Aunque normalmente escribo sobre temas relacionados directamente con envejecimiento y residencias. A raíz del debate sobre eutanasia y suicidio asistido he estado leyendo cosas sobre ética y me he animado a escribir algo que, aunque se aleja un poco de mi tema espero pueda resultar interesante. Aquí está:
“¿Debería poder una madre elegir el color de los ojos de su hija?” Estamos en el primer tercio del siglo XXI y ésta todavía puede ser una pregunta que merezca un tiempo de reflexión y debate. Creo que quien viva en el primer tercio del siglo XXII se extrañará de que esto fuera si quiera considerado como una cuestión sobre la que discutir.
Cuando en 1844 el americano Horace Wells y en 1846 el médico escocés James Simpson descubrieron las virtudes del óxido nitroso y el cloroformo para anestesiar a pacientes y así poder llevar a cabo operaciones sin que el dolor las hiciese imposibles se planteó un debate en el mundo judeocristiano.
Algunos entendieron que eso de poder quitar el dolor de forma tan radical era algo terrible y contra natura, ya que estaban convencidos de que ese dolor era algo normal y establecido por Dios, Alá o Yahvé. No olvidemos que cuando Adán y Eva fueron expulsados del paraíso entraron en un mundo terrible maldito por Dios donde se sufría para obtener comida y donde a Eva se le dijo expresamente: “parirás con dolor”. Esa expulsión del paraíso hacía para mucha gente comprensible el dolor, la enfermedad y muchos otros sufrimientos que vinculaban a algo sagrado y trascendente; algo enormemente más elevado que una mera reacción química que podía alterarse inhalando determinado gas.
No es tanto que la iglesia como institución se opusiese a la anestesia, sino que, de repente, algo que parecía impensable y contrario a unas creencias profundas apareció ante los ojos de nuestros antepasados como una opción a explorar. En España, el primer uso del cloroformo inhalado como anestesia tuvo lugar en 1847 y se vivió dentro de la profesión médica con una mezcla de entusiasmo y escepticismo. No todos los médicos lo aceptaron desde el principio y, en especial los militares, lo tomaron con mucha cautela pensando que, si quitar el dolor podía afectar negativamente el tiempo de cicatrización o de recuperación de una operación, podía descartarse.
En muy pocos años la anestesia con cloroformo por parte de cirujanos se extendió, pero hizo falta que la Reina Victoria de Inglaterra (guardiana de la fe Anglicana), aceptase recibirla en el parto de su hijo, el Príncipe Leopoldo en 1853, para que cayesen definitivamente las barreras en su uso en obstetricia.
Solemos pensar que hoy tenemos la mente mucho más abierta que antaño y que aceptamos mejor los cambios. Yo no lo creo. Si intentásemos ponernos en la mente de un antepasado nuestro de hace 160 años veríamos el mundo desde una perspectiva parecida a la nuestra de hoy, pero con otro decorado. Europa vivía una gran convulsión social, científica y política, con un imperio austrohúngaro anclado en el Antiguo Régimen, una Inglaterra entrando en su era imperial y una Prusia expansiva siempre dispuesta a entrar en guerra con Francia. Un desarrollo industrial desigual, especialmente importante en Inglaterra, que suponía grandes migraciones hacia las ciudades y el surgimiento de nuevas formas de entender la vida y la sociedad que darían lugar a ideologías desconocidas hasta entonces, como el socialismo o el comunismo.
Pongámonos en ese lugar. Vivimos en una ciudad mediana, formamos parte de la gran mayoría de españoles de entonces, vamos a misa los domingos, sabemos las respuestas en latín, aunque no las entendamos y somos creyentes. Hemos crecido convencidos de que debemos seguir los mandamientos de Dios que nos comunica la Santa Madre Iglesia para atravesar este valle de lágrimas guiados por ella y, si puede ser, alcanzar la salvación de nuestra alma. Sabemos, como sabía nuestra abuela y la suya antes, que cuando duele mucho la cabeza lo mejor es encomendarse a cualquiera de los 130 santos cefalóforos (decapitados que luego caminaron con su cabeza entre las manos), nuestra familia le tiene una devoción especial a San Lamberto de Zaragoza, por lo que es a él a quien nos encomendamos en caso de cefalea. Cuando perdemos algo rezamos a San Antonio; esperamos que Santa Lucía nos conserve la vista y sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena.
La mayor parte de nuestros vecinos, y muy probablemente nosotros mismos, convivimos con algún tipo de dolor o malestar que soportamos estoicamente. Lo vemos como algo terrible pero normal, como ver morir a un hijo o perder la visión cercana a partir de determinada edad.
Pensemos en algo tan sencillo e intenso como un dolor de muelas. El método más común de afrontar las caries para la gran mayoría de la población española del siglo XIX era el arrancado de las muelas ya que el taladro dental no se inventa hasta 1871 y la primera facultad de odontología en España no abre hasta 1901.
Sabemos que hay médicos que pueden curarte si estás enfermo y que incluso pueden amputarte una pierna que se ha gangrenado en una operación verdaderamente agónica, pero su poder es limitado y estamos convencidos de que, incluso si interviene el facultativo, una oración u ofrenda al santo adecuado puede hacer tanto o más bien que el tratamiento pautado. Si vivimos en un entorno rural es más que posible que combinemos nuestras creencias religiosas formales con algún tipo de superstición, pero, sea como sea, relacionamos la enfermedad y el sufrimiento con algo que nos conecta con algún poder sobrenatural directamente relacionado con nosotros. Un poder que nos causa el mal por algún motivo y puede ser de alguna forma apaciguado mediante nuestros actos y pensamientos.
Si somos de la minoría que en el siglo XIX ha recibido una formación sabremos que existe una preocupación por que se produzca un aumento de población desmesurado que no podrá acompañarse de un crecimiento igual de la producción de alimentos, lo ha dicho el británico Malthus anunciando para el futuro grandes hambrunas. A nosotros nos sorprende porque en la España de 1846 estamos en plena segunda guerra carlista y con más preocupación por el hambre, la mortalidad infantil y las enfermedades infecciosas actuales que por la superpoblación futura. En España la reina regente María Cristina reparte su tiempo entre la contienda civil y la estrambótica empresa de reconquistar Ecuador y poner de rey a uno de sus hijos secretos de la mano del general Juan José Flores. La empresa acaba mal para ambos.
Karl Marx acaba de escribir el manifiesto del partido comunista; Faltan pocos años para que Darwin publique “El origen de las especies” y Friedrich Nietzsche es tan solo un niño.
Intentemos seriamente meternos en la cabeza de nuestros tátara-tatarabuelos y decidamos si vemos eso de la introducción de la anestesia como algo que tomar con entusiasmo o con reserva y cautela.
Según donde vivamos, todos nuestros conocidos, familiares y personas de referencia (sobre todo sacerdotes) hablan del nuevo invento y nos conminan a ir con mucho cuidado: “El diablo siempre esta preparado para tentarte”; “¿Te ahorrarías algo de dolor a cambio de pasar toda la eternidad en el infierno?”; “¿No es mejor afrontar el dolor y ofrecer el sufrimiento a Dios para salvar tu alma eterna?”.
Pasan los meses, los años y las reservas van desapareciendo. Primero la gente deja de hablar de “eso de la anestesia”, la polémica se traslada al mundo médico transformándose en un debate sobre eficacia, efectos secundarios y dosificación adecuada. Un día nos enteramos de que el párroco ha tenido una intervención quirúrgica y vamos a verle al hospital. Le deseamos lo mejor y al rededor de su cama rezamos un rosario por su pronta recuperación. Nadie pregunta si le han anestesiado. Sabemos que lo han hecho.
Volviendo a la actualidad, el papel de las iglesias establecidas crece en algunos países africanos o asiáticos, aunque en otros, como en Europa occidental ha dejado de ser el referente ético entregando ese papel al humanismo liberal.
Cuando se plantea si una madre debiera poder elegir el color de los ojos de su hija no concebida casi nadie se pone a rebuscar en la Biblia o el Corán sino más bien nos preguntamos si es correcto desde la perspectiva de la ética humanista.
Es posible que un sacerdote, un imán o un rabino desaconsejasen la manipulación genética basándose en las escrituras sagradas amparándose en que somos creaciones divinas, que el ser supremo nos ha creado a cada uno a su imagen y semejanza dotándonos de un valor intrínseco y único por lo que no nos es dado alterarlo. Su opinión, sin embargo, no afectará a quien quiera poner en marcha el proyecto si consigue financiación.
Si hoy un centro de investigación buscase dinero para un programa de “modificación genética de embriones para obtener el color de ojos deseado” lo más seguro es que no lo consiguiese.
Los financiadores, sean públicos o privados, valorarán los proyectos basándose en preguntas cómo: en qué medida beneficiará lo que se persigue a la sociedad, a las personas beneficiarias (o a los financiadores); qué relación riesgo/beneficio existirá; qué consecuencias a largo plazo; qué relación coste/beneficio.
Algo tan frívolo como el color de los ojos difícilmente pasará el filtro. Como mínimo no a la primera. Al igual que nuestros antepasados vivían con su sistema de valores y prejuicios, nosotros tenemos los nuestros. Para muchos la palabra “tránsgenico” suena negativo; alterar los genes es algo peligroso y que debe limitarse. No porque lo diga la Iglesia sino porque en nuestra cultura hemos ido creando ese miedo colectivo: desde “Los niños del Brasil” a los cientos de distopías pobladas de clones malignos.
Por eso, es muy posible que, quien quiera ofrecer esa opción a las futuras madres tenga que utilizar la “varita mágica de la ética”. Esto comporta buscar algún caso parecido y que se vea sin problemas; cuando lo tengamos, con la varita pasaremos ese valor a lo que efectivamente queremos hacer.
Imaginemos que, mediante alguna técnica existente, como el “CRISPR Cas 9” conseguimos modificar genéticamente un embrión condenado a una terrible enfermedad (hoy no se puede utilizar en embriones humanos, aunque hay quien ya lo ha hecho recibiendo por ello severas críticas y una condena). Una vez nacidos un grupo de niños y niñas sanos y en apariencia felices, que no lo estarían si no fuera por la técnica usada; muchos de los que objetan desde la ética abandonarían las reservas.
¿Y si uno de los investigadores dijese que aprovecharon la edición genética para “mejorar un poco” el sistema inmunológico de los embriones? ¿Y si, a medida que avanza la técnica a los embriones con esa terrible enfermedad, se les edita el ADN de forma que, además de poder eliminarla y dotarles de mejores defensas, se les puede dar una propensión a una inteligencia algo superior; unos dientes que no desarrollarán caries; una buena visión incluso en la vejez, menor tendencia a la obesidad y a la depresión? ¿Debería permitirse o “sólo es éticamente correcto” arreglar la terrible enfermedad?
Si llegamos a ese momento, será demasiado tarde, la “varita mágica” ya habrá surtido sus efectos. Alguien dirá que por qué se debe limitar la edición a embriones con la enfermedad: “Yo quiero lo mejor para mi hijo y la técnica existe. Si no me dejan hacerlo aquí iré a donde me dejen”.
El día que todos tus vecinos (que se lo puedan permitir) editen los genes de sus futuros hijos pudiendo ofrecerles ventajas, el debate se trasladará a quién debe pagar la edición genética. ¿Es cosa de los padres o es una cuestión social? ¿No debería el gobierno pagar, por lo menos, una edición básica que suponga un ahorro a todos en forma de menos gasto médico?
¿Dónde estarán cuando llegue ese momento nuestras reservas éticas?
Quizás alguien diga entonces. “Muy bien, que el gobierno pague una parte, pero si alguien quiere obtener aspectos no socialmente relevantes, que se lo pague de su bolsillo. Por ejemplo: el color de los ojos”.
Vivimos en una sociedad en la que el hambre tiene más que ver con cuestiones políticas que agrícolas; en el que pocos fallecen por enfermedades infecciosas y en el que la mortalidad infantil es tan rara que la muerte de cualquier niño se ve como una verdadera tragedia.
En este contexto y viendo cómo han ido las cosas en el pasado me vuelvo a plantear la pregunta que da título a este artículo “¿Debería poder una madre elegir el color de los ojos de su hija?”. La respuesta que daría es: depende de… cuando me lo preguntes.