Todos los días, a las siete de la tarde, hiciera frío o calor, el señor Ramón bajaba a la plaza, se sentaba en su banco y daba de comer a las palomas.
Las cuatro acacias rodeadas de adelfas, los parterres y los seis bancos eran testigos desde hacía veinte años, desde que el señor Ramón había enviudado, del diario ritual que consistía en bajar a plaza, si hacía calor con un sombrero de paja, si frío con un grueso abrigo, si lluvia con un amplio paraguas, abrir un cucurucho con granos de cereales, semillas o una mezcla de los dos que por la mañana había comprado en el herbolario o la tienda de frutos secos y esperar a las palomas que se acercaban acostumbradas a su presencia. «La hora de la merienda, chicas» se decía siempre. Pepe, el camarero del bar donde Ramón se tomaba su caña antes de volver a su casa a cenar, le miraba con indiferencia. «Las palomas, esas ratas con alas», pensaba.
Aquel miércoles el señor Ramón no bajó a la plaza. Las palomas esperaron en vano y Pepe se inquietó. A la mañana siguiente una ambulancia se llevó al señor Ramón. Pepe y las palomas se sintieron algo más solos.
Lo que decían los médicos, las enfermeras y su hija desde el lejano país desde el que llamaba de vez en cuando sonaba razonable. Tras dos semanas en el hospital, la evidencia era que Ramón no podría volver a vivir solo, necesitaba rehabilitación para recuperar destrezas tras el ictus y había pérdidas que ya eran definitivas, como subir y bajar escaleras sin ayuda, preparase la comida o mantener su casa en condiciones.
Ramón se negó. Durante seis meses una mujer pasaba con él cuatro horas en casa, limpiaba, le hacía la comida y dejaba resuelta la cena, le ayudaba con el aseo. Ni pensar en bajar a la calle los tres pisos con la silla de ruedas sin ascensor y menos para la tontería de dar de comer a las palomas y tomar una caña en el bar. Ramón sentía la pérdida de intimidad y libertad, sentía que no era él.
Su hija, a demasiados kilómetros de distancia, lejos de él tras tantos años de ausencias y comunicaciones de compromiso, insistía en que debía dejarse de niñerías e ir a una residencia. Cada vez que hablaba con ella se hundía un pozo de mal humor, sobre todo porque sabía que ella tenía razón.
Un día tan oscuro de ánimo como el resto, Ramón recibió una visita. Se acercó dando golpes con la silla contra las paredes mientras maldecía a quien fuera que le molestara en su dar vueltas a la cabeza sin otro resultado que la tristeza y el agobio. Cuando abrió la puerta ayudado por el mango del bastón se encontró con la sonrisa de Pepe que le tendía un recipiente de aluminio lleno de croquetas de cocido, sus preferidas.
En veinte años solo habían sido camarero y cliente, en las tres horas que pasaron juntos aquella tarde, fueron amigos. Si ellos saberlo, entre ellos se había forjado una complicidad que fluyó de manera natural durante esa larga tarde de vino, croquetas y decisiones.
Tres días después, Pepe llegó a casa de Ramón con una enorme maleta. La llenaron con todo lo imprescindible y con todo lo prescindible que hace que la vida tenga sentido: unas fotos, unos libros, un cuadro...
—Señor Ramón, en marcha —exclamó Pepe. Con sus fuertes brazos levantó al anciano se su silla y poco a poco, sin prisa, tomado el tiempo necesario, consiguieron bajar los tres pisos. Pepe acomodó al señor Ramón en el asiento del copiloto, subió a por la silla y tomó el camino que había hecho durante más de una década cada vez que visitaba a su padre en la residencia.
Con eficacia, con tranquilidad, Ramón y Pepe fueron recibidos en la entrada en luminoso edificio. Los jardines que lo rodeaban estaban poblados de enormes acacias que cobijaban bancos de madera. Se oía el zureo de las palomas.
—He estado seis meses preso en mi propia casa —susurró el señor Ramón al entrar en su nueva habitación y se quedó mirando la ventana abierta por la que se colaba la luz y el sonido de las hojas de los árboles al frotarse con la brisa.
—¡Como un tonto! —exclamó Pepe— lo que yo le digo, ¡como un tonto! Aquí, comido y servido ——decía mientras colocaba con energía la ropa blanca en los cajones, colgaba camisas y pantalones y colocaba fotos y recuerdos en las estanterías—. Todos los días le veía a usted con la manía esa de las palomas. Mi padre tenía la de recortar las noticias de sucesos de los periódicos. Por las mañanas, durante diez años, siempre le traía la prensa del día. No sabe cómo hecho de menos esos ratos. Ahora vendré todas las mañanas con el cucurucho para que usted engorde esos pajarracos asquerosos. Quiero verle contento, una manera de vivir se acaba y otra empieza, ante lo que no tiene remedio, adaptarse y disfrutarlo. Y espero que haga amigos, que esto está lleno de gente. ¡Hasta mañana!
El camarero filósofo dio una palmada en el hombro al señor Ramón y le dejó en el regazo un recipiente con seis croquetas de cocido y un cucurucho con semillas y trozos de pan.
Pasaron dos horas, el señor Ramón contemplaba a través de la ventana el jardín. Parpadeó, su mirada volvió del vacío en el que se había concentrado demasiado tiempo y dirigió su silla hacia el ascensor.
En el jardín se situó debajo de una hermosa acacia, abrió el recipiente de croquetas y el cucurucho, esparció un poco del contenido en el suelo, cogió una croqueta y empezó a masticar. A los pocos minutos, tres palomas empezaron a picotear alrededor de sus pies. El señor Ramón sonrió, una nueva etapa de la vida empezaba, no sabía si mejor o peor, seguro que distinta, igual con oportunidades insospechadas... A su edad, quien se lo iba a decir, un amigo que hasta hacía dos días no sabía que tenía, le había salvado de su propia tristeza y dado una oportunidad.
Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos
Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama