Quienes trabajamos en la atención residencial a las personas mayores estamos viviendo una realidad que nos golpea con crudeza en nuestro ánimo. El dolor que sentimos es mayor, si cabe, porque el COVID-19 es especialmente virulento en nuestro entorno. Para mitigar los efectos, las voces más autorizadas del sector se han desgañitado pidiendo recursos con los que poder combatir el virus. Pero durante un tiempo, excesivo y fatalmente irrecuperable, han predicado en el desierto. Dicen los entendidos que, por fin, hemos conseguido aplanar la omnipresente curva de contagios. Los más afortunados podemos sentir nuevamente la calle bajo nuestros pies pero, muy a nuestro pesar, aún no es tiempo de hacer extensiva la medida a nuestras y nuestros mayores en residencias. Por seguridad y, quizás también, por distintas proyecciones de nuestros miedos como sociedad, los centros residenciales se han convertido en jaulas de oro que privan de los sentidos, de aquello que nos demuestra que estamos vivos. Hoy, los centros no son aquello que deberían ser: recursos abiertos a la sociedad y a sus gentes.
Nunca entenderé suficientes cuantas reivindicaciones se hagan para reconocer el esfuerzo de la generación de la posguerra. Somos quienes somos porque ellas y ellos han sido quienes han sido: altruistas, abnegadas, conciliadores y solidarias. Valores que abren buena parte de los discursos públicos pero que aparentemente no son sino meras declaraciones de intereses. Yo prefiero los hechos a las palabras, el res non verba de los antiguos romanos. Por ello, en adelante, todos nuestros esfuerzos tienen que ir encaminados al diseño de propuestas con visos de aplicación real, al logro de consensos para homogeneizar la atención y a la elaboración de normas que transpiren la preocupación de la sociedad por sus mayores.
Tan preocupante como el presente es un futuro incierto. Como sociedad que cuida a las personas más desfavorecidas, deberíamos ser capaces de liberarnos de las ataduras de modelos anquilosados en viejas fórmulas asistenciales y abrirnos a paradigmas alternativos, convencidos de que el éxito en la atención tiene más que ver con la interactuación con las personas usuarias y/o sus entornos sociofamiliares que con el escrupuloso cumplimiento de los requisitos materiales y funcionales contemplados en norma. El futuro debería pasar irremediablemente por una continuidad de los cuidados en centros que tomaran el relevo de la sensación de hogar desde modelos de atención centrada en la persona y que, no por ello, deban abandonar los beneficios de los modelos actuales. Hogares cuyos moradores son ciudadanos con todos sus derechos y obligaciones y, en esa condición, usuarios del sistema sanitario o, más adaptado a sus necesidades particulares, del espacio sociosanitario si realmente fuera algo tangible. Medicalizar las residencias no es la solución. Todos los agentes que interactúan para regular el sector (administraciones públicas, centros gestores, profesionales y sindicatos) mostrarían su madurez si recondujeran la amenaza de la pandemia hacia una oportunidad para imprimir un cambio real en el sector. Una entente que debería perfilar la estrategia del cambio desde cuatro ejes fundamentales: ratios suficientes y adaptadas al grado de dependencia, consideración y equiparación profesional con sectores asimilables, inspecciones públicas garantistas de la integración de objetivos económicos y asistenciales para alcanzar el bienestar y, sobre todo, escucha empática y proactiva de las expectativas de residentes y/o entornos sociofamiliares para adaptar el centro a las necesidades de las personas usuarias.
Mucho tendrían que cambiar los posicionamientos de cada cual para alcanzar un punto de encuentro. He accedido a la web oficial del Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social para ponderar algunas preocupaciones. He de decir que se me antoja especialmente alejado el término “bienestar” en unas circunstancias, las actuales, que colocan nuestra red de atención casi en la coordenada más alejada del pretendido equilibrio físico y psicoemocional intrínseco al término. La web, extensísima en su contenido, no tiene referencia alguna al efecto concreto de la pandemia en los geriátricos. Pudiera ser que, entre tanto informe y distribuciones de toda índole y condición, no haya sido capaz de encontrarla, por lo que pido disculpas por anticipado si así fuera. Tampoco internet procura información periódica, depurada y contrastada. Las referencias son vagas, generalistas y no actualizadas, como si el problema se desvaneciera porque nadie lo trata -ya se sabe, de lo que no se habla, no existe-, hasta que interesa sacarlo a la palestra para distraer la atención y focalizar la negligencia casi exclusivamente en las direcciones de los centros. La web de RTVE sí ofrece estadísticas sobre la concentración de fallecimientos en residencias por comunidades autónomas.
Si bien la dispersión es la característica predominante en la asignación cualitativa y cuantitativa de ratios en las diferentes normativas autonómicas, no parece constituirse en la causa fundamental de las distribuciones observadas. El análisis de correlación entre la tasa de fallecimientos y las ratios de gerocultor/a no induce a pensar que la falta de personal sea la causa fundamental para explicar el valor de la tasa. No podríamos decir lo mismo respecto de la falta de suministro de EPIS y la presunta dificultad para derivar casos al sistema sanitario. Por consiguiente, ¿habría que revisar las ratios?. Sí, sin discusión forzada, dada la evidencia de esta necesidad para avanzar en el cambio del modelo hacia una atención más humanizada. Contrastar las diferencias autonómicas y lograr la progresiva implementación de nuevas filosofías asistenciales debería ser un objetivo innegociable. Una cuestión que no debe confundirse con la sempiterna demanda de recursos humanos como primera fuerza de choque contra futuras oleadas del virus u otras reivindicaciones más que discutibles en fondo y forma. La cultura preventiva, la solidaridad y la dotación de equipos de protección serán nuestros principales aliados en la lucha contra el COVID-19; lo demás, en no pocas ocasiones, es aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid.

El liderazgo del cambio debería ser asumido por las administraciones públicas. Pero liderar es colaborar con, escuchar a, normativizar para y velar por quienes reman en el mismo bote y con el mismo norte. La gestión indirecta es un depósito de confianza que la mayoría de las veces no defrauda. Si, después de analizar lo ocurrido, la desconfianza se instalara en el sector, la solución es de sentido común, casi de Perogrullo: hagamos público lo privado y exijamos tanto o, incluso, más; o demos la vuelta al calcetín, y reconozcamos precios públicos que aproximen, de verdad, los salarios al funcionariado -me duele en el alma cuando comparo las retribuciones de nuestro sector, cualquiera que sea la categoría laboral- en servicios esenciales para la sociedad. Es una ecuación fácil de plantear y dificilísima de despejar, pero me niego a seguir aceptando una constante como solución de continuidad.
¿Y el entorno sociofamiliar? ¿Alguien imagina los centros educativos sin AMPA? Mis padres no son personas usuarias de un centro residencial. Afortunadamente, a día de hoy son autónomas e independientes. Espero que por muchos años. Pero he sido director de residencia y doy fe de la necesaria interacción entre centro y familia; más que necesaria, inherente a la propia atención. Las residencias son domicilios y eso deben seguir siendo, aun cuando la crisis nos ha alertado de sus carencias si, a la postre, van a ser evaluadas conforme a indicadores de salud. La cuenca mediterránea es un bastión familiar, una característica cultural que debe ser interiorizada por la dinámica asistencial, presente y futura. Si nuestra pretensión es servir a la sociedad, traer “mi hogar” a la residencia supondría que, tanto la persona residente como su entorno sociofamiliar más íntimo, sintieran el geriátrico como “su casa”. Todo lo demás sería abogar por modelos que huyen de la dimensión humana de la atención, a veces olvidada conscientemente y otras desoída porque solo los profesionales sabemos qué necesitan las personas residentes y su entorno familiar para alcanzar el bienestar.
Alejandro Gómez Ordoki – Gestión en Servicios Sociales
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