El otro día tenía que prepararme algo para la primera parte del programa ‘Sabias Palabras’, en el que cada semana desde Inforesidencias entrevistamos a personas mayores que viven en residencias. Se me ocurrió rememorar la vida de alguien que haya destacado por su longevidad y me vino a la cabeza el hombre español más longevo del que se tiene datos veraces. Empecé tomando notas y acabé dándole forma de pequeño relato.
hora que se acerca el verano, me gustaría Compartirlo con vosotros, me aparta un poco de los temas gerontológicos más serios y espero vuestra indulgencia por ello.
Imaginemos por un momento la escena: un pequeño pueblo de Menorca a finales del siglo XIX. Es Migjorn Gran, 15 de diciembre de 1889, mediodía. Las campanas de la iglesia marcan las doce mientras nace un niño que, sin saberlo, cruzará con su vida tres siglos distintos. Ese niño es Joan Riudavets Moll, quien llegaría a ser conocido como el hombre más longevo de España y, por un tiempo, del mundo.
Joan Riudavets vino al mundo en una época sin automóviles ni luz eléctrica en su casa o su pueblo. Hijo de reparador y elaborador de calzado, aprendió desde muy temprano los valores de la sencillez y el trabajo artesanal. Lamentablemente, su madre, Catalina Moll, falleció a los pocos días de su nacimiento, con solo 25 años. Aquel bebé que perdía a su madre en su primera semana de vida acabaría viviendo 114 años, toda una vida colmada de experiencias. Su padre, zapato a zapato, sacó adelante a Joan y a sus hermanos inculcándoles el oficio de zapatero y el amor por su tierra menorquina.
Desde niño, Joan combinó trabajo y estudios: con apenas 8 años ya ayudaba en el taller familiar, y por las noches asistía a la escuela nocturna para aprender a leer y escribir. “Siempre he sido zapatero”, diría con orgullo años después. Le tocó vivir los últimos años en que Menorca exportaba calzado artesanal a una Cuba española, y él mismo contribuyó a aquel oficio tradicional que luego adaptaría a los nuevos tiempos. Con una caligrafía pulcra y clásica, aprendida en esas clases nocturnas, Joan demostraba que la constancia rinde frutos: de día trabajaba cosiendo fina piel y de noche mejoraba su educación. Aquella infancia de labor temprana y disciplina marcaría su carácter humilde, trabajador y metódico.
Los años pasaron y Joan se convirtió en testigo privilegiado de la historia. Vivió acontecimientos que la mayoría solo leemos en libros: nació bajo la monarquía de Alfonso XIII en una España aún colonial, vio cómo el siglo XX amanecía, cómo su país perdió las últimas colonias en 1898 cuando él era niño, y cómo avanzaba el mundo con inventos asombrosos. De joven, presenció la llegada de la electricidad a la isla, el primer teléfono, los primeros automóviles traqueteando por las calles de tierra. Cuando los hermanos Wright lograron volar en 1903, Joan era apenas un adolescente; cuando el hombre pisó la Luna en 1969, él ya era abuelo. Fue testigo de tres siglos: XIX, XX y asomó al XXI. Vivió la neutralidad española en la Primera Guerra Mundial y, ya maduro, la agitación de los años 30.
En 1910 fue declarado exento del servicio militar, y para 1936, con 46 años, era demasiado mayor para ir a la Guerra Civil. Aun así, sufrió como todos los españoles los estragos de aquella contienda fratricida desde su querido rincón de Menorca. Vio pasar una dictadura de casi cuatro décadas y el nacimiento de la democracia en 1978. Fue testigo de cambios sociales profundísimos: vio a las mujeres conquistar el derecho al voto (hito que le emocionaba recordar), observó cómo la radio y luego la televisión entraban a los hogares, y cómo finalmente internet y los teléfonos móviles conectaban el mundo de formas inimaginables. De hecho, Joan se asombraba al ver a sus nietos usar esos “aparatos sin hilos” que caben en el bolsillo para hablar con cualquiera en cualquier lugar.
A la par que el mundo cambiaba, Joan construía su propia vida. Se casó y formó una familia: tuvo tres hijas: Catalina, Joana y Francisca (a quien todos llamaban Paca) a las que crió con los mismos valores de respeto y bondad que él practicaba. Trabajó toda su vida en el oficio familiar, confeccionando zapatos y zapatillas. Nunca dejó de trabajar por voluntad propia; cuando en la década de 1950 le “jubilaron” con unos 65 años, Joan sentía que aún podía aportar. “Me obligaron a dejar de hacer zapatos. Me privaron de trabajar”, llegó a lamentar sobre su retiro forzoso. Amante de la música, también tocaba instrumentos como aficionado y disfrutaba cantando antiguas tonadas menorquinas en reuniones familiares. En su tiempo libre cultivaba un pequeño huerto y, cómo no, paseaba en bicicleta por los caminos rurales.
Además de artesano, Joan fue un ciudadano comprometido con su comunidad. Descrito por quienes le conocieron como un hombre sencillo, afable y tolerante, abrazó ideales republicanos en su juventud: “Siempre he sido republicano, pero sin malicia; lo importante es hacer el bien, trabajar correctamente y tener la conciencia tranquila”, solía explicar. Participó en la vida pública de Es Migjorn Gran: fue concejal y alcalde pedáneo (una especie de alcalde local) en dos períodos de su juventud, cuando su pueblo aún dependía administrativamente del municipio vecino de Es Mercadal. Él se sentía migjorner hasta la médula – “yo era de Es Migjorn, aunque dependiéramos de Es Mercadal”, recordaba – y contribuyó a la identidad de su localidad hasta que finalmente Es Migjorn Gran logró su independencia municipal años más tarde.
Joan, siempre interesado en la política y la cultura, jamás faltó a una cita electoral: votó en todas las elecciones que pudo a lo largo de su vida. De hecho, en mayo de 2003, con 113 años, insistió en ir a votar en las elecciones municipales y autonómicas. Cuando en el colegio electoral no encontraban inicialmente su nombre en el censo –quizá porque nadie esperaba que un hombre de tal edad acudiera– Joan se empeñó en resolver el malentendido. Llegó andando, rechazando ir en silla de ruedas, y depositó orgulloso su papeleta para su sobrino-nieto Pere Riudavets, quien por entonces se presentaba como candidato (y posteriormente sería alcalde de Es Migjorn). A Joan le brillaban los ojos al hablar de esos logros democráticos: evocaba con emoción la primera vez que las mujeres pudieron votar en España, un derecho que él vio hacerse realidad en 1933. Era un hombre de principios, amante de la paz y la convivencia. En plena ancianidad aún decía: “Siempre vendrán tiempos mejores; todos los cambios son para progresar”, reflejando su optimismo incorregible tras haber visto de todo.
Y llegó el momento en que Joan se adentró en lo que muy pocos han explorado: las auténticas profundidades de la vejez. Cumplir 100 años es algo excepcional, y Joan lo logró el 15 de diciembre de 1989. Para entonces ya era viudo (había perdido a su esposa años atrás) y abuelo de varios nietos. Su centésimo cumpleaños fue celebrado por toda su familia y vecinos de Es Migjorn Gran con gran cariño. A partir de ese día, cada nuevo cumpleaños de Joan se volvió un acontecimiento en la isla. El 15 de diciembre de cada año se convirtió en una fecha señalada en el pueblo: todos querían felicitar al “avi Joan” (abuelo Joan, como muchos le llamaban de forma afectuosa). Y Joan, con su bonhomía y humildad, recibía a cada visitante con una sonrisa tranquila. “Lo importante no es cumplir años, sino estar en paz”, reflexionaba cerca de sus 114, restando importancia a su hazaña de longevidad.
Para su familia y vecinos, Joan se transformó en un símbolo viviente de vitalidad y sabiduría. Sus dos hermanos menores, Pere y Josep, seguían sus pasos: Pere alcanzó los 105 años y Josep pasó de los 102. ¡Tres hermanos centenarios en una misma familia! Este caso singular de longevidad familiar despertó incluso el interés de científicos: genetistas de la Universidad de Barcelona viajaron a Menorca para estudiar a los hermanos Riudavets, intentando descubrir qué secretos biológicos podía esconder aquella saga extraordinaria. Pero si a Joan le preguntaban por el secreto de una vida tan larga, él sonreía con picardía y ofrecía una receta simple: “No fatigar la memoria, vivir tranquilo y hacer felices a los demás”. Esa era su filosofía: no agobiarse con preocupaciones inútiles, llevar una vida serena y procurar el bien de quienes le rodean.
Con más de cien años encima, Joan mantenía una rutina pausada pero llena de pequeñas actividades. Solía levantarse tarde, ¡a veces pasada la mañana! – “duermo unas 15 horas diarias”, contaba jovialmente – y antes de salir de la cama tomaba un buen tazón de leche caliente. Leía el periódico diariamente para mantenerse informado; sus ojos habían visto tanto y aún querían saber del mundo moderno. Si el tiempo acompañaba, se atrevía a dar un paseo corto por los alrededores de su casa, apoyándose en su bastón y saludando a quienes encontraba. Ya a avanzada edad redujo sus salidas, pero hasta los 102 años cuidó de su pequeño huerto y podaba árboles con sus propias manos.
Incluso siguió montando en bicicleta mucho después de los cien: hay quienes lo vieron pedalear por las calles del pueblo con más de 110 años cumplidos, y se sabe que a los 112 años todavía era capaz de dar alguna que otra vuelta en bici. Esta afición, más por necesidad en su juventud y luego por gusto, le ganó el cariñoso título de “ciclista centenario”.
Joan conservó un estado físico y mental envidiable: “No sé lo que es un dolor de cabeza, nunca me ha dolido nada”, afirmaba sorprendido, como si él mismo no se creyera haber roto todos los límites conocidos de la edad. Tenía un oído excelente hasta el final, una voz firme y metálica, y unos ojos profundos rodeados de arrugas que parecían reflejar la inmensidad de su memoria. Ya muy anciano usaba marcapasos (se lo implantaron a los 91 años), y llegó a necesitar cambiarle la batería tres veces, desafiando todas las previsiones de los médicos sobre cuánto podría resistir aquel corazón incansable. A los 106 años aún se operó de cataratas para seguir leyendo sin problemas. Y a los 112, aunque su cuerpo iba lentificándose, su mente seguía clara: escribía cartas a mano, sin faltas de ortografía y con letra elegante, ya fuera en castellano o en catalán, demostrando que el intelecto bien ejercitado puede perdurar.
Después del almuerzo; que hacía a las 2 de la tarde en punto, siempre variado y sin caprichos, le gustaba sestear frente al televisor. Confesaba con una sonrisa que le entristecía que “ahora den tan pocas zarzuelas en la tele”, nostálgico de aquellas operetas españolas que tanto disfrutaba. Por las noches cenaba algo ligero y en verano alargaba la velada en el patio, conversando al fresco con hijos, nietos y bisnietos bajo el cielo estrellado de Menorca. “Lo más importante es la salud y la familia”, repetía a menudo, agradecido por tener a los suyos alrededor.
La asombrosa longevidad de Joan no pasó desapercibida para el mundo. En octubre de 2003, con 113 años, el Libro Guinness de los Récords reconoció oficialmente a Joan Riudavets Moll como el hombre más viejo del planeta. Ocurrió tras el fallecimiento de un japonés de su misma edad, lo que dejó a Joan en lo más alto de esa excepcional lista. De la noche a la mañana, este tranquilo zapatero menorquín pasó a ser una celebridad mediática. Aunque a él la fama nunca se le subió a la cabeza; seguía insistiendo: “soy una persona normal, nací como todos”, recibía con agrado y curiosidad a periodistas llegados de todas partes para entrevistarlo en su casa de piedra encalada en Es Migjorn. Le encantaba charlar y compartir sus anécdotas con quien tuviera tiempo de escucharlas. Tenía un gran sentido del humor y una memoria prodigiosa para detalles remotos: podía rememorar, por ejemplo, cómo era la vida en Menorca antes de que existiera siquiera la carretera general, o cómo sonaban las primeras radios de galena que escuchó de joven.
También recibió visitas ilustres en persona. Durante los veranos de 2002 y 2003, el entonces presidente del Gobierno de España, José María Aznar, pasó sus vacaciones en una finca rural muy cerca de Es Migjorn Gran. Aznar se acercó en varias ocasiones a saludar a Joan, conversaron distendidamente e incluso el presidente le llevó algunos obsequios: corbatas, cinturones de cuero y una cartera, detalles de agradecimiento y respeto hacia aquel anciano extraordinario. Joan, siempre elegante, correspondía vistiendo su mejor camisa y luciendo corbata para la ocasión, orgulloso de recibir a un presidente en su humilde hogar. Pero Aznar no fue el único: los Reyes de España, el rey Juan Carlos I y la reina Sofía, también conocieron a Joan. En 1993, durante una visita oficial a Menorca, la reina Sofía le preguntó personalmente cuál era su régimen de vida para llegar a tan avanzada edad. Joan respondió con espontaneidad y gracia: “De todo un poco, pero bien cocinado y bien masticado”. Su respuesta hizo sonreír a la Reina, y resume perfectamente la filosofía de vida sencilla y equilibrada que siempre llevó.
También autoridades locales y regionales le rindieron homenaje: en su 114º cumpleaños, celebrado en diciembre de 2003, asistieron a la fiesta la vicepresidenta del Govern Balear, la presidenta del Consell (gobierno insular) de Menorca y los alcaldes de todos los pueblos de la isla, todos deseosos de felicitar al ya apodado “abuelo del mundo”. Incluso recibió un Siurell de Plata, un prestigioso galardón otorgado por un diario local, como reconocimiento a su ejemplo de vida. Joan agradecía cada gesto con humildad sincera, a menudo diciendo que no entendía el revuelo: para él, simplemente había tenido la suerte de vivir muchos años.
A comienzos de 2004, Joan seguía gozando de buen ánimo y relativa buena salud para su edad, aunque un resfriado invernal se complicó. El hombre que nunca había sentido un dolor de cabeza cayó en cama. El 4 de marzo de 2004, Joan Riudavets entró en un pequeño coma; parecía que su cuerpo, tras más de un siglo de incansable latido, pedía descansar. Su familia estuvo a su lado en todo momento. Y en la noche del 5 de marzo de 2004, en la misma casa de Es Migjorn Gran donde había vivido casi toda su vida, Joan se apagó plácidamente. Tenía 114 años y 81 días. Sus familiares cuentan que partió tranquilo, sereno, casi como quedándose dormido.
Al día siguiente, la noticia de su fallecimiento dio la vuelta al país y al mundo: “Muere a los 114 años el hombre más viejo del mundo”. Menorca entera sintió que había perdido a su abuelo. En Es Migjorn Gran, los vecinos salieron a las calles en señal de duelo respetuoso; muchos habían compartido con Joan alguna conversación bajo el sol de la plaza o le habían visto pasar en su bicicleta años atrás. España despedía a un hombre que había nacido en el siglo XIX, antes de que existiera el cine, y que se fue en pleno siglo XXI, cuando ya existían los teléfonos móviles e Internet. Con Joan Riudavets Moll se iba no solo una persona querida, sino también un testigo viviente de la historia.
Sus dos hermanos, Pere y Josep, aún vivían entonces, de 104 y 98 años respectivamente, continuando el increíble legado familiar de longevidad. Joan dejó además dos hijas, cinco nietos y seis bisnietos que pudieron disfrutar de él durante muchísimo tiempo. Todos ellos, y diríamos que toda Menorca, conservaron de Joan un recuerdo alegre, un ejemplo de vida larga, pero, sobre todo, bien vivida. Su nombre quedó inscrito en el Guinness de los Récords, pero más allá de cualquier libro, su huella perdura en la memoria de la gente común que se inspiró con su historia.
Antes de despedirnos de este relato, cabe preguntarse: ¿qué nos enseñó la vida de Joan Riudavets? Quizás la lección más hermosa sea la de valorar las cosas simples: la importancia de la familia, de la paz interior, de una rutina sencilla llena de pequeños placeres cotidianos. Joan solía decir que “los años pasan más rápido de lo que uno cree, casi sin darse uno cuenta”. Y es verdad: escuchando su historia, 114 años parecen haber volado, repletos de cambios, sí, pero también de momentos de calma bajo el mismo cielo azul de Menorca. Nos enseñó que el secreto de una larga vida tal vez no sea un secreto en absoluto, sino vivir sin rencores, sin prisas y con mucho amor hacia los demás. Su corazón centenario albergaba bondad y tranquilidad, y tal vez ahí radicaba su fuerza.
Al evocar a Joan Riudavets Moll, el abuelo de España, imaginamos sus ojos centenarios mirando el horizonte mediterráneo de su isla, habiendo visto nacer un nuevo siglo dos veces. Su legado es una invitación a reconciliarnos con el paso del tiempo, a vivir con serenidad y a apreciar nuestras raíces. Desde su querido pueblecito de Es Migjorn Gran, Joan nos recordó que la vida, por larga que sea, se compone al final de instantes sencillos: un tazón de leche por la mañana, una charla con amigos al atardecer, el abrazo de un hijo, una bicicleta que sigue rodando bajo el sol. Instantes que, bien vividos, pueden sumar más de un siglo de felicidad.
Autor del texto Josep de Martí Vallés. Jurista y Gerontólogo. Fundador de Inforesidencias.
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