.
No hay forma de derivar a los residentes con síntomas a un hospital; las normas de confinamiento van cambiando semana a semana, normalmente el viernes; se impone la obligación de informar diariamente a tres administraciones diferentes; y los residentes siguen enfermando, muriendo, algunos de forma sorprendentemente repentina, en unas horas. Los familiares no paran de llamar, pero no se pueden atender todas las llamadas. Se establece un sistema de comunicación a través de whatsapp y mail.
En casa, los familiares se desesperan, algunos pueden hablar y ver a su ser querido por videoconferencia, en otros casos no están en posición. Cuando alguien fallece, no pueden tener un sepelio normal. Muchos entienden lo que está sucediendo en el centro. Otros sospechan que si muere gente es que algo no va bien. Y entonces, la infame ministra dice eso de los “residentes conviviendo con cadáveres” y aumenta el recelo hacia las residencias. En la tele dicen que las residencias están fallando y crece la desconfianza.
Eso lo vivieron miles de residencias en España. Las que consiguieron que el virus no entrase, gracias a su buen trabajo y una dosis de buena suerte, se salvaron de las muertes. Las que vieron entrar el COVID al principio sufrieron mucho más. Y sólo unas pocas sufrieron otro tipo de dolor: el de la denuncia y la persecución.
Yo estaba convencido de que eso es lo que había pasado en Residencial Palau, una residencia con la que estoy familiarizado desde que se abrió hace unos veinte años. Conozco a la familia que la construyó y gestiona. El padre, un médico promotor de una asociación de geriatras de la comarca; un hijo y dos hijas trabajando también en la residencia. Implicados y con ganas de innovar.
Asistente a muchos de los viajes geroasistenciales que organiza Inforesidencias.com, Jose Luis hijo, incorporó un jardín terapéutico que había visto en Estocolmo cuando aquí nadie hablaba del tema; ganaron un premio de cocina con un proyecto en el que colaboraban residentes de Palau con los de una residencia de Alemania; un día me invitaron a acompañar a un grupo de enfermeras islandesas que habían venido en un programa de estudio; fueron pioneros en la introducción del chipeado de ropa o en el uso experimental de robots.
Seguro que muchas residencias han hecho muchas cosas durante veinte años. Pues ésta es una de ellas.
Por eso, cuando les acusaron y los medios se hicieron eco de imputaciones de homicidio imprudente; omisión de deber de socorro, falsedad y otros delitos, dije: ¡No me lo creo!
Han sufrido la "pena de telediario" durante tres largos años. Algunos familiares no aceptan que quien mató a sus padres o abuelos fue un virus que causó una pandemia como no se había visto en cien años y acusaron a la residencia, centrándose en José Luis, de toda una serie de deficiencias e irregularidades.
La prensa, la radio, la televisión e Internet les han presentado como poco menos que criminales.
Y durante estos tres años, la lenta máquina de la Justicia ha ido dando vueltas, generando unas diligencias de miles de páginas y una conclusión en forma de auto que hemos conocido recientemente. Hay pruebas testificales de empleados, investigados, familiares y otros técnicos. Hay pruebas documentales y periciales. Y al final hay un auto que dice que no hay delitos.
Queda un plazo de recurso que pueden presentar la Fiscalía o los acusadores, pero ante la rotundidad del auto, resulta bastante increíble que la cosa pueda seguir adelante.
La clave está en la excepcionalidad de las circunstancias que se produjeron y que no dependían en absoluto de la voluntad o intencionalidad de aquellos que se vieron acusados e investigados (y pre-condenados mediáticamente).
Para mí era un caso claro, pero claro, yo no soy neutral porque les conozco y sé cómo trabajan.
Espero que el auto sirva para que quien tenía dudas o el convencimiento equivocado sepa que quien causó el sufrimiento y muerte de sus seres queridos no fue la familia propietaria de la residencia, sino un virus terrible que causó millones de muertes en todo el mundo. No creo que eso reste sufrimiento, sí creo que aporta algo de justicia.
Autor del texto Josep de Martí Vallés. Jurista y Gerontólogo. Fundador de Inforesidencias.
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