La realidad tiene la costumbre de desenvolverse al margen de cualquier efeméride. Como la vida, que es parte de esa realidad. Una persona mayor lo es todos y cada uno de los días del año y, a lo largo de ellos, no dejan de estar presentes sus alegrías y tristezas, sus necesidades y problemas, cuanto conforma ese período vital que comparte, en sus líneas básicas, con sus compañeros de generación. Así que podría no tener sentido reducirlo todo a un día, el 1 de octubre, o a una semana, la que pivota en torno a él. Y, desde luego, no lo tiene convertirlo en una “celebración”, es decir, en un puñado de charlas y fiestas -sobre todo fiestas- que miren de reojo a tal o cual escenario electoral. No, al menos, si lo que se busca es mejorar su situación.
Pero no hay que ser cenizos ni agoreros, porque el Día Internacional de las Personas Mayores ofrece también la oportunidad de reflexionar y evaluar. Quiénes son; cómo viven; qué necesitan; cómo deben actuar la sociedad y sus poderes públicos en función de ello. Por eso comparto esta reflexión, que es una invitación a proponer y debatir. Y lo hago desde mi condición de, ya, ex responsable autonómico de las Personas Mayores en Andalucía por las razones que expongo a continuación.
Para la legislatura andaluza que ahora comienza, tenía planteados cuatro objetivos estratégicos generales que debían complementar el trabajo cotidiano, mucho, que irremediablemente se hace, así como la ejecución de los trabajos en curso relacionados con los Fondos Next Generation. Esos objetivos eran aprobar una nueva ley de las personas mayores, acometer una reforma profunda de los servicios residenciales de la Junta, promover una convención internacional de los derechos de las personas mayores y lanzar un instituto de investigación básica del envejecimiento. Todos ellos tenían como finalidad común salvaguardar la dignidad de los mayores y respondían, de un modo u otro, a las preguntas planteadas anteriormente. Creo, sinceramente, que es sencillo omitir las peculiaridades de cada territorio y tratarlas como propuestas de actuación general.
En Andalucía, la ley de las personas mayores data de 1999. En otras comunidades, como la catalana o la madrileña, ni siquiera cuentan con una norma específica. En cualquier caso, la necesidad de la derogación o profunda reforma de la norma andaluza o de otras de similar antigüedad no viene dada por el simple gusto de cambiar lo que ya existe con fines propagandísticos. Por el contrario, tiene que ver con ese quiénes son las personas mayores. Cualquier norma de calado necesita de varios años de trabajo antes de su promulgación y supone recopilación de datos, reuniones infinitas, períodos de audiencia…
Eso significa que los datos que sustentaron la elaboración de la norma andaluza, por ejemplo, reflejan la situación de mediados de la década de los 90. Es decir, se refieren a la generación de mis abuelos -tengo 53 años- antes que a la de mis padres, que es la de la cohorte de la Transición. Hay normas pensadas para durar, como el Código Civil, y otras que deben adaptarse a la realidad social de cada momento, como es la legislación de mayores. Porque los modos de vida e intereses de los mayores de hoy -y de los que estamos a punto de serlo- ya no son los de aquella cohorte. Como tampoco lo es, seguramente, la auto percepción del envejecimiento. No son mejores o peores; son diferentes y deben informar la normativa sectorial si la queremos eficaz.
La reforma del sistema residencial de la Junta ya comenzó en la legislatura anterior mediante las numerosas inversiones de fondos propios y europeos, que, espero, continuarán en la vigente. Pero una residencia es mucho más que un edificio, como se viene debatiendo últimamente. De hecho, es un servicio esencial para los que allí viven. Así que lo primero que se debe hacer es reconocer que allí, en efecto, viven personas. No están hospitalizadas, ni mucho menos aparcadas. No han perdido ni un ápice de su dignidad personal aunque precisen -que no todos- ayuda. Y, por supuesto, son el centro de la actividad residencial, o deberían serlo.
Esto último, por cierto, lo han olvidado algunos supuestos defensores de lo público que reclaman incansablemente más trabajadores en estas residencias a pesar de que prácticamente toda la estructura de coste (ratios, coste plaza o absentismo, por ejemplo) casi triplica la del sector sin que la calidad sea tres veces superior. No me cuesta imaginar que haya problemas similares en otros territorios y ni siquiera necesito imaginar la necesidad de introducir mejoras en el sector residencial. Mejoras que deberán equilibrar lo cualitativo con lo cuantitativo. Porque sin dinero solo tenemos propaganda o buenismo, como el patrocinado en junio por el Ministerio. Pero sin evaluación de procesos y enfoques cualitativos solo tiraremos recursos.
Por otra parte, la necesidad de una Convención Internacional de los Derechos de las Personas Mayores es algo sobre lo que se viene trabajando hace tiempo, pero que parece importar a muy pocos. Es más, se diría que ni siquiera importa a los organismos que podrían o deberían impulsarla si uno revisa las webs de la ONU o la UE al efecto. Pero el Derecho y sus derechos tienen una importancia fundamental para las personas, mayores o no. Un impacto directo en sus vidas.
Pensemos en el derecho al trabajo, por ejemplo, de un desempleado de más de cincuenta y cinco años que verá menguar su pensión y en peligro radical su autoestima y dignidad. O en la pobreza energética de quien tiene una pensión de menos de 900 € y padece con más intensidad el frío o el calor de lo que pueda hacerlo una persona más joven. Son ejemplos y podrían citarse más. Las personas mayores no tienen derechos por el hecho de serlo, es cierto, pero sí requieren una mirada jurídica diferenciada para que sus derechos no se escurran entre los dedos por simple desatención o desconocimiento. Por eso es necesaria esa Convención, esa visualización jurídica, cualquiera que sea la autoridad que la impulse.
Por último, no debemos olvidar que la esperanza de vida se ha incrementado espectacularmente desde el principio del siglo XX a pesar de conflictos y pandemias. Pero no lo ha hecho en la misma medida la de vivir en buena salud. Hoy, en España, vivimos de media 83 años. Pero, según el INE, en 2019 podíamos esperar vivir con buena salud 12 años a partir de los 65. La conclusión es evidente: de media, padeceremos 6 años antes de fallecer. Será un padecimiento más o menos intenso y más o menos general, pero comprometerá nuestra autonomía -de nuevo, nuestra dignidad si no la tenemos muy presente- y requerirá muchísimos recursos personales y materiales, públicos y privados para hacer frente al mismo.
El envejecimiento es inevitable y natural, pero conocerlo científicamente en profundidad puede contribuir a reducir el sufrimiento personal y la tensión económica que suponen esos 6 años. En la actualidad hay pseudo filántropos o simples narcisistas que están invirtiendo sumas astronómicas en una delirante inmortalidad. Algo nos caerá de ello a los mortales. No obstante, creo que se deberían concertar fondos y esfuerzos públicos para promover una investigación básica del envejecimiento que no estuviese sujeta ni al finalismo del donante ni al ciclo político del responsable de turno.
Estos cuatro objetivos no agotan los muchos problemas que acechan a los mayores. Lo sé bien. Como también sé que podré escribir lo mismo dentro de un año. Mi esperanza, sin embargo, es que todas esas energías que se emplean en el grito y en la auto justificación comiencen a utilizarse en el estudio, el diseño y la ejecución de políticas realistas y reales, que no son lo mismo. Así, quién sabe, tal vez no pueda escribirlo de nuevo dentro de cinco años.
Pedro Miguel Mancha Romero, ex director general de Personas Mayores de la Junta de Andalucía