En Mayo de 2019, cuando la pandemia todavía era algo inimaginable, escribí una tribuna en dos partes que titulé “Lo suficiente, lo óptimo y lo excelente”.
Me imaginaba entonces que la evolución demográfica iba a hacer que aumentase la necesidad de plazas residenciales para mayores dependientes y que eso plantearía problemas de sostenibilidad económica. Ambos factores deberían ser tenidos en cuenta cuando nuestros gobernantes se planteasen modificar las normativas sobre requisitos de funcionamiento de las residencias de personas mayores; el sistema de colaboración público/privada o el establecimiento de precios públicos y de concertación.
La pandemia ha provocado que aquello que planteé como algo teórico esté convirtiéndose en muy real. En casi todos los niveles administrativos y políticos se está hablando de nuevas normativas, requerimientos y modelos y, para mi desconsuelo, en casi todos los debates y propuestas dejan bastante de lado los factores demográficos y de sostenibilidad.
La tendencia demográfica es algo transitorio que acabará hacia 2060 cuando nos hayamos muerto los nacidos durante el baby-boom y la población mundial esté en caída libre. Ante nosotros tenemos cuarenta años en los que tenemos que hacer crecer los servicios de atención a la dependencia, incluidas las residencias. Sólo podremos conseguir cubrir la necesidad si convencemos a alguien (de naturaleza pública y/o privada) para que se implique a fondo en la tarea. El esfuerzo va a ser titánico y no podrá consistir únicamente en construir centros nuevos sino en mantener en funcionamiento al máximo número de los existentes. Digo esto porque, sobre todo después de lo peor de la pandemia, escucho a muchos decir que hay que cerrar “residencias obsoletas”. Yo advierto que debemos ir con mucho cuidado, ya que todo lo que no tengamos será echado de menos dentro de poco y, recurriendo a la sabiduría popular, insisto en que debemos encontrar lo bueno entre lo que tenemos ya que su enemigo, lo mejor, puede sencillamente no estar ahí cuando lo necesitemos.
Recupero aquí la reflexión de 2019 que creo mantiene cierta actualidad.
Si quisiéramos clasificar cómo viven la mayoría de las personas mayores dependientes, podríamos agruparlas en tres niveles que propongo llamar: “suficiente”, “óptimo” y “excelente”.
- Suficiente: Esta persona dependiente vive en un domicilio “estadísticamente normal” sin demasiados recursos económicos, acompañada por unos descendientes que trabajan y la dejan unas cuantas horas al día sola, o por un cónyuge que también es dependiente. Si vive en casa, su vida se verá muy afectada por la rutina del resto de miembros de la familia. Esperar a comer o cenar, una comida que no ha elegido, a una hora que se ajusta a las necesidades comunes y pasa tiempo sola, inactiva, esperando. Su aseo personal y salidas del domicilio, también se ajustan a las posibilidades, necesidades y opciones de sus cuidadores familiares. Podríamos decir que es el mínimo por debajo del cual hablaríamos de desatención, o incluso maltrato. No es cómo nos gustaría vivir, pero si lo pensamos fríamente, es como viven muchas personas mayores en la actualidad. Cuando decimos que la mayor parte de personas mayores dependientes prefieren vivir en su casa es a esto a lo que nos estamos refiriendo. Podría existir una versión “residencial” de esa vida. En una residencia suficiente, la persona, que posiblemente comparte dormitorio y baño, recibe alimentación, atención sanitaria e higiene cuando la necesita; está en un lugar limpio, aunque con espacio limitado, con algunas actividades programadas, pero también, con algunas limitaciones que le obligan a adaptarse.
- Óptimo: En este nivel la persona recibe un servicio más constante y personalizado en un entorno adaptado que tiene más en cuenta sus necesidades específicas y sus preferencias. Me imagino a una persona mayor dependiente con bastante capacidad económica que convive en su domicilio con algún miembro de su familia. Gracias a que puede pagarlo, se ha adaptado el baño y se ha comprado mobiliario muy cómodo. Tiene apoyo profesional algunas horas al día, pero todavía se tiene que adaptar. El equivalente residencial: La residencia óptima cuenta con espacios más generosos que la suficiente, quizás tenga alguna habitación doble pero casi todas son individuales con baño propio; cuenta con más instalaciones y un equipo de profesionales y programa de actividades más amplio que le ofrece posibilidades de elegir mayores, como opción entre dos menús o entre un abanico más amplio de actividades. Aún así el mayor debe adaptarse a unas reglas y horarios.
- Excelente: Este nivel es diferente para cada persona. La clave la marca la individualización y la adaptación a necesidades y preferencias únicas. En una residencia excelente cada habitación puede ser como un pequeño domicilio, totalmente adaptado y personalizado. La persona no tiene que esperar para ver cumplidos sus deseos; elige cuándo se sienta en la mesa (a la hora que le da la gana) lo que quiere comer; elige también entre un número infinito de actividades que se adaptan a él o ella. Y cuenta en todo momento con la posibilidad de estar acompañada. La residencia excelente es más un objetivo que una realidad, ya que, necesariamente, la superindividualización traería conflictos causados por necesidades y preferencias contrapuestas de diferentes residentes, salvo, por supuesto, que construyésemos residencias para una sola persona.
Estas categorías no pretenden ser algo científico ni permiten hacer una clasificación exhaustiva de las residencias o la vida de las personas, pero creo que ayudan a plantearse varias cosas:
¿Por qué querría alguien vivir en una residencia suficiente en vez de en una óptima o excelente? ¿Por qué querría alguien gestionar una residencia mínima? ¿Por qué no hacer una Ley que obligue a todas las residencias a ser excelentes y se prohíben las suficientes? Exactamente: por el dinero.
Aunque existen cambios que permiten ser mejores sin incrementar el coste, casi siempre que una residencia avanza hacia la excelencia acaba costando más, y en la medida en que alguien (la administración, el residente o una combinación de ambos) deba pagar el precio, se acaba consolidando una íntima relación entre lo que se exige; lo que se puede pagar y las residencias que acaban existiendo.
Una residencia de personas mayores dependientes, simplificando mucho, puede ser diseccionada en tres elementos: es un inmueble adaptado, es un equipo de profesionales y es una forma de atender.
Así parecen entenderlo las administraciones ya que a la hora de intervenir suelen centrarse en exigir más o menos requisitos arquitectónicos (proporción de habitaciones individuales, metros cuadrados por residente, obligatoriedad de espacios concretos como gimnasios, salas..); requisitos de personal (básicamente ratios globales y/o presenciales de profesionales/residente más o menos amplias y requisitos de titulación más o menos variados) y requisitos funcionales, o forma de trabajar (existencia de programas individuales y grupales; protocolos, registros, gestión de calidad, gestión de contenciones, adscripción a modelos de atención que persigan determinados objetivos como eliminar sujeciones o aumentar el respeto a las preferencias…).
Creo que ahora que hemos visto pasar la pandemia y consideramos una imperiosa necesidad cambiar las normativas creando el “nuevo modelo” deberíamos tener lo que estoy diciendo en cuenta. Además de exigir un Excel a quien haga cualquier propuesta para saber cuánto vale, deberíamos preguntarnos qué hacer con las residencias que no cumplan los nuevos requisitos.
Y aquí es donde creo que deberíamos ser inteligentes y recordar que lo “mejor es enemigo de lo bueno”.
Si creamos nuevos requisitos arquitectónicos que un 80% de las residencias actuales no pueden cumplir, quizás deberíamos preguntarnos si, en vez pedirles que cierren, o “hacer la vista gorda”, podríamos crear algún requisito en el ámbito del personal o la forma de trabajar que pudiese suplir la deficiencia con lo que perdiésemos el mínimo de plazas posibles.
Hay una forma fácil de hacerlo, que es aplicar las normativas sólo “hacia el futuro”, o sea, que las residencias existentes no se vean obligadas a adaptarse. Eso está muy bien jurídicamente, pero si vamos creando requisitos nuevos que encarecen el servicio y eximimos a las residencias existentes de su cumplimiento podemos estar desincentivando que se invierta en la construcción de nuevos centros, lo que será malo en el medio y largo plazo.
Sé que encontrar una solución al problema es difícil. Y aún así considero que debemos tener en cuenta estas consideraciones.
Para que podamos avanzar de una forma realista propongo que consideremos que la función de los poderes públicos a la hora de dictar normativas y requisitos es la de establecer el “mínimo ético” por debajo del cual llevar a cabo una actividad resulta inaceptable. Cada administración debe decidir en qué nivel se sitúa ese mínimo y qué nivel asistencial está dispuesta a financiar con fondos públicos. A partir de allí debería dejar actuar a la iniciativa privada, con y sin ánimo de lucro y potenciar que surjan diferentes modelos que compitan entre sí por calidad y precio.
La administración, mediante la cooperación público/privada, puede tener un papel en la orientación hacia un modelo determinado. Lo ideal es que tuviera una idea clara de hacia dónde quiere ir y el dinero necesario para poder financiar esa orientación. Si le falta la idea, el dinero o ambas cosas, más le vale contar con una oferta privada con diferentes niveles y precios que se ajusten a lo que la gente pueda y quiera pagar.
Si no tenemos dinero para pagar residencias excelentes, por mucho que las normas exijan su existencia, éstas no aparecerán. Quizás haya unas pocas públicas pagadas por la administración para un pequeño número de privilegiados, pero eso no resolverá el problema que se nos avecina.
Vayamos pensando en ello cada vez que hablemos del “nuevo modelo” y salvemos lo salvable.