Hacía solo cinco años, Esteban alardeaba de que, a sus 75 años, tenía una memoria de elefante. «Recuerdo todo. Pregúntame», era su frase favorita cuando en las reuniones en casa, en las excursiones que se organizaban con el club de jubilados o los reencuentro con antiguos compañeros de trabajo alguien se ponía a recordar un episodio de cuando eran jóvenes.
Fue Rosario, su mujer, la que primero se dio cuenta de que la memoria de Esteban había dejado de ser prodigiosa. Su experiencia como profesora no le sirvió. Fue la convivencia lo que disparó la alarma de que algo en su marido había cambiado de manera sutil y constante. Aunque podía contar cosas de hacía décadas, se olvidaba de detalles y acontecimientos que habían ocurrido hacía solo unas semanas o meses. También, en ocasiones, se despistaba en la calle o en las conversaciones, aunque enseguida volvía a ser el de siempre.
Cuando Rosario se lo comentó a su hijo, Juan, este se preocupó mucho. Con el pretexto de un chequeo, acompañó a su padre a la consulta de médico de cabecera y le hicieron una batería de pruebas. Si bien a Esteban le extrañó tanta pregunta y le preocupó el volante para el neurólogo.
Una nube gris se extendió por la casa de Rosario y Esteban. El diagnóstico decía que se detectaba un deterioro cognitivo compatible con el alzhéimer. El neurólogo quiso ser positivo. De momento, se trataba de una primera fase y era una suerte haberlo detectado tan pronto. Esteban podría hacer todas las terapias recomendadas para retrasar las consecuencias inevitables de la enfermedad. Su consejo fue empezar desde el día siguiente, en un centro de día especializado, con ejercicios dirigidos por especialistas.
¿Cómo se recibe una noticia así? ¿Cómo se reacciona y cuándo de acepta? Nadie prepara a nadie para un golpe tan terrible. Pasaron tres semanas desde el diagnóstico. Juan iba todos los días a ver a su padre, algo que no había hecho nunca desde que se independizó, hacía ya muchos años- No tenía sentido, no sabían de qué hablar. Rosario se escondía a llorar y había empezado a hacer cosas extrañas en ella, como preguntar varias veces lo mismo a Esteba, como si temiera que no le entendiera.
Y Esteban. Le daba miedo salir de casa. Le daba miedo enfrentarse a sus amigos. Y cuanto más días tardaba en salir de casa y reunirse con ellos, más miedo le daba porque estaba dando motivos para que le preguntaran por lo que no quería responder. Y sobre todo tenía miedo. Mucho miedo a la consciencia de perderse a sí mismo y perder a los demás. De perder a Rosario y a Juan.
Tras esos días de angustia, los tres volvieron a la consulta del neurólogo. Se trataba de algo rutinario, pero para ellos era un esfuerzo que pesaba de manera insoportable.
Salieron de la consulta cargados de volantes y tarjetas: psicólogos, terapeutas, asociaciones, centros especializados… La cabeza revuelta y el corazón encogido.
Rosario fue la primera en reaccionar. Cuando llegaron a casa, se secó las lágrimas y recuperó el sentido práctico que había hecho de ella una excelente profesora admirada por sus alumnos. Preparó la comida, fregaron juntos los cacharos y al acabar cogió se sentó en el sofá con el teléfono y las tarjetas y papeles.
—Vamos a hacer lo que hay que hacer. Si hay una posibilidad de que esto sea más lento, menos doloroso, la vamos a aprovechar. No vamos a perder más tiempo. Eres un hombre fuerte, Esteban, pero necesitamos ayuda. Hoy empiezan los años que nos quedan juntos. Serán distintos. Pero serán nuestros.
Juan y Esteban asintieron. Esa misma tarde, Rosario concertó reuniones y visitas. Cuando acabó, le pasó el teléfono a Esteban.
—Y ahora llamas a tus amigos. No tienes que avergonzarte de nada. Pídeles apoyo, pídeles ayuda cuando la necesites. Si son amigos de verdad, estarán a tu lado.
Cinco años después del diagnóstico, Esteban necesita que Rosario le acompañe al centro de día. Por el camino va pensando en los momentos que tiene en los que la cabeza se le enmaraña, en lo momentos que conserva en los que piensa con lógica y todo parece que es como antes de que apareciera la enfermedad. Recuerda al principio, cuando todavía podía ir solo. Recuerda el afecto de los amigos y compañeros, que al principio fueron todos y, con el tiempo, se quedaron los verdaderos. Tenía suerte con ellos. Recuerda a su hijo, su paciencia. Y mira a Rosario, su compañera de vida.
—No te preocupes. No voy a olvidarme de ti —le dice.
—Sí lo harás —responde ella.
—Eso parecerá. Y parecerá que ni siquiera de reconozco. Pero tú y yo sabemos que todo lo que hemos vivido ha sido valioso, y que aunque yo, o tú, nosotros lo olvidemos, que aunque olvidemos nuestros nombres y quienes somos, los años vividos, aunque que se borren en los recuerdos, son ciertos y verdaderos. Por eso, si llega el momento en que no me acuerde de que te quiero, tu sabrás que te quiero. Aunque no me acuerde y aunque no te lo diga.
Rosario apretó la mano de Esteban. Este se paró y sonrió a su mujer. Envejecida, cansada y hermosa.
—Y antes de que se me vaya la cabeza más, gracias. Por todo. Por todo desde el primer instante en que te vi.
—Cada día más viejo y más tonto —le riñó ella emocionada. Le dio una palmada en el trasero y con ella le empujó hacia la entrada de un edificio gris con una gran puerta acristalada.
Esteban entró en centro de día, un poco más doblado sobre sí mismo, un poco más cansado, pero con el espíritu de resistencia intacto. Rosario esperó en la puerta a que entrara y se giró para regresar a casa, serena.
Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos
Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama