Esta semana participo en unas jornadas en Santiago de Compostela que organiza AGASEDE y que tienen como hilo conductor el uso de contenciones en residencias de personas mayores. Como me han invitado para impartir la charla inaugural he querido poner las cosas en contexto para lo que he intentado encontrar un poco de información histórica. Así, he descubierto algo curioso: a mediados de los años 80 del siglo pasado pasaron dos cosas a 600 kilómetros de distancia que para mí fueron reflejo de que algo estaba cambiando en la atención a personas en España.
Por un lado, se demolía en Santiago de Compostela el Asilo de Ancianos Rosalía de Castro, un edificio que había funcionado durante 200 años distribuido en salas asilares y llevaba unos cuantos abandonado y vandalizado. Donde antes estaba un antiguo edifico de agrietados muros y sucios paredones se construyeron bloques de viviendas.

Por otro, en Badajoz, las Hermanitas de los Ancianos Desamparados construyeron una residencia siguiendo un diseño totalmente racional basado en una distribución conocida como “panóptico”. El diseño, inventado por el filósofo y teórico social Jeremy Bentham a finales del siglo XVIII, había sido usado para la construcción de cárceles, hospitales, manicomios y otras instituciones que requiriesen de una vigilancia o control sobre el grupo de usuarios.

Eso se consigue poniendo en el centro una unidad de guardia alrededor de la cual surgen módulos con habitaciones u otros espacios que se pueden vigilar de forma eficiente desde un único punto. “Panóptico” en griego significa “se ve todo” y, efectivamente, si miramos la foto de la residencia de Badajoz, que sigue con esa misma distribución hoy, se puede comprobar como desde el centro se ven los pasillos de los ocho módulos de forma que con poco personal se puede atender/controlar a más usuarios.
Cuando digo que es la imagen de un cambio me refiero a que hace unos 45 años, en un momento en el que existían pocas residencias, y en el que la gran mayoría pertenecían a órdenes religiosas o eran públicas basadas en la beneficencia, se empieza a producir un cambio. La atención que se va a prestar a los usuarios, el funcionamiento de las residencias, no perseguirá meramente el mantenimiento de la vida de personas con dificultades, sino que se convertirá en una actividad de atención profesionalizada en la que se intentará que el diseño de los edificios y la planificación de su funcionamiento sea también profesional.
Antes de mediados del siglo XX y desde los inicios de la historia muy pocos llegaban a ser personas mayores. Los motivos básicos eran la mortalidad infantil; la imposibilidad de luchar contra enfermedades; la falta de un acceso generalizado a agua potable; las hambrunas y las guerras. Entre los que llegaban, poquísimos alcanzaban los 80 o 90 y para muchos de ellos la vejez era una etapa con una doble perspectiva vital: existía el respeto hacia los “mayores jóvenes”, aquellos que mantenían la capacidad cognitiva y podían servir de repositorios de conocimiento y fuente de consejo para los más jóvenes.
Pero también existía la percepción de vejez como decadencia, sufrimiento y miedo ante una muerte cercana. En la charla intentaré apoyar esa doble visión con algunos ejemplos de la literatura clásica española. Lo que queda claro, mirando hacia el pasado es que, por mucho pesar que supusiese ser viejo, la vida se consideraba un valor tan supremo que merecería de cualquier esfuerzo para su mantenimiento. Durante muchos años se ha considerado que estar vivo y tener algo de comida en la despensa era casi lo máximo a que podía aspirar el ser humano.
Creo que, en esa situación, quien no podía vivir por sí mismo en la ancianidad e ingresaba en un asilo u hospicio, estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, con tal de que le diesen de comer y un sitio donde dormir. Eso supondría una aceptación pasiva de las normas y un respeto total por lo que dijesen aquellos dedicados al cuidado, especialmente el personal sanitario. Y en ese contexto el hecho de que se usasen medidas de contención, no como tratamiento médico sino como forma habitual de funcionamiento, podían tener lugar de forma normalizada.
Las instituciones de hasta “anteayer” eran así, lugares en que se cuidaba “la vida” de las personas. Si el centro era religioso, también intentaban cuidar su dimensión espiritual con la intención de que los usuarios pudieran ganar el cielo. Pero, para ello no necesitaban ofrecer excesivas comodidades al acompañar en el tránsito por este valle de lágrimas. Lo más importante en esas instituciones era el funcionamiento de la institución misma y su continuidad, no la comodidad de cada uno de los residentes, y mucho menos el respeto a sus decisiones individuales.
Los asilos de antaño desaparecieron. Surgieron las “residencias geriátricas” y surgió lo que yo llamo “paradigma del plan de intervención” en el que la arquitectura se parece a algo situado entre un hospital y un hotel; donde hay un equipo interdisciplinar (cuantos más profesionales y más variados, mejor) que trabajan en base a un plan individual para cada residente (elaborado por el propio equipo) y de unos programas, protocolos y registros que permiten medir y mejorar la calidad.
En ese modelo, que llevamos construyendo cuarenta años, el peso de las opiniones profesionales, especialmente médicas, pesa muchísimo y, frente a las mismas, se espera la sumisión del residente. Así, si alguien es diabético y necesita una dieta especializada, se espera que la cumpla, si no quiere hacerlo todos le animarán a que lo haga. Si alguien tiene prescrito un programa de rehabilitación o fisioterapia, se espera que lo cumpla. Así mismo, si se prescribe una contención, porque el médico considera que es lo mejor para esa persona con el fin de evitar males mayores, nadie se lo cuestiona.
En ese contexto llegué yo a trabajar en este sector, en 1991, cuando, como inspector de residencias tenía la instrucción de aceptar las contenciones siempre que estuviesen prescritas por un médico y llevadas a cabo mediante uso de material ortopédico (o sea, no usando correas, vendas o material no homologado).
Las cosas han cambiado mucho en los últimos 40 o 50 años, y para llegar a la situación en que vivimos actualmente, en la que parece que queremos girar la orientación del sistema desde el cubrimiento de las “necesidades” al respeto de las “preferencias” de los usuarios, debemos pensar un momento en algo que ha revolucionado la forma de plantear la atención: el surgimiento de la idea de “calidad de vida”. Para mí esa es la clave que permite entender nuestra reciente evolución.
El hecho de que mueran menos niños pequeños o madres parturientas; que en nuestro entorno hayamos casi dominado las enfermedades infecciosas con vacunas y medicamentos; que el agua corriente potable haya hecho casi desaparecer las diarreas y otras enfermedades; que sea hoy más posible morir por comer demasiado que de hambre o que no hayamos vivido los últimos 85 años sin ver a nuestros jóvenes luchar en una guerra, unido a que hoy tenemos medicamentos que hacen que el dolor físico y emocional sea más llevadero; han hecho surgir un valor que antes, cuando la muerte acechaba tras cada esquina, ni se pensaba.
Hoy, para muchos, vivir es importante, pero lo es si existe “calidad de vida”. Sin esa calidad, el valor de la vida se devalúa hasta el punto de que consideramos que algunas vidas no merecen ser vividas. La muerte, que se veía como algo terrible de lo que siempre había que huir (si no huías, te llevaba consigo), hoy se considera como algo, no tan malo en algunas circunstancias. Así, hablamos de “muerte digna”, como algo que se opone a una vida que determinadas realidades han convertido en “indigna”.
Para mí, ese cambio, desde el “valor vida” al “valor calidad de vida” ha tenido mucho que ver en el otro cambio que estamos viviendo, desde las residencias “del plan de intervención”, a la filosofía de la “Atención centrada en la persona”. Tener en cuenta no algo genérico y común a todos, como la vida, y pasar a considerar algo mucho más disperso y variable de persona a persona como “calidad de vida” supone un cambio en la cultura del cuidado.
Cuando primero en el extranjero y después en España, de la mano al principio de los doctores Antonio Burgueño y Ana Urrutia, se puso en duda el uso de contenciones en personas mayores, la recepción desde el sector residencial y, especialmente en el sanitario, fue de pasmo rechazo. La percepción que tenían todos es que estaban haciendo algo para proteger la vida de los residentes. Ante el riesgo grave de una caída, que puede ser el primer paso hacia la muerte prematura, ¿no valía la pena tomar medidas, aunque fuesen restrictivas? La intuición decía que el uso de contenciones era una medida proporcionada ante el riesgo que suponía no tomarla. Hizo falta que viniese el método científico y un aluvión de publicaciones para demostrar que no era así.
Uno de los puntos en los que siempre se ha incidido a la hora de abogar por el “no uso” de contenciones es la pérdida de calidad de vida de las personas a las que se les aplica. Hasta hace muy poco la herencia del asilo, que nos acompaña, queramos o no, y que hace que muchas personas tengan miedo o les produzca rechazo la idea de ingresar en una residencia, tiene que ver con eso; hacía que cualquier medida que pareciese tendente a mantener la vida debía ser aceptada y apoyada. Yo creo que el papel del cambio de perspectiva, hacia una atención que tenga en cuenta preferencias individuales y calidad de vida es crucial para entender también como la cultura del cuidado sin contenciones se ha ido abriendo paso.
Queda mucho camino por andar porque la idea de que usar contenciones es la respuesta intuitiva para evitar caídas está profundamente enraizada en la mente de algunos profesionales y muchos familiares. También porque, a pesar del esfuerzo que se ha llevado a cabo en residencias, todavía se usan muchas contenciones en el entorno hospitalario, lo que hace que se pueda ver socavado el esfuerzo que se lleva a cabo en las primeras cuando los familiares ven que lo primero que hacen en el hospital es poner una contención a su ser querido.
O sea, que seguimos caminando en un camino que debe llevarnos a un cuidado sin contenciones y en el que espero aportar un poco de contexto histórico. Después de mi charla vienen los verdaderos expertos a hablar de cómo están aplicando el cuidado sin contenciones en sus residencias. Les escucharé con atención.