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Abanicos, ventiladores y una duda que no se va con el calor

Por Josep de Martí
Residencia de personas mayores.
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Residencia de personas mayores. (Foto: Gemini)

En la residencia Las Marismas, de la que, por cierto, eres directora, el verano no empieza cuando lo dice el calendario, sino cuando se encienden los primeros ventiladores. Un zumbido que se cuela entre el murmullo de la televisión, las sillas del comedor y los pasos tranquilos por el pasillo. En las salas ese sonido se mezcla con los golpecitos acompasados de las varillas de los abanicos al chocar contra el pecho de las residentes que recurren a ellos vara lanzarse aire hacia la cara.

Cada año, con la subida de temperaturas, vuelve también el debate: ¿cómo garantizar el confort térmico sin pasarse por exceso… ni por defecto?

Recuerdas perfectamente tus primeros meses en la casa. Aterrizaste como nueva directora, aunque todavía compartías despacho con Carmen Requena, la anterior responsable del centro. Carmen era una mujer de esas que imponen sin levantar la voz. Llevaba décadas trabajando en residencias y conocía todos los trucos para que el engranaje funcionara. Con una mezcla de autoridad natural y experiencia curtida.

A ti te parecía un poco demasiado “de antes”, pero escuchabas lo que te decía y, un día cuando salió el tema del calor te miró y soltó, como quien da un consejo maternal: “El aire acondicionado reseca. Reseca y enferma. Lo mejor es abrir ventanas y dejar que corra el aire. Y si hace falta, un ventilador de techo. Pero ya verás como la mayoría no lo quiere: los mayores siempre tienen frío.”

Aquello te quedó grabado. Y aunque en Las Marismas ya había aire en los salones y en la planta superior, la que está justo bajo el tejado, donde hace más calor, adoptaste durante un tiempo esa prudencia casi ideológica hacia los sistemas de climatización. Si funcionaba, ¿para qué cambiar?

Pero con los años empezaste a notar que algo se movía. El clima, para empezar. Veranos más largos, olas de calor más frecuentes, noches tropicales encadenadas. También las expectativas de las familias, y de los propios residentes, muchos de los cuales habían vivido años con aire acondicionado en casa y no entendían por qué ahora debían conformarse con un ventilador o una ventana abierta. Encima de todo, los mismos aires acondicionados no eran como los que hubiese recordado la anterior directora, en tu casa habías recibido publicidad de uno con Inteligencia Artificial. Las preguntas se acumulaban: “¿No podríamos tener aire también en las habitaciones?”, “¿Y si mi madre no duerme bien por el calor?”

Hace tres veranos, accedisteis a una propuesta de varios familiares: permitir la instalación de aires acondicionados portátiles, de esos que solo requieren una pequeña modificación en la ventana y un enchufe. Al principio funcionó. Pero no tardasteis en descubrir los límites: los aparatos hacían un ruido considerable, elevaban el consumo eléctrico, uno requería vaciar un depósito de agua cada pocas horas, y otro se apagaba solo si se colmaba el circuito. Aquello se convirtió en una solución de compromiso que nadie acababa de ver como definitiva.

El invierno pasado, con tiempo para planificar y presupuesto ajustado, decidisteis dar un paso intermedio. Pusisteis aires con más potencia en las zonas comunes e instalasteis aires acondicionados en los pasillos de todas las plantas residenciales. Ahora, durante el día, las puertas de los dormitorios se dejan abiertas, y los aparatos se mantienen en funcionamiento para manener una temperatura agradable en la zona. Por la noche, cada residente decide: puerta abierta o cerrada. La mayoría no ha dicho nada. Algunos lo han agradecido. Unos pocos han pedido una manta extra. Como suele pasar, el silencio general ha sido tu termómetro más fiable.

También habéis optado por permitir, con ciertas condiciones, que los residentes traigan su propio aire portátil, a cambio de abonar una pequeña cantidad mensual por el exceso de consumo. La medida fue razonablemente bien recibida, aunque hay quien prefiere no complicarse.

Y así ha seguido todo, en un equilibrio delicado entre preferencias, costes, consumo energético y la eterna variabilidad del “tengo calor” versus “tengo frío”, cuando ha aparecido una nueva pieza en el puzle: el nieto de don Ernesto.

Un joven educado, de verbo fluido, estudiante de ingeniería (o eso entendiste), que te ha venido a ver con actitud cordial pero decidida. “Estuve el otro día con mi abuelo, y la verdad, hacía calor. He estado leyendo, y creo que no lo estáis haciendo bien. Las residencias deberían tener un sistema que garantice una temperatura máxima y mínima. En todas las dependencias y durante todas las horas del día. No solo por el bienestar de los residentes, también por el derecho de los trabajadores a un entorno adecuado.”

No lo ha dicho en plan “queja agresiva”, pero sus palabras se te han quedado rondando la cabeza. Porque hasta ese momento, ninguna trabajadora, ni el comité, ni las representantes del personal te habían planteado quejas sobre la temperatura. Más bien, habían valorado la instalación de los nuevos equipos. Y tú sabes bien que, cuando algo molesta de verdad, alguien lo acaba diciendo.

Has consultado algunas referencias: normativas laborales, recomendaciones técnicas, criterios de confort térmico. Como es verano, tienes que esperar a Septiembre para hablar con vuestro asesor legal, no quieres molestar con esto a un sustituto que os ha dejado, pero que sabes te dará largas. No has encontrado ninguna infracción clara, y las condiciones mínimas te parecen sobradamente cubiertas. Pero sigues sin poder quitarte la sensación de que quizá hay algo en lo que te ha dicho el familiar. No sabes si llamarle y pedirle las referencias normativas de lo que te ha dicho, temes hacer la cosa más grande.

Te planteas si ha llegado el momento de abordar el tema desde cero, encargar un estudio completo, plantear una reforma estructural que permita un sistema más uniforme, programable, eficiente. Pero si tienes que plantear esto a los propietarios, más vale que lo hagas de forma sólida y sin fisuras. O si todavía no es el momento. Quizás es mejor que con la llegada del otoño el suflé baje solo y nadie diga nada más. Tu estás bastante contenta con la solución que tenéis ahora. Sabes en el fondo, no todo el mundo quiere lo mismo y ahora todos están razonablemente contentos, salvo el nieto de Don Ernesto.

¿Qué harías tú?

Autor del texto Josep de Martí Vallés. Jurista y Gerontólogo. Fundador de Inforesidencias.

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