Hace poco he participado en una jornada organizada por el Consorcio de Salud y Social de Cataluña (CSC) con el sugestivo título “La ACP y los equipos emocionalmente inteligentes”. Me tocaba intervenir en una mesa con un título, si cabe, aún más interesante: “Diálogos en torno al nuevo paradigma de la atención social”, compartiendo el tiempo con Henar Pérez, psicóloga del Centro Sociosanitario Federica Montseny, y Esther Celda, jefa de de Psicogeriatría del Centro Sociosanitario Bernat Jaume.
Siempre agradezco mucho que me inviten a actos, y cuando aceptar la invitación me obliga a pensar un buen rato, lo agradezco doblemente.
Pensando sobre lo que diría en mi turno, me llamó la atención ver cómo en los últimos tiempos se está produciendo un cambio en las preocupaciones de las organizaciones que, después de “centrarse en la persona” durante los últimos años, descubren que tan persona es quien recibe el cuidado como quien lo presta.
El sector geroasistencial ha evolucionado mucho en los últimos treinta años: hemos pasado de un modelo de “Atención profesional informal” (hasta mediados de los 90 del siglo pasado) en el que, cada una de las escasas residencias prestaban un servicio diferente sin casi registro documental y con muy pocos profesionales titulados en plantilla; hasta otro que yo denomino “Paradigma del plan de intervención”, basado en un equipo multidisciplinar extenso, funcionamiento con amplio control documental (protocolos, registros y programas) y un documento esencial, el PIAI (Plan Individual de Atención Interdisciplinar o Plan Interdisciplinar de Atención Individualizada, según quien se refiera a él) que hace un retrato/mosaico del residente en el que cada profesional elabora una parte y en el que lo central son los déficits que presenta la persona junto con una serie de acciones para afrontarlos y cubrirlos.
Tardamos unos cuantos años en perfeccionar ese Plan de Intervención. Las normativas exigieron ratios de personal (distinguiendo titulaciones, atención directa e indirecta), documentación, control de calidad, encuestas de satisfacción. Las inspecciones se adaptaron perfectamente al sistema y adecuaron sus actuaciones a esos criterios; y de repente, alguien empezó a decir algo interesante:
El sistema que teníamos, aunque fuese bien valorado por los profesionales, los familiares y los propios residentes, no era lo suficientemente bueno, ya que se centraba demasiado en los procesos, en la seguridad y en la documentación, y poco en lo más importante: “la persona” (considerando como tal al usuario/residente).
Quienes yo llamo cariñosamente “profetas” empezaron a decir que el sistema vigente tendía a crear entornos institucionales no lo suficientemente humanos; la forma de trabajar tendía a crear horarios y formas de vida ajustados a las necesidades de la organización pero no tanto a los gustos y preferencias de los usuarios; todo el sistema se basaba en cubrir unas “necesidades” definidas por los profesionales y en dar una “seguridad” que satisfacía a los familiares y disminuía la posibilidad de recibir quejas y denuncias.
Existía otra forma de ver las cosas en la que la persona estaba en el centro, en la que se primaban las opciones personales frente a lo que otros consideraban como necesidades (incluso quienes ya no tenían capacidad de expresarse podían ser observados de una forma estructurada que permitiese conocer sus preferencias y factores que fomentasen su bienestar); en la que los entornos, horarios y actividades tenían una dimensión mucho más humana; en la que la forma de recibir atención se podía basar mucho más en una persona de referencia cercana con la que estableces una relación de cuidado y confianza que en la intervención de extensos equipos. Existía una filosofía hacia la que podíamos tender que se llamaba “Atención Centrada en la Persona”.
Mientras unas predicaban la filosofía, otras decidieron plantear cuestiones concretas, como la reducción y eliminación del uso de contenciones. Nos dijeron que éstas suponían una plasmación de una forma de trabajar en la que anteponíamos la seguridad a la libertad y calidad de vida y que encima, al usarlas no conseguíamos lo que pretendíamos.
Ahora nos encontramos en una situación peculiar, ya que las normativas y formas de control administrativo siguen ancladas en el paradigma del plan de intervención mientras cada vez más organizaciones se encaminan hacia la ACP. Y mientras eso pasa, el reloj demográfico ha avanzado hasta un punto en el que la proporción de mayores crece cada año, lo que supone que cada vez hay más personas susceptibles de recibir cuidados y menos en edad de darlos.
Las organizaciones (residencias, centros de día, servicios de ayuda a domicilio..), ven que, mientras se esfuerzan por reinventarse y convertirse en organizaciones orientadas al usuario, cada vez les resulta más difícil encontrar a personas preparadas para trabajar en su seno. No son ya las enfermeras las que escasean sino muchos otros perfiles.
Parece que a las personas en edad de trabajar no les atrae demasiado hacerlo en un sector escasamente pagado y en el que atiendes a personas que, por muy bien que lo hagas, cada día estarán un poco peor y en muchos casos acabarán muriendo cerca de ti.
En un modelo más “de plan de intervención”, crear y mantener “distancia profesional” puede ser una opción. En uno basado en la ACP se generan vínculos más robustos, con lo que afrontar la situación también puede ser más doloroso.
Y aquí estamos. En un momento muy interesante en el que hablamos de “equipos emocionalmente inteligentes”, en el que una parte importante del foco está puesto en cómo reclutar y mantener motivados a profesionales para que trabajen en un campo de actividad como el de la atención a la dependencia.
La jornada me pareció muy interesante y creo que durante los próximos meses y años vamos a continuar escuchando hablar mucho del tema. Al fin y al cabo, cuando el 35% de la población tenga más de 65 años vamos a tener que ser muy creativos y persuasivos si queremos convencer a una parte de la población joven para que se dedique a cuidarnos a nosotros: los viejos de entonces.