En 1850 la expectativa de vida era de 47 años, pero eso no quería decir que no hubiese gente de 70, 80 o 90, sino, básicamente que uno de cada tres niños morían antes de alcanzar los 5, Superada esa infantil edad, su esperanza de vida subía hasta los 55. Un joven de 20 llegaba normalmente a los 60, una persona de 40 años a los 67, y otra de 60 podía perfectamente hasta los 72 años. Aunque siempre hubo unos pocos que superaban los 80, Catón el Viejo, por ejemplo, en época romana vivió 85 años, eso,hasta hace bien poco era algo verdaderamente excepcional. Como lo era el puñado de personas alcanzaban los cien años (hoy se calcula que hay medio millón).
O sea, que lo que ha hecho aumentar la expectativa de vida, más que el hecho de que “vivamos más” es que mueran menos niños y jóvenes. Eso es lo que ha supuesto el “salto estadístico” más alto, hasta hace pocos años.
En los últimos dos siglos la disponibilidad de agua corriente y alcantarillado, la casi desaparición de hambrunas y guerras en comparación con otros momentos históricos, los avances médicos (higiene, vacunas y antibióticos) así como la aparición de sistemas de pensiones, atención sanitaria y protección social han permitido que hoy los niños nazcan con más de ochenta años de expectativa de vida y una bastante razonable posibilidad de alcanzar los noventa, incluso de superar los cien.
El problema con que ha venido acompañado ese importante aumento queda claro en esa frase tan popular en gerontología: “hemos añadido años a la vida, ahora hay que añadir vida a los años”. Vivimos mucho más sin duda, pero para muchas personas los últimos años son de fragilidad, enfermedades crónicas, deterioro cognitivo y dependencia.
Y por eso existen residencias de mayores.
Se considera que, aproximadamente el 5% de personas de más de 65 años necesita una residencia para poder vivir con una adecuada calidad de vida. El 95% restante vivirían mejor en su casa recibiendo servicios como teleasistencia, ayuda a domicilio, centro de día u otros. He dicho “necesita” lo que no quiere decir que pueda tener acceso a ella. Para que esa necesidad se convierta en realidad hace falta que alguien page el precio y que podamos encontrar suficientes personas para trabajar.
Como ahora en España el 20% de la población tiene más de 65 años y dentro de unos 30 años esa cifra alcanzará el 35% la gran pregunta es: cómo vamos a conseguir disponer de las suficientes residencias y profesionales.
Una clave par encontrar respuesta a esa pregunta es saber si a partir de ahora, además de ir envejeciendo más vamos a conseguir hacerlo de una forma más saludable y exenta de dependencia. Las Naciones Unidas ha declarado que esta década va a ser la del envejecimiento saludable, algo que nos estaría recordando la OMS continuamente si no estuviese totalmente fijada en la pandemia. Si redujésemos la incidencia de afecciones como el cáncer, el alzheimer y otras demencias, el ictus, las roturas de huesos, o la degeneración macular, de forma importante la necesidad de plazas en residencias disminuiría también.
¿Cómo saber si esto va a ser una realidad? Inteligencia artificial (IA), por supuesto.
A finales de Enero de 2021 una revista científica ha publicado un artículo en el que proponen el uso de IA para analizar grandes cantidades de datos tomados de muchas personas durante largos períodos de tiempo. Los autores describen el marco básico para la aplicación del aprendizaje profundo(deep learning) a la investigación de la longevidad y las oportunidades para la medicina de la longevidad en la atención clínica y la industria farmacéutica.
La inteligencia artificial tiene un gran potencial para la medicina en general; sin embargo, la capacidad de rastrear y aprender los cambios diminutos que ocurren en el cuerpo humano cada segundo durante la vida del paciente y en un gran número de pacientes permite el desarrollo de un nuevo campo de la medicina: la medicina de la longevidad.
Imaginemos que todos los datos de todas las personas que llevan algún tipo de “reloj inteligente” pudiesen ser analizados de forma anónima por parte de un sistema de Inteligencia Artificial. Añadámosle el acceso a los expedientes sanitarios incluída la medicación que toma y a otras bases de datos (quizás secuenciaciones genéticas u otro tipo de análisis). El análisis que hiciese un sistema de AI con todos esos datos “en vivo” y a lo largo del tiempo, permitiría según los promotores del a “medicina de la longevidad” obtener una mejora importante en la calidad de vida y en la duración de esa misma misma vida.
Por supuesto que aparecen problemas de tipo ético. El sistema debería ser inteligente aunque parcialmente ciego ya que debería tratar los datos sin que pudiera seleccionar personas concretas más allá de hasta dónde éstas hubieran autorizado. Además, si se alimenta de los datos de mucha gente, los beneficios que generase deberían beneficiar a quienes los hubiesen cedido.
Alguien puede pensar que esta nueva medicina hará que se necesiten menos residencias. Y lo más seguro es que sea así desde el punto de vista porcentual. Pero, con un aumento tan grande de personas mayores, aunque el porcentaje de quienes necesiten residencia baje, esa disminución se verá compensada por el crecimiento total de personas mayores. Además, las propias residencias pueden convertirse en lugares donde se generen cantidades ingentes de datos útiles para la medicina de la longevidad.
En Estados Unidos el 1% de los más ricos viven 15 años más de media que los considerados pobres. Lo que no sabemos es si esos años se viven con tanta calidad de vida como la que tuvieron en sus
últimos 15 años de vida los más pobres. A ver si la inteligencia artificial nos ayuda a dar más años a la vida de todos (incluyendo a los pobres) y más vida a los años de todos, todos.