Casi todo el mundo tiene una opinión sobre lo que son y cómo son las residencias de personas mayores. En muchos casos ésta es negativa. Resulta por eso sorprendente saber que la mayor parte de la población jamás ha cruzado las puertas de una y poquísimas personas han estado en dos o más. Como suele suceder, ante algo que no conocemos, tendemos a basar nuestra percepción en prejuicios, o sea, en lo que “se dice” o en lo que hemos visto en las redes sociales, la televisión o los medios de comunicación.
Lo cierto es que, aunque para la mayoría, evocar la idea de una 'residencia de mayores', genere una imagen negativa, ésta no refleja la complejidad y diversidad de estos establecimientos. La percepción popular está saturada de estereotipos y concepciones erróneas. Las narrativas populares, las representaciones mediáticas y la telebasura pesan mucho y han conseguido que se generalice una injusta imagen sobre lo que son y hacen las residencias.
Si cuando pienso en una residencia evoco un incendio en el que murieron residentes, un enfermero que mató a varios mayores o un caso en que la inspección clausuró un centro por incumplimientos de la normativa, mi memoria me está jugando una mala pasada. Lo cierto es que hay poquísimos incendios en residencias, aún menos cierres de centros por parte de la inspección y casi ningún caso en el que los mayores hayan sido asesinados. Y, aun así, es lo que recuerdo haber escuchado en las noticias de la tele, en la radio, en la prensa (si es que aún alguien la lee) o en Internet.
La pandemia de Covid-19, supuso un golpe especialmente injusto para las residencias, quienes en ellas trabajan y sus propietarios. Algunas declaraciones de políticos y noticias que no se contrastaban (como la de que había cadáveres “conviviendo con residentes”) ocultaron la situación en la mayoría de las residencias en las que no hubo fallecimientos y el de aquellas que tomaron medidas excepcionales, casi heroicas.
Si analizamos las más de cinco mil residencias que había en España al empezar la pandemia, vemos una realidad en la que los profesionales afrontaron un reto durísimo para el que nadie estaba preparado, asumieron el riesgo de contagio cuando no había material de protección disponible; tuvieron que adaptarse a normas, instrucciones y protocolos que cambiaban una o dos veces por semana; tuvieron que trabajar con una parte importante del personal de baja y sin que hubiese forma de cubrir esas vacantes; vieron enfermar y morir a personas a quienes atendían y con las que en muchos casos mantenían relaciones de cuidado profesionales y no por ello exentas de afecto; los gestores y propietarios primaron la prestación de servicio ante cualquier otro factor, pagaron de su bolsillo EPIs, guantes y mascarillas cuando nadie se las daba y, sobre todo, mantuvieron las residencias abiertas cuando, lo más cómodo para ellos hubiera sido pedir que se llevasen a los residentes, poner al personal en un expediente temporal y esperar a que pasase lo peor de la pandemia. Eso no lo hizo nadie.
Pasado un tiempo, muchos profesionales han vivido situaciones de estrés post-traumático sin tener ningún reconocimiento sino más bien la incomprensión y reproche social. Muchas residencias se han visto sometidas a investigaciones policiales y judiciales basadas en denuncias de familiares, investigaciones y procedimientos que se han ido archivando uno a uno ya que, a pesar de lo terrible que fue el fallecimiento de personas mayores en residencias, cuando policía, jueces y fiscales analizan las pruebas ven que de ninguna forma estas muertes pueden ser atribuidas al mal hacer o a la negligencia de los profesionales o propietarios de residencias. Es posible que al final, unas pocas residencias puedan recibir alguna sanción. También es posible que, por la tendencia a la generalización de lo negativo, aunque sea excepcional, los medios y las redes amplifiquen estos casos de manera que muchos queden convencidos de que las residencias tuvieron algo que ver con las terribles circunstancias que allí se produjeron.
Llevo más de treinta años trabajando en el campo del envejecimiento y las residencias. Fui inspector de servicios sociales durante casi diez, hace más de veinte que doy clases en varios másteres y postgrados de gerontología y dirección de residencias; en 2000 cofundé el portal de Internet más influyente del sector de servicios a personas mayores en España, Inforesidencias.com, y unos años después una consultora gerontológica y un boletín de noticias del sector geroasistencial. Creo que en estos años debo haber visitado unas mil quinientas residencias en unos veinte países. He visto realidades tan diferentes que, quizás por eso, soy muy reticente a las generalizaciones y casi siempre respondo cuando se habla sobre residencias con un “depende”.
¿Querrías ir a una residencia cuando seas mayor? Depende. Lo que me gustaría es no “necesitar” nunca una residencia.
Existe una gran diferencia entre “querer” y “necesitar”. Si hablamos de unas vacaciones, ir a un restaurante o comprarme una camisa nueva, es muy posible que estemos hablando del mundo los deseos. “Quiero hacerlo” y si tengo la disponibilidad económica y priorizo eso sobre otras cosas, lo hago. Cosa diferente es que un día en tu vejez te caigas, te rompas el fémur y que esto, unido a que ya has perdido algo la memoria, vives en un edificio sin ascensor y no tienes a nadie cercano dispuesto a cuidarte, te lleve a “necesitar” una residencia. Cuando te encuentras en esa situación, tus deseos se ven constreñidos por tus necesidades y disponibilidad económica.
¿Querré vivir en una residencia si alguna vez es lo que verdaderamente necesito? Depende. Querré vivir en una residencia que se adapta a lo que entonces necesite y prefiera. Lo que no sé es si, llegado ese momento, podré pagar la residencia.
¿No es mejor estar en casa cuidado por seres queridos que en una residencia? Depende. No todos tenemos una casa adecuada para recibir los cuidados que vamos a necesitar o a esos seres queridos cercanos y dispuestos a sacrificarse por nosotros.
En los próximos años va a aumentar considerablemente el número de viviendas en las que sólo vive una persona. Pensemos que en España cinco millones de personas viven solas, un número que ha crecido en 800.000 en una década y que incluso en 2024 hay 1.900 núcleos de población con un único habitante.
Cada uno de nosotros es diferente, es posible que llegado el momento de necesidad en el que puedas recibir servicios en mi domicilio viviendo la mayor parte del tiempo solo, o hacerlo en una residencia, prefieras la residencia, sencillamente por estar acompañado, no aburrirte estando solo y quizás incluso poder hacer algo que te haga sentir útil.
¿No es mejor morirse antes que verte abandonado en una residencia? Esta pregunta me la hizo una señora en una conferencia que impartí en Galicia tras aprobarse la Ley de Dependencia. Mi interlocutora lo tenía claro, para ella era mejor morirse antes que ver cómo aquellos que deberían cuidarte te abandonan en una residencia. Mi respuesta es: Depende.
Yo creo que una situación en la que te podrían entrar verdaderas ganas de morirte sería aquella en la que “necesitases” una residencia, pero no pudieses acceder a ella porque no pudieses pagarla de tu bolsillo ni recibieses la ayuda pública necesaria para ingresar. Si un día te encuentras en tu casa sentado sobre tus propios excrementos, ves el botón de la teleasistencia que te olvidaste de llevar puesto y que está inalcanzable encima de la mesa; llevas así dos horas y sabes que todavía faltan otras cuatro o cinco para que llegue alguien que pueda cambiarte los pañales; tienes hambre pero no puedes levantarte y nadie escucha tus gritos de ayuda. Quizás ese día preferirás morirte.
Si alguien al leer estas líneas me pregunta: ¿y eso mismo no puede pasarte en una residencia? Mi respuesta será, “depende, pero en cualquier caso será mucho más difícil que si vives solo”.