Cada 15 minutos muere una persona esperando que el sistema de atención a la dependencia funcione. En el tiempo que tardes en leer estas líneas, una más. Tan brutal como cierto. No es una licencia literaria ni una exageración para agitar conciencias. Es una realidad que nos coloca frente al espejo de un país que se nos gusta definir como avanzado, pero que sigue dejando morir a sus ciudadanos más vulnerables esperando recibir un servicio al que, según la ley, tienen derecho.
Los últimos datos publicados por la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, una voz que no se deja anestesiar por las soflamas oficiales, lo dejan claro: en lo que llevamos de año, 8.004 personas han fallecido sin haber sido valoradas o sin haber recibido aún la prestación reconocida. Y mientras tanto, la lista de espera ha aumentado en 8.250 personas, hasta alcanzar las 278.575.
Sí, 278.575 personas. No expedientes. Personas. Cada una con una historia, una familia, una necesidad. Pero desde el Ministerio de Derechos Sociales, lo que se presenta es una lectura creativa de los datos, cambiando criterios de forma poco transparente para que las cifras parezcan menos preocupantes. Según su nuevo enfoque, solo hay 182.532 personas desatendidas. ¿Y las otras casi 100.000? Según la Asociación de Directoras y Gerente, han sido invisibilizadas. Como si el sufrimiento no contabilizado doliese menos.
Ya he escrito en otras ocasiones sobre los “números de la vergüenza”. Esta no es más que una nueva entrega de esa triste colección. Pero lejos de mejorar, el panorama se vuelve cada vez más oscuro. El tiempo medio de espera ha aumentado en los últimos doce meses, pasando de 328 a 338 días. Y si el ritmo actual no cambia, tardaríamos once años en alcanzar la atención plena.
Lo más indignante no es solo el retraso, sino la celebración. El Ministerio presume de haber incrementado el presupuesto un 150%, cuando según nos desvela la Asociación de directoras y gerentes, la financiación está congelada desde 2024. El aumento del gasto, unos 185 millones de euros, no responde a un mayor compromiso político, sino a una obligación legal: si hay más personas atendidas, el Estado está obligado a aportar más dinero. No es voluntad, es contabilidad.
Eso sí, mientras tanto, se sigue batiendo el récord de beneficiarios. Es lógico: con miles de personas esperando, cada nueva alta incrementa el número. Aunque muchas veces lo que se ofrece sea un servicio low cost que apenas cubre lo básico. Pero para el titular, sirve. ¡Que rolliza luce la gemela siniestra!
No estamos ante un problema técnico. Estamos ante una emergencia moral. Un país que deja morir a 8.000 personas al año en una cola no necesita una nueva estadística. Necesita una sacudida ética.
Y esa sacudida empieza por dejar de contar como quiere el Ministerio y empezar a contar a quienes de verdad importan: las personas que aún esperan. Las que han sido olvidadas por un sistema que juega con los números para esquivar responsabilidades. Las que ya no están. Y las que, si no cambiamos nada, tampoco estarán dentro de unos meses.
Hace unos años, las campanas del Gobierno tocaron a rebato: ¡había que salvar el sistema bancario! Y se sacó dinero de debajo de las piedras para lograrlo. Hoy vuelven a sonar: ¡hay que armarse ante la amenaza rusa! Y de nuevo, el dinero aparecerá. Habrá cosas que no se podrán hacer, endeudaremos a nuestros hijos y nietos, pero el dinero aparecerá y nos armaremos.
Y mientras tanto, otras campanas seguirán tañendo cada quince minutos un toque de difuntos: profundo, obstinado, reiterado. Un repicar que conmoverá el corazón de los seres queridos de los fallecidos y que, aun así, seguirá siendo inexplicablemente inaudible para unos gobernantes que se niegan a aceptar que esas campanas doblan por los muertos que ellos han invisibilizado.
Autor del texto Josep de Martí Vallés. Jurista y Gerontólogo. Fundador de Inforesidencias.
Síguele el Linkedin: https://www.linkedin.com/mynetwork/discovery-see-all/?usecase=PEOPLE_FOLLOWS&followMember=josep-de-marti-valles