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¿Qué fue de los avances en Atención Integral/Integrada y Centrada en la Persona (AICP) en residencias durante la pandemia COVID19?

La presidenta de la Fundación Pilares, Pilar Rodríguez.
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La presidenta de la Fundación Pilares, Pilar Rodríguez. (Foto: Fundación Pilares)
Por Pilar Rodríguez Rodríguez
jueves 03 de septiembre de 2020, 10:04h

Medio año ha transcurrido ya desde que se declaró el Estado de alarma por la pandemia de la covid19. Durante todo este tiempo (confinamiento, desescalada y nuevos rebrotes) hemos asistido a un proceso de toma de decisiones dictadas desde un desconocimiento generalizado acerca del virus y su modo de contagio y, consecuentemente, con mucho descontrol en la detección, diagnóstico, sistemas de protección y rastreo de casos, así como lentitud a la hora de tomar medidas para contener la infección allí donde se producía y para dotar de recursos humanos suficientes al sistema de salud y a los servicios sociales.

Sin duda, el escenario más cruel ha tenido lugar en las residencias de personas mayores (también en las que viven personas más jóvenes con graves discapacidades), lo que ha impactado y causado verdadero dolor y sufrimiento en todo el sector y, de manera especial, entre las propias personas residentes, sus familias y los y las profesionales. Estos se vieron inermes ante un ataque infectivo verdaderamente feroz, sin hoja de ruta para conducirse y, en bastantes territorios, con el abandono del sistema sanitario. Un número tan escandalosamente alto de muertes de personas mayores en residencias y de profesionales afectados han colocado desgraciadamente a nuestro país en la cabecera de un triste ránking, sin que esta dolorosa experiencia durante el confinamiento parezca haber servido como aprendizaje para aprestarse a afrontar la siguiente etapa con más diligencia y cooperación institucional.

Desde el mismo mes de marzo estuvimos denunciando que la privación de medidas epidemiológicas y de la obligada asistencia sanitaria a quienes viven en residencias significaba una vulneración de nuestra propia normativa de acceso universal y gratuito a los sistemas de salud, vivan donde vivan las personas. Esta lesión de un derecho tan relevante como es la salud pública y la atención sanitaria fue, sin duda, la causa primera de tan elevado número de fallecimientos. Se actuó “poco, tarde y mal”, como titula Médicos sin Fronteras su informe sobre la covid19, en el que relatan el “inaceptable desamparo” de las personas mayores por parte de los sistemas de salud.

Otra de las debilidades que se ha destapado ante la sociedad en estos meses es la precariedad de los recursos humanos de nuestro parque residencial, algo que se ha venido denunciando desde el sector desde hace decenas de años: se necesitan mayores ratios y más y mejor cualificación profesional de gerocultoras/es y de los equipos técnicos para poder cuidar y acompañar mejor a las personas, lo que requiere también mejores salarios y más reconocimiento social a este trabajo, lo que, obviamente, va más allá de los consabidos y merecidos aplausos.

También influyó en la extensión del virus, una vez entraba en las residencias, la dificultad o imposibilidad de la mayoría de ellas para realizar el aislamiento de las personas infectadas, debido a unos diseños arquitectónicos organizados en grandes espacios que las personas residentes ocupan todas juntas (comedores, salones de estar), mientras que las habitaciones (la mayoría dobles) se distribuyen a derecha e izquierda en largos pasillos, siguiendo un modelo hospitalario u hostelero. La solución que se encontró en muchos lugares ante la inexistencia de otros espacios fue confinar a las personas en sus propias habitaciones, con las consiguientes consecuencias que esta “reclusión” provocó tanto en su salud física como en la psicológica y emocional.

Sin considerar y analizar debidamente estas debilidades de la configuración y dotación de nuestros sistemas de protección social, las residencias (y los servicios sociales, de paso) fueron, sobre todo durante el pico de la pandemia, las paganas de la crisis. Vieron impotentes cómo se las señalaba como culpables de la situación de abandono y de los múltiples fallecimientos que ocurrían, cuando estos centros sociales carecen de medios y recursos para afrontar una epidemia como esta, que es eminentemente sanitaria, aunque tiene consecuencias sociales graves. Los equipos profesionales de las residencias, pese a todo, actuaron con enorme responsabilidad y permanecieron impertérritos en sus lugares de trabajo poniendo en peligro su salud y hasta su vida.

A medida que se ha ido teniendo más conocimiento de todo lo relativo a la pandemia, sobre todo, con las aportaciones que desde muchos lugares del sector hemos realizado, incluyendo la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología, diversos Comités de ética y expertos en derecho y dependencia, se fue reaccionando contra sistemas de triaje discriminatorios y lesivos, falta de intervención epidemiológica y asistencial en los centros y retrasos en la elaboración de protocolos y planes de contingencia.

Pero lo que quiere enfatizarse en esta colaboración es la elusión que se ha venido constatando en la mayoría de los informes y decisiones adoptadas de los aspectos éticos y de vulneración de derechos de las personas mayores, más allá de la muy necesaria protección de la salud. Han desaparecido, salvo honrosas excepciones, análisis y recomendaciones sobre cómo continuar con los avances que se estaban produciendo en muchas residencias relacionados con el enfoque de atención centrada en la persona en el que la participación y opinión de las personas sobre los procesos que les afectan es indispensable. No hay referencias al papel que han jugado las decisiones de las personas y parece que el ámbito de elección ha desaparecido por completo. ¿Alguien les ha preguntado y recogido sus opiniones y deseos?; ¿se ha respetado su derecho a recibir información completa y comprensible adaptando los sistemas de comunicación a la situación de las personas?; ¿se ha acompañado a estas en los momentos de cambio de habitación o de centro?; ¿se les explican los motivos por los que no pueden salir a la calle o recibir visitas cuando el resto de la población sí lo hace?; ¿se acuerdan y consensua con las personas cómo llevar a cabo las decisiones de las autoridades? Es decir, ¿en algún momento se ha tenido presente en los protocolos y planes de contingencia que las personas mayores son “sujetos” y no “objetos” de la intervención sociosanitaria?

Quienes viven en residencias (y también las personas que están en su domicilio) han sufrido y están todavía sufriendo las peores consecuencias de la covid-19: encerradas y muchas de ellas solas en su hogar o confinadas en una minúscula habitación de la residencia, sin protección suficiente, sin compañía más allá del apoyo a distancia de familiares, organizaciones del Tercer Sector o de la vecindad solidaria… Esconden su miedo, su incertidumbre, su extrañeza y su sensación de desamparo cuando se las señala, desde una nueva forma de edadismo que llega a la gerontofobia, como focos de contagio que hay que evitar… Y aun así lanzan mensajes de aliento a todos y, en especial, a los profesionales que, con escasez de medios, jugándose la salud propia y la de sus familias, y muchos en situación de precariedad laboral, continúan atendiéndolos.

Cada día llegan a nuestra Fundación testimonios de profesionales que se han embarcado en el cambio de modelo, relatándonos su tremenda sensación de frustración y tristeza al verse inmersos en un escenario de involución en el camino de la transformación hacia el buen trato y el respeto por la dignidad y los derechos de las personas mayores en sus centros. Muchos se han visto obligados, para cumplir los protocolos, no solo a asistir, sino a participar cada día en la realización de prácticas que desde el modelo AICP no es que sean poco recomendables, es que resultan inadmisibles: se toman decisiones ajenas a los intereses de las personas sin consultarles, se les saca de “su” habitación, se les cambia de lugar y se les encierra; se les priva de la compañía de sus seres queridos hasta en el momento de morir; se retorna a las sujeciones físicas y se les suministran ansiolíticos para minimizar los comportamientos derivados del encierro y la supresión de interacciones socioafectivas. Todo ello se salda, además de con perjuicios para su salud por la falta de actividad física y psicosocial, con enormes dosis de angustia, soledad, tristeza e incomprensión en medio de un caos organizativo que rompe las rutinas y actividades que constituían la vida cotidiana de las personas y de los equipos profesionales, y que se habían decidido con su participación… Algunas personas mayores, incapaces de resistir estos embates, decidieron negarse a comer y han preferido dejarse morir, como única y trágica forma de mostrar el ejercicio de su autonomía.

Aún nos falta mucha información para tener un ajustado diagnóstico de lo ocurrido, si bien ya tenemos conocimiento suficiente para los primeros análisis. Para reparar las deficiencias ya detectadas en nuestros sistemas de protección, es necesario que no se dilaten por más tiempo las medidas que garanticen la integración social y sanitaria capaz de ofrecer a las personas que requieren la intervención de ambos sistemas una atención integral. Del mismo modo, se requiere que se financie debidamente el Sistema de Autonomía y Dependencia y que esta se garantice a lo largo del tiempo para evitar las listas de espera, retribuir mejor a los y las profesionales, ampliar ratios y lograr la proporcionalidad que exige la propia Ley de Autonomía Personal entre las aportaciones de las CCAA y las de la Administración General del Estado. Pero es igualmente preciso que se continúe avanzando en el cambio de paradigma y, como recomiendan la comunidad experta, los Organismos Internacionales y se recoge entre los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, “se apliquen respuestas integrales y centradas en las personas”.

Vivimos momentos inéditos en nuestra historia en los que se nos proscribe, en aras del bien común, el desarrollo de las rutinas de la vida que cada quien manteníamos, en especial la renuncia a la cercanía y disfrute de las personas a las que queremos. Y aunque en una situación de emergencia sanitaria la salud pública sea lo preeminente y se justifiquen por ello limitaciones transitorias en los derechos y preferencias individuales, ello no obsta para que sigamos aspirando y perseveremos en el camino que nos lleve hacia otro modelo en el que se garantice a las personas tanto su derecho a la salud y a la seguridad, como los del mantenimiento de su autonomía y dignidad. Lograr el equilibrio entre ambos grupos de derechos es clave en el modelo AICP y requiere adquirir el conocimiento y las competencias técnicas y actitudinales precisos que lo garanticen, tal como insistimos siempre en los cursos que desarrollamos. Tales garantías son las puertas que necesitamos abrir para favorecer que las personas que necesitan apoyos y cuidados logren, hasta el último aliento, alcanzar vidas con sentido.

Es motivo de gran esperanza observar que, en los consensos que se están alcanzando entre los Gobiernos del Estado y de las Comunidades Autónomas, se está llegando a acuerdos para avanzar en ese cambio de modelo, tanto para promover la permanencia de las personas en su casa y en su entorno en condiciones idóneas para su calidad de vida y la de sus familias, como para que las residencias se vayan convirtiendo en espacios hogareños, lejos del modelo institucional, en los que se presten los cuidados sociosanitarios precisos y, al tiempo, se apoyen los proyectos de vida de las personas. ¡Ojalá logremos juntos que, más temprano que tarde, podamos alcanzar ese horizonte!

Pilar Rodríguez Rodríguez es presidenta de la Fundación Pilares para la Autonomía Personal

Nota del editor: lo que explica Pilar Rodríguez en este texto recuerda a lo que le sucedió a Doña Beatriz:

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