Durante los peores tiempos de la pandemia, hacia abril de 2020, tuve la ocasión de participar en un encuentro virtual con profesionales de varios países entre los que estaban Estados Unidos y Singapur. Ahora cuesta creerlo, pero en esos momentos estábamos confinados en casa, las residencias de casi todo el mundo se desesperaban por encontrar suficientes equipos de protección individual (EPIs), gel hidroalcólico e instrucciones claras y únicas sobre cómo afrontar la situación. El hemisferio sur, por aquél entonces viviendo su otoño austral, sentía la falsa seguridad que les daba unos datos de contagio todavía bajos. En el hemisferio norte, aún tenía predicamento en algunos países la teoría de que era mejor dejar que nos contagiásemos hasta conseguir la “inmunidad de rebaño”.
En medio de esa situación, más cercana al caos que al orden, con una infame ministra de Defensa que dijo aquello de que había residencias con “ancianos conviviendo con cadáveres”, había unas personas que eran las trabajadoras de residencias de personas mayores que cada día salían de su casa con un salvoconducto en el bolsillo y arriesgaban su salud cogiendo el transporte público o moviéndose en su vehículo cruzando controles policiales. Muchas de estas trabajadoras se contagiaron; otras se asustaron y cogieron la baja llamando por teléfono sin ninguna visita al médico, pero la gran mayoría siguieron trabajando envueltas en una funda de plástico que les hacía sudar, con gafas que se empañaban, mascarillas que se humedecían y dificultaban la respiración, viendo en muchas ocasiones cómo personas a quiénes conocían por su nombre, con quiénes hablaban cada día y de quiénes sabían muchas cosas íntimas, enfermaban y morían sin que ellas pudiesen hacer nada para evitarlo y mientras seguían atendiendo al resto.
Y lo que pasaba en España estaba pasando con poca variación en países tan dispares como Bélgica y Canadá. En aquella reunión a la que asistí virtualmente alguien dijo que una explicación a por qué estaba matando tantas personas mayores la Covid-19 (a la que por entonces conocíamos simplemente como “el coronavirus”) en residencias de países tan dispares, con modelos de atención y ratios de personal tan diferentes, era un aspecto que tenían en común las residencias de todos esos países: las auxiliares forman parte de las personas con los sueldos más bajos de cada uno de los países en que trabajan.
Da igual que estés en Noruega (donde el salario de una gerocultora es de 2.309 Euros al mes) o en Rumanía (donde es de 556 euros al mes). Estas cantidades están en la franja más baja de la pirámide salarial de cada país. Esto hace que suela ser un trabajo que llevan a cabo personas que comparten viviendas de tamaño más reducido, con un número mayor de personas que quienes ganan más dinero. Trabajadoras que suelen ir a la residencia en transporte público o compartiendo su vehículo entre varias personas y que, en mayor proporción del resto de la fuerza laboral, compaginan más de un trabajo.
En algunas residencias se habilitaron varios vestuarios para sectorizar de una forma más eficiente. Se cambió a residentes de habitación y se hizo que una auxiliar no estuviese nunca en contacto con residentes de diferentes burbujas. Esas gerocultoras que trabajaban en sectores diferentes sin verse durante la jornada laboral, en cambio, después compartían coche o viajaban juntas en un vagón. En la residencia había “algún EPI”, pero en sus casas convivían con familiares que quizás también tenían un “trabajo esencial” que les obligaba a salir.
Es muy probable que el virus entrase en las residencias de forma inadvertida usando a los trabajadores como vehículo. Ahora, con muchos medios a nuestro alcance, parece que no, pero cuando los EPIs de un solo uso se desinfectaban y volvían a utilizar; cuando gafas de buceo sustituían a las de protección o cuando las mascarillas se habían hecho en la propia residencia, la posibilidad de entrada era una posibilidad que humanamente no se podía impedir (y así sucedió en todo el mundo).
Ahora que parece que la “pandemia asesina” se va alejando transformada en una “pandemia menos mortífera” y nos encontramos con que muchas residencias tienen plazas libres, algo que va a ser un fenómeno transitorio, todo el mundo habla de avanzar hacia el “nuevo modelo de residencias”.
Yo soy de esos que habla sobre el tema y me gusta empezar por definir una residencia como “tres cosas a la vez”; así, una residencia es un edificio, un equipo de profesionales y una forma de trabajar. Hago esta distinción para que cada propuesta, situada en uno de esos tres cajones, pueda ser discutida mejor.
Yo creo que, si queremos tener suficientes residencias dentro de quince años, debemos empezar ya a trabajar en la mejora de las condiciones laborales de quienes trabajan, sobre todo en la atención directa.
Hay un motivo que debería ser suficiente pero no lo es: no es posible que quien cuida en las actividades de la vida diaria de nuestros seres queridos (y de nosotros mismos en un tiempo), quien tiene la relación más íntima e influyente en la calidad de vida de las personas dependientes, tenga un salario de apenas 1.000 euros al mes. Digo que no es un motivo suficiente porque ese salario está pactado en un convenio colectivo en el que sindicatos y empresarios han convenido cuáles deben ser las condiciones laborales sabiendo cuánto cobran las residencias por atender a las personas mayores.
No nos engañemos, si una gerocultora gana 1.000 euros al mes es porque el precio medio de la plaza de una residencia privada en España es de 1.830 euros. Si en Guipúzcoa ganan bastante más es porque allí los precios de la plaza es más elevado. Si en una residencia pública gestionada por la propia administración, las condiciones son más ventajosas es porque a la administración le cuesta muchísimo más prestar el servicio ella misma que concertarlo con empresas.
No va a ser posible mejorar las condiciones laborales si no aceptamos que las residencias deben costar más dinero.
Yo preveo que las residencias costarán bastante más dentro de unos años por un sencillo motivo: la tendencia demográfica. Si ahora un 20% de personas en España tienen más de 65 años y se espera que en unos 30 años esa cifra alcance el 35%. Por mucho que retrasemos la edad a la que se produce la dependencia, vamos a necesitar muchas más residencias y muchas más personas para trabajar en ellas. Creo que en un mundo con menos jóvenes y más mayores, cada vez va a ser más difícil que alguien acepte trabajar cuidando a dependientes con un sistema de turnos que incluyen todos los días del año, con los salarios actuales.
Lo que nos sucede ahora con las enfermeras va a acabar sucediendo con otros perfiles.
Encontrar trabajo en residencias de ancianos
Y no vamos a tener que esperar mucho para verlo. Si finalmente se implementa la obligatoriedad de disponer de un certificado de profesionalidad, capacitación profesional o como queramos llamarlo para trabajar como gerocultora, muchas residencias van a sufrir o a tener que “robar” empleados a otras, en ambos casos incrementando salarios y costes.
La clave, a mi entender está en entender que las residencias van a costar más y que los poderes públicos tienen que ponerse las pilas y ver el sector geroasistencial como un polo de riqueza y no como un gasto.
Sé que decir esto hoy generará bastante indiferencia en muchas gerocultoras a quiénes se les ha dicho en repetidas ocasiones que se iban a producir subidas. Aún así, la realidad es obstinada. Va a acabar pasando y, como siempre, quien esté prepardo de antemano afrontará mejor el futuro.