El sistema sanitario, sociosanitario y de atención a la dependencia público se encuentra en una situación de riesgo creciente y preocupante. La infrafinanciación crónica, la falta de personal sanitario, el malestar que domina las profesiones sanitarias en relación a las condiciones de trabajo (también las salariales, pero no únicamente), la alta rotación, el síndrome de burnout, repercuten a la hora de prestar el servicio, especialmente en la atención primaria de salud, el incremento de las listas de espera y el empeoramiento de la calidad percibida y la satisfacción de los usuarios.
En lo referente a la atención a la dependencia, la ley que la regula (Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia), nunca se ha acompañado de los recursos necesarios, de manera que las personas a las que se les reconoce el derecho a la prestación de servicios residenciales, entran en largas listas de espera hasta el punto de que muchos fallecen antes de poder acceder al servicio. En este sistema, la dificultad para encontrar personal y la elevada rotación de los profesionales, constituyen un problema considerable.
Además, a pesar de que el sentimiento de falta de reconocimiento de su tarea viene de lejos, después de la COVID, los profesionales de las residencias han tenido que soportar toda una serie de críticas y menosprecios injustos, en la medida que estos establecimientos nunca se concibieron para resolver problemas de salud. El sistema social ha pagado los platos rotos de la incapacidad, en gran parte por las insuficiencias anteriormente comentadas, del sistema sanitario para cubrir adecuadamente la atención a la salud en los centros residenciales.
Por otra parte, el sistema privado de seguros de salud, durante años ha podido funcionar razonablemente, porque era un sistema complementario al sistema público que funcionaba satisfactoriamente. En términos coloquiales diríamos que quien se podía pagar una póliza privada de salud, la usaba, por comodidad, en situaciones de problemas leves o relativamente importantes. Cuando el problema era grave, gran parte de los usuarios hacían uso del sistema público que garantizaba la cobertura de cualquier contingencia.
Este “ecosistema” ha funcionado de forma razonable durante años. A partir del momento en que el sistema sanitario público se ha ido percibiendo, de forma creciente, como menos satisfactorio, el porcentaje de población que ha optado por el mercado asegurador privado ha ido creciendo. Desde el 2018, 1,2 millones de españoles han contratado una póliza privada de seguro de salud. En 2021 había casi 12 millones de españoles asegurados -lo que significa 1 de cada 4, cifra que en Catalunya asciende hasta 1 de cada 3- y en el año 2022 el sector batió su propio récord de facturación con 10.500 millones de euros. Es posible que existan datos más actualizados, pero, si es el caso, seguro que mostrarán una tendencia incremental que, a fin de cuentas, esta era mi pretensión.
El problema es que un sector que funcionaba bien como complementario de la sanidad pública, a medida que esta se ha ido deteriorando, tiene que atender a una clientela que pretende encontrar respuesta integral a cualquier patología en un sistema que, no sólo no ha actualizado los precios de las pólizas para poder afrontar el coste de las prestaciones que se le demanda, sino que en muchos casos ha caído en la tentación de lanzar diferentes modalidades de aseguramiento low-cost, alejando más al sistema de la posibilidad de cubrir las expectativas de las personas que contratan las pólizas, la mayoría de las cuales, no leen la “letra pequeña” referente a la cobertura y las modalidades de prestarla. El resultado es que comienzan a aparecer listas de espera para acceder a los servicios cubiertos por los seguros privados de salud.
Por otra parte, en lo que se refiere a los profesionales, los problemas son similares a los del sistema público. No resulta fácil encontrar profesionales sanitarios y la disconformidad de los mismos con la contraprestación económica, resulta cada vez más patente. El 66% de los médicos del sistema asegurador privado, es decir, dos de cada tres, consideran que no reciben un buen trato ni una valoracion adecuada por parte de las compañias.
En el ámbito del aseguramiento de la dependencia, la aportación pública, completamente insuficiente, no cuenta con el previsible efecto paliativo que supondría el desarrollo de un mercado asegurador privado para este tipo de contingencias. Lo que hay es residual y testimonial, y la realidad es que los precios y/o las condiciones de aseguramiento hacen difícilmente viable un producto útil y atractivo. El resultado es que, exceptuando las pocas personas con poder adquisitivo suficiente para poder pagar las plazas residenciales o servicios de atención domiciliaria con dinero de su bolsillo y las todavía menos que pueden acceder a estos servicios a través de la Ley de la Dependencia, la mayoría de las personas afectadas y sus familias tienen problemas serios para afrontar esta situación.
En referencia al sistema sanitario, si no se prioriza la sanidad dentro del reparto del presupuesto público y los seguros privados no actualizan el precio de las pólizas para poder asumir el creciente exceso de usuarios que el sistema público expulsa hacia el privado, acabará sucediendo lo que pasa en el caso de la atención a la dependencia: solamente quien se pueda pagar de su bolsillo el coste integral del servicio en el momento en que se precise, podrá disponer del mismo en condiciones aceptables.
A pesar del panorama, los dos subsistemas, el público y el privado, se ignoran. Parecería lógico analizar cuál podría ser la cooperación entre “dos bolsas de dinero” destinadas, en un volumen creciente, a las mismas personas. Lejos de esto, las políticas públicas y los discursos de los políticos -en origen los populistas y, cada vez más, todos- se caracterizan por satanizar a cualquier ente privado dedicado a cubrir y/o prestar servicios sanitarios, sociosanitarios y sociales, en un claro ejercicio de irresponsabilidad que tiene como resultado incrementar el número de ciudadanos damnificados, siempre los de menos recursos.
Este artículo es un fragmento del blog de Josep Maria Via, que es doctor en Medicina, máster en Gestión de Servicios Sanitarios y diplomado en Gestión Hospitalaria. Entre otras muchas cosas es presidente del Comité de Programa de Edad&Vida.