Historietas

Historietas: El tiempo pasado no es mejor, por Susana Sierra

Personas mayores y dependientes. (Foto: JC).
Susana Sierra Álvarez | Miércoles 14 de septiembre de 2022

Recuerdo cuando era niña e iba al colegio de monjas. Durante unos cuantos años, creo que entre los siete y los doce, una vez al trimestre nos acercábamos al asilo de los ancianitos. Así los llamaban las monjas.

En dos perfectas filas íbamos las cuarenta niñas uniformadas, con una monja detrás y otra delate, a hacer una visita a la enorme casa blanca con un jardín medio salvaje que estaba a unos trescientos metros del colegio. Las monjas llevaban cada una una caja de galletas.

El asilo era un sitio luminoso, con monjas risueñas vestidas de blanco y azul que contrastaban con las nuestras, adustas y de negro riguroso. Los muebles eran metálicos, y por todas partes había pequeñas figuras y jarroncitos con flores encima de tapetes de ganchillo. El olor a lejía y comida de rancho era intenso.

Los viejos que allí vivían, porque eran viejos aunque esa palabra estaba prohibida, había que llamarles ancianitos, formaban parte del paisaje. En su mayoría con la piel muy blanca por la falta de sol y aire libre, vagaban como sin rumbo, sin nada que hacer más que su propio movimiento a ninguna parte.

Las monjas nos decían que era una obra de caridad, pues estaban ahí porque sus malvadas familias no les querían y se habían desecho de ellos. Las monjas que los atendían eran muy buenas y nosotras debíamos ayudar y hacer felices una tarde al trimestre a esos pobres, que con muy poco se conforman.

Ente el entusiasmo de algunos, la indiferencia de los más y las miradas de desagrado de unos pocos, las monjas nos daban las galletas que repartíamos (cuatro por persona) a los viejos, las colocábamos al lado de la taza de supuesto café con leche que les daban de merienda. Hecho esto, no poníamos delante de ellos y cantábamos alguna canción, normalmente religiosa, Con flores a María y cosas así.

Después nos íbamos y yo me olvidaba por completo de esas personas hasta el trimestre siguiente. No recuerdo la última vez que fui, supongo que eso es porque sería como las anteriores.

Tengo ahora setenta años. Ya no se llaman asilos, son residencias para la tercera edad. Vivo en una de ellas desde hace medio año y me cuesta adaptarme. Amaba mi casa y mi independencia, es difícil asumir que se necesita ayuda para las tareas cotidianas, aunque sé que estoy donde debo estar tras la rotura de cadera.

Ayer por la tarde recibimos lo que en este sitio llaman «grupo de animación», unos adolescentes bastante entusiastas que prepararon actividades y juegos que observé desde la distancia. No pude evitar el recuerdo de mis visitas al asilo.

Tras la punzada en el corazón, esta mañana he recorrido las salas de mi nueva casa, he hablado con los compañeros con los que me he cruzado y con los que he logrado entablar cierta amistad y, por último, he ido a mi sesión de rehabilitación en la sala de fisioterapia. Tras la comida he salido al jardín a dar un breve paseo, se ha puesto fresco y me he ido a mi habitación.

Pienso en los viejos de aquel asilo, pienso en mí y mi residencia. Yo también soy vieja, ahora no nos llaman ancianitos, nos llaman personas mayores. Creíamos que estaban abandonados, ahora pienso que quizá no era del todo verdad, como no lo es con mis compañeros, como no lo es conmigo. Aquella luz, los muebles, el olor… La luz que entra ahora por mi cuarto, las actividades que se programan, las salas… Qué diferente todo y, sin embargo, cuántas similitudes siento en mi interior.

Por la noche me siento a ver un rato la televisión. A mis compañeros les gustan los programas de cotilleo, a mí los de debates, así que cojo un libro y me concentro en la lectura. Me dura poco, mi nueva amiga Elisa se instala a mi lado dispuesta a una velada de charla. Dejo el libro y mientras la oigo hablar de sus hijos, de sus nietos, de lo mal que tiene la piel, de lo que le duele un oído… Pienso en mi vida y en la de los «ancianitos» de mi infancia.

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Se acerca Luis, una de las personas que están pendientes de nosotros, con afecto se interesa por el libro que tengo entre manos. Pasa Emilia con una taza, la compañera que todas las noches toma un poleo mientras juega una partida de cartas. En un extremo Carmen, la otra cuidadora que está de turno, ayuda a Eusebio con un crucigrama que se le resiste. No, este sitio no es aquel que visitaba hace sesenta años.

Me despido de Elisa y voy al rincón donde está el ordenador con internet. Nadie lo usa ahora y marco el teléfono de mi hija. En el taller de informática he aprendido mucho. Es la hora en que la puedo llamar, si no, con el cambio horario, la encuentro durmiendo. Hablar con ella viendo su cara, aunque esté en Australia, es mágico.

—Hola, hija, ¿cómo va la semana?

—Hola, mamá, todo bien por aquí, ¿qué tal estás? Tienes muy buena cara.

Pienso un poco la respuesta. Definitivamente, no soy una de esas «ancianitas» ni donde vivo se parece a aquellos asilos. Mi vida es buena, estoy donde tengo que estar y debo aprovechar las oportunidades que tengo aquí.

—Es que me voy a un balneario tres días. No pensaba, pero esta noche lo he decidido, me apuntaré mañana. Es una excursión que se organiza desde la residencia. Voy a ponerme a tono e igual hasta me sale un novio.

Mi hija se ríe y me mira cómplice y feliz. Ella también tiene ahora buena cara.

Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos

Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama

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