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Medicación en residencias. Mentiras y medias verdades

Por Josep de Martí
sábado 09 de febrero de 2019, 13:17h

Seguro que quien trabaja en una residencia de personas mayores se ha encontrado más de una vez con una situación en la que un hijo que ha venido a ver a su madre se está deshaciendo en excusas por haber espaciado tanto las visitas.

  • Sabes cómo voy con el trabajo, no tengo ni un momento. Además, los horarios de las visitas me dificultan el venir y he tenido el coche en el taller dos semanas.
  • Lo entiendo perfectamente. Si es que no paras. ¿Y Luisa? Hace mucho que no viene y me encantaría, aunque sólo fuera que me llamase.
  • Mamá, sabes que ella ya tiene su vida. ¡Si casi no la veo yo!
  • Claro, claro. Me hago cargo. Bueno, cuéntame…

Si sólo escuchásemos esta conversación encontraríamos que todo tiene sentido. Todos están diciendo la verdad y lo que vemos es lo que es. Yo apostaría a que no es así.

Si hablásemos un poco con la residente de forma distendida descubriríamos que no entiende que su hijo vaya tan poco a verle. Los horarios de la residencia son amplios y los encargados flexibles. Además, durante la conversación posterior ha ido sabiendo que el trabajo de su hijo no le ha impedido hacer muchas otras cosas y que, si ha hecho todo lo que le ha dicho, seguro que encontró algún coche con que moverse.

Su nieta Luisa es peor. ¡Cómo puede no venir nunca a verla después de lo que hizo por ella en el pasado! No se hace cargo en absoluto de la situación, se siente mal y culpa íntimamente a su hijo por no tratarla bien y no haber educado a su hija para querer más a su abuela. Pero no dirá nada y mentirá porque teme que si dice la verdad las visitas se espacien aún más o, sencillamente, cesen.

Si hablásemos con el hijo quizás nos dirá que se le hace cuesta arriba ir a ver a su madre porque no sabe qué decirle. “Antes tampoco hablábamos tanto. Ahora acabamos diciéndonos lo mismo cada vez”. Sabe que su hija no quiere ir a verla porque se siente juzgada y siempre le dice lo que tendría que hacer con su vida. Él se siente culpable si no va a ver a su madre, algo que no le pasa a su hija, así que miente inventando excusas que sabe que su madre no creerá. Aún así ambos saben que mientras sigan mintiendo y simulando creer la mentira del otro las cosas pueden seguir razonablemente bien.

No hace falta ser psicólogo para ver que situaciones como la descrita pasan no sólo en residencias de tercera edad sino que las vemos a menudo en nuestras relaciones personales y también, de forma algo diferente, en otro tipo de relaciones. Son esas relaciones tóxicas ante las que sus protagonistas han desarrollado resistencia.

Imaginemos a un observador externo que se acerca al mundo de las residencias de mayores y quiere saber cómo se prestan los servicios sanitarios y se suministran medicamentos a los residentes. Esta es la relación aparente que encontraría:

Las residencias son establecimientos sociales en los que algunas personas obtienen unos servicios sustitutivos del hogar y de apoyo en las actividades de la vida diaria. Como no son establecimientos sanitarios, la relación que tienen los residentes con la sanidad pública es equiparable a la que tienen otras personas mayores que viven en su casa, o sea, tienen asignado un médico de cabecera, reciben atención sanitaria en ambulatorios y hospitales públicos y, cuando se les extiende una receta, van a la farmacia y obtienen a cambio el medicamento correspondiente.

Si sólo te quedas en la superficie, como cuando escuchábamos la conversación, todo tiene sentido, pero cuando profundizas un poco ves que, casi todas las residencias tienen contratados médicos que pagan de lo que cobran de los residentes. Aunque la realidad adopta muchas formas diferentes, normalmente el médico de la residencia tiene un acuerdo informal con el de cabecera que permite que lo que uno (el de la residencia) prescribe, el otro (el de la sanidad pública) receta. Esta forma de trabajo alivia a los médicos de cabecera ya que dejan de tener que visitar y atender a un grupo importante de usuarios que, además, suelen ser de los que, cuando viven en sus casas, hacen uso intensivo de la sanidad pública. La pega es que existe un desfase entre “prescripción” y “receta” que también se salva con una solución informal pero tan efectiva como la contratación de médicos por parte de las residencias: “el avanzamiento de recetas”. Las residencias llevan a las farmacias las prescripciones realizadas por su médico; el farmacéutico “avanza” los medicamentos y, una vez que el médico de cabecera ha convertido la prescripción en receta, ésta se lleva a la farmacia que “chequea” y compensa.

Una solución perfectamente práctica y totalmente ilegal que lleva funcionando desde hace bastantes años y que ha permitido que miles de residentes mayores estén tomando actualmente su medicación.

Sí, he dicho ilegal. La ley prohíbe que un farmacéutico pueda “avanzar” medicamentos a cuenta de una receta todavía no emitida. Tiene toda lógica en circunstancias normales pero lo que sucede en las residencias no es del todo normal.

A pesar de que la Ley no define a las residencias como establecimientos sanitarios, la verdad es que la mayoría de los residentes son personas mayores que sufren más de una enfermedad, probablemente crónica, que toman varios medicamentos y que muestran fragilidad. Es precisamente esta necesidad de apoyos y de atención sanitaria, lo que hace que tengan que ingresar en una residencia geriátrica.

La realidad en España es bastante compleja, ya que en algunas comunidades autónomas se ha avanzado hacia que las recetas emitidas a residentes deban ser llevadas a farmacias hospitalarias; en otras se han creado equipos que supervisan la prescripción e, incluso, en lugares como la Comunidad Valenciana y Andalucía, los tribunales han entendido que cada comunidad no puede crear un sistema que sea totalmente diferente de las demás debiendo existir una base común que debería establecer el Estado.

Y en medio de este follón, una normativa europea que persigue erradicar los medicamentos falsificados y que acaba de entrar en vigor, puede hacer saltar por los aires ese sistema ilegal pero funcional.

En Cataluña, según ha denunciado una asociación de oficinas de farmacia, se han abierto expedientes sancionadores a algunas que sirven a residencias acusándolas de ser distribuidoras de medicamentos y de avanzarlos sin receta. Parece que no han querido creerse la mentira de que es cada uno de los residentes el que adquiere los medicamentos actuando la residencia como mero mandatario. No hemos oído que vayan a sancionar a médicos de la sanidad pública por “convertir en recetas prescripciones ajenas”, pero podría ser una derivada.

Si no hay farmacias dispuestas a avanzar medicamentos habrá que cambiar todo y es posible que en el proceso muchas personas sufran.

Quizás en vez de ir por la vía sancionadora, si se quiere actuar de forma coherente se debería considerar de alguna forma a las residencias como lo que son de verdad y la sanidad pública debería participar en la financiación del personal sanitario (principalmente, médicos, enfermería y fisioterapia) que trabaja en esos centros. También el Estado debería mojarse, como le piden los tribunales, y establecer un sistema que sea más o menos común para el conjunto de España y permita que los residentes tengan sus medicamentos a tiempo sin tener que incumplir ley alguna.

O sea, deberíamos empezar a decir toda la verdad y no sólo centrarnos en una parte.

El hijo que visita a su madre podría decirle que viene poco porque le aburren mucho las visitas, que sólo viene porque si no lo hace se siente culpable pero que una vez allí no sabe qué decirle. Ella le podría contestar que ya lo sabía, que se enfada cuando tarda en venir, pero el enfado se le pasa cuando le ve; que no hace falta que le diga mentiras, puede incluso no decir nada, sólo tiene que estar con ella un rato. Los dos darían por un caso perdido a Luisa y quizás, en esa nueva relación de sinceridad y confianza, surgiría algo nuevo, incluso más bonito.

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