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Historietas: Marcelo y Corbato, por Susana Sierra

Perro de ayuda.
Perro de ayuda. (Foto: TVE)
Por Susana Sierra Álvarez
jueves 19 de noviembre de 2020, 01:54h

El día que al hijo de Marcelo, Juan, le llamaron para un trabajo en Suecia, «la oportunidad de mi vida, papá», muchas cosas de la vida debieron recolocarse.

Marcelo vivía en piso del extrarradio. Desde que su mujer falleciera, hacía ya diez años, su rutinaria y para él placentera vida estaba unida al perro que, adoptado de una asociación de acogida, le regalaron sus dos nietos en su primer cumpleaños como viudo. Entre todos eligieron el nombre del entonces gracioso cachorro, que negro como el carbón, lucía una llamativa franja blanca en el cuello a modo de lazo, lo que les llevó a llamarle Corbato.

La vida de Marcelo y Corbato era sencilla y estaba llena de pequeños estímulos y obligaciones que llenaban de sentido cada momento: salir al parque con otros dueños de perros, asearse los dos, pequeñas compras, aperitivo, comida humana y perruna, partidas en el club del jubilado y la diaria visita de su hijo que le acompañaba al médico, hacía la compra básica, vigilaba las lavadoras, revisaba y pagaba las facturas, le obligaba a comprar ropa cuando él decía que esa chaqueta raída estaba estupenda... Para los habitantes del piso de extrarradio, la felicidad.

Pero la marcha de Juan cambiaba todo. Sin él, Marcelo tuvo que reconocer que debía cambiar de vida. Largos años de depender en lo cotidiano primero de su esposa y luego de su hijo hacían que viera tener que arreglárselas el solo, o contar con la ayuda de un asistente, como un abismo. Irse con Juan, imposible, otro idioma, otra cultura y encerrado en una casa en un país de clima imposible. Vivir con sus nietos, aunque les quisiera mucho, le cansaba anticipadamente, le gustaba su vida tranquila e independiente. La residencia para mayores, era la mejor solución: intendencias resueltas, actividades, gente con quien compartir, libertad para ir y venir. Ahora había que pensar en Corbato.

Amo y perro se sostenían uno al otro, los dos eran ancianos, cada uno en su especie, compartían años de vida, afecto, gustos, conversaciones de Marcelo y escucha atenta de Corbato. Buscaron residencias que admitieran animales pero, o estaban muy lejos del barrio y de los amigos o eran inasumibles económicamente.

A todas las residencias que visitaban Marcelo ponía insalvables pegas: la comida no olía bien, el jardín era algo pequeño, la habitación tenía color de hospital, parecían muy simpáticos y eso le daba mala espina, era una treta, o al revés, eran serios y antipáticos y eso era señal clara de sus malas intenciones. La realidad era que no quería ir a ningún sitio sin Corbato.

Pero no se podía alargar la situación eternamente. Una semana antes de la marcha de Juan, Marcelo ingresó en la residencia geriátrica de su barrio y Corbato en la perrera de la asociación vecinal.

Los dos amigos siguieron el mismo camino. Sincronizados, perdieron de golpe la alegría y tranquilidad, les cambió el carácter, se volvieron irascibles, refunfuñones, desagradables, echaban de su lado a quien se acercara, en consecuencia, el apacible, sociable y simpático Marcelo desapareció y el actual no hizo nada por relacionarse con nadie, y el gracioso y alegre Corbato se fue, dando paso a un arisco perro que desagradaba a todos los posibles adoptantes.

En la residencia estaban acostumbrados a viejos con carácter difícil, pero les preocupaba que fuera a más, que no coincidiera con la información del hijo, que Marcelo se moviera de su habitación más que para comer y sus únicas salidas fueran cada tarde a la perrera a ver a su perro. Marcelo deseaba a la vez que adoptaran a Corbato, era lo mejor, y que no lo hicieran, no volvería a saber de él. Eso le creaba una culpabilidad y angustia que no sabía como contener.

Amo y perro adelgazaron, encogieron y, en tres meses ,envejecieron de manera acelerada.

Desde su flamante puesto en el extranjero, Juan recibía con preocupación creciente los informes de la residencia y escuchaba con ansiedad la voz de Marcelo, cada vez más apagada en las conversaciones llenas de frases del hijo y de monosílabos del padre.

En los primeros días libres que juntó, Juan cogió el avión sin avisar y se presentó en la residencia. Su intención era que nadie se preparara para su llegada, ver cómo estaba su padre sin interferencias. Y lo que vio le partió el corazón.

Al entrar en la habitación no pudo reconocer a Marcelo en el anciano encogido que miraba por la ventana de manera ausente. Al oír la voz de su hijo, se volvió lento, se levantó, avanzó con cierta torpeza y dijo:

—Me alegro de verte, hijo. Seguro que Corbato también se alegrará.

Ese día Marcelo no se enfadó por ir al comedor, su hijo le acompaño en la mesa y estuvo con él. Hablaron poco. Tras la merienda, Marcelo dijo:

—Es la hora de ir a ver a Corbato.

Una energía renovada pareció salir de la nada del cuerpo del viejo y los pies dejaron de arrastrarse milagrosamente. Con paso regular recorrieron el medio kilómetro que les separaba de la perrera. Juan se iba haciendo a la idea de lo que pasaba.

Tras la breve visita. Juan tenía claro que la solución pasaba por reunir a los compañeros de vida que eran su padre y su perro. No iba a ser fácil, las normas eran claras. Pero Juan tenía era un estratega y deseaba la felicidad de su padre por encima de todo.

Dejó a su padre en la habitación. Habló con el médico geriatra asignado a su padre, con los cuidadores de referencia, con todo aquel que tuviera relación y responsabilidad y con cuantos se cruzó. Luego fue a la perrera y habló con sus responsables. Con toda la información que recogió solicitó una entrevista con el gerente a la mañana siguiente, la propuesta era buena, el bienestar de Marcelo no podía esperar.

Cuando Juan cogió el avión hacia Estocolmo en la cabeza lucía la enorme sonrisa de su padre y la figura de Corbato dando saltos a su alrededor.

A los dos meses, la residencia del barrio era la única del extrarradio que contaba con terapia canina en colaboración de la asociación protectora de perros. La estrella era Corbato que, aunque durmiera en la perrera, ejercía de acompañante en paseos, visitas al médico, juegos y se prestaba a los cuidados de los residentes guiado por su «instructor» Marcelo, que se sentía útil, valorado y que de inmediato recobró la simpatía y saber estar que le granjeaban tantos amigos.

En la asociación estaban adiestrando a perros y cuidadores para ampliar el programa. Cambiar la vida a Marcelo y Corbato también cambió la vida de las personas que vivían en la residencia.

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