La semana pasada escribí una tribuna titulada “Una inspección surrealista” en la que, sin decir concretamente desde dónde me había llegado, describía la situación de una residencia que, tras vivir una inspección de consumo, se enfrentaba a un dilema difícil de creer.
Ahora escribo desde un tren, volviendo a casa después de haber impartido un curso a un grupo de inspectores de una comunidad autónoma sobre “La inspección de servicios sociales desde la perspectiva de los derechos y la calidad”. Eso de que me contraten para impartir cursos me gusta mucho, que lo haga una comunidad para que hable con inspectores, aún más.
Cuando trato con propietarios o directores de residencias, suelen quejarse de que las inspecciones tengan diversidad de criterios y que además esos criterios diversos vayan cambiando de forma caprichosa. Cuando hablo con inspectores, en cambio suelen decirme que, aunque la mayor parte de residencias lo hace bien, hay algunas que deberían ser sancionadas de una forma mucho más severa y que, si no se hace no es porque se inspeccione mal sino porque, a menudo, quien debiera sancionar, no lo hace.
O sea, que tenemos dos colectivos que ven sólo una parte de la realidad y que difícilmente pueden llegar a entenderse por una sencilla razón: la información no fluye o lo hace de forma deficiente.
Un ejemplo de ese fluir defectuoso lo he vivido desde que se publicó la anterior tribuna. Varias personas me han llamado y me han explicado sus experiencias. Algunas me han enviado copia de actas (borrando por supuesto cualquier dato de carácter personal). Otras sencillamente me han explicado lo que han vivido. Aunque sólo fuera cierto la mitad, creo que deberíamos hacer una reflexión colectiva sobre si vamos por buen camino.
Centrándome sólo en aspectos puntuales y refiriéndome a cosas que han pasado en diferentes comunidades autónomas: He oído que una inspectora ha hecho retirar mesas redondas que habían sido compradas a un proveedor de mobiliario geriátrico y llevaban un tiempo en la residencia porque consideró que no eran estables y podían suponer riesgo para los residentes; en otro caso han hecho llevar a la cocina los restos de lo que los residentes se habían dejado en el plato para pesarlo y ver si, descontando la merma, habían comido la ración que les tocaba; en otro, un inspector ha pedido a una residencia una aclaración escrita sobre si al considerar el peso de la ración de pollo se había descontado el correspondiente al hueso; una que había creado un espacio de reminiscencia con muebles de hace cincuenta años regalados por los residentes que crean un ambiente “retro” muy valorado por los terapeutas que trabajan con personas que sufren demencia, ha sido requerida a retirar algunos porque tienen esquinas que pueden ser peligrosas en caso de caída.
Si hablamos de Aragón debemos abrir un capítulo aparte. Allí, después de años en los que las inspecciones brillaban por su casi absoluta ausencia, tras un incendio en una residencia que acabó con varios mayores muertos, la administración decidió inspeccionar a fondo y, como resultado, una cuarta parte de las residencias han cerrado. A eso, que resulta en sí anómalo, hay que sumarle que la percepción de los inspeccionados es de tal subjetividad en la aplicación de la normativa que la patronal ARADE ha llegado a denunciar públicamente la situación.
¿Qué indica todo esto? ¿Qué las inspecciones de servicios sociales funcionan mal? Yo creo que no. Lo que de verdad muestra es que no sabemos cómo funcionan. Vamos, que no tenemos ni idea.
Hace tiempo propuse que las inspecciones empezasen a predicar la calidad y la transparencia en primera persona publicando los informes de inspección en internet para que los ciudadanos puedan saber cómo ve la administración a la residencia en la que quiere ingresar; realizando auditorías externas que demuestren que no existe verdaderamente una disparidad de criterio (y, en caso de que sí exista, determinando la proporción de la misma) y haciendo públicos los protocolos de inspección y algún check list, de forma que los centros puedan prepararse.
Aunque fue hace mucho tiempo, fui inspector de servicios sociales durante casi diez años. Mi experiencia de entonces me hace estar seguro de que, al igual que la mayoría de residencias funcionan bien, la inmensa mayoría de inspecciones son correctas y adecuadas. El hecho de que haya gente que me envíe el resultado de inspecciones surrealistas y que yo las difunda no quiere decir necesariamente que todo sea un desastre, ni siquiera que lo sea una mayoría. Por desgracia, mientras las administraciones sigan considerando las actas e informes de inspección como algo reservado y sólo para “uso interno”, cada vez que alguien decida difundir su experiencia parecerá que la misma es una muestra de lo que pasa normalmente.
La pelota, pues, está en el tejado de los poderes públicos.
A ver qué hacen.
Por cierto, aunque quizás deje descansar el tema durante un tiempo, si alguien quiere seguirme enviando sus experiencias, puede hacerlo usando este formulario (quien lo haga que no olvide borrar cualquier dato de carácter personal).
Otros escritos de Josep de Martí sobre inspección de residencias:
Inspecciones en residencias de mayores
Buenas prácticas para la inspección de servicios sociales