Opinión

Discriminación por edad en tiempos de Covid-19

Josep de Martí, Inforesidencias. (Foto: Inforesidencias).
Josep de Martí | Miércoles 04 de noviembre de 2020

Hace unos días participé en un coloquio on-line sobre el edadismo en tiempos de covid-19, una interesante ocasión para charlar un rato sobre una de esas situaciones que pasan algo desapercibidas y no por ello dejan de ser importantes.

El edadismo, ageismo o, sencillamente, discriminación por edad son los estereotipos, prejuicios y discriminaciones que sufren algunas personas por causa de su edad. Una realidad importante antes de la pandemia y que ésta ha venido a agudizar.

Según la Encuesta Social Europea, la discriminación por edad tiene más presencia en los países de nuestro entorno que el sexismo o el racismo, además la Organización Mundial de la Salud tiene en marcha desde hace unos pocos años un plan para abordar el edadismo al haberlo reconocido como un problema mundial.

Cuando se habla de discriminación por edad en relación al Covid-19 suelen plantearse dos situaciones que se han producido. La imposibilidad de acceder a determinados tratamientos, como los respiradores, a personas de más de determinada edad y el mantenimiento de mayores enfermos en residencias en vez de derivarlos a centros hospitalarios habiendo concentrado en ellas el fallecimiento de muchos.

El debate es claro: ¿Existía una edad barrera a partir de la cual se vetó la atención o se aplicaron unos criterios de cribado entre los cuales no aparecía la edad sino algunos factores que simplemente son más comunes entre personas de más de 65 años?

Ese debate es importante ya que, si no se aclara, nos dejará peor preparados para la próxima.

Quienes han trabajado en residencias durante los meses de marzo a mayo lo han vivido en primera persona. Les da igual si había una instrucción escrita o un enjundioso criterio de cribado. Tal como lo han explicado los presidentes de las patronales y asociaciones en los parlamentos a que han sido invitados, durante un tiempo los hospitales no aceptaban derivaciones, resultaba casi imposible incluso conseguir una ambulancia para hacer una derivación. Se le puede llamar como queramos, pero en la práctica, cuando hubo que elegir a quién ofrecer la atención, preferimos apartar a los más mayores y más dependientes.

Pero no pensemos sólo en la pandemia. En un informe publicado en la revista de la SEGG en 2016 se habla de que un 60% de profesionales sanitarios, básicamente médicos y enfermeras, relataban experiencias que podrían ser definidas como discriminatorias al excluir de tratamientos de alto coste o dar preferencia a pacientes más jóvenes.

No sé si la pandemia muestra un pico o una tendencia, pero es algo que deberíamos estudiar y considerar. Hace poco el doctor Antonio Burgueño escribió una tribuna alertando que cuando dentro de poco se tramite la nueva Ley de Eutanasia será muy importante cómo consideramos la vida de las personas mayores que viven con demencia en una residencia: Si consideramos que esa es una vida que no vale la pena vivir o que alguien que vive así es una carga para la sociedad nos estamos equivocando. Burgueño lo explica bien aunque, a mi forma de ver, se excede al decir sobre las residencias de mayores en España que “que en general, y salvo muy dignas excepciones, no están bien adecuadas para albergar a personas de esas características y necesidades, lo que puede llevar a que la vida de la persona con demencia en ellas se convierta en un “infierno”, al cual miran sus seres queridos con impotencia y dolor”.

Dejando de lado la hipérbole infernal, es cierto que hay que trabajar mucho para que la sociedad reconozca que toda persona tiene valor por el hecho de serlo y alguien a quien le queda menos tiempo de vida no es menos valioso que alguien que la tiene toda por delante, sobre todo cuando “lo que queda de vida” es un concepto casi siempre incierto.

He explicado muchas veces una historia real que ilustra lo que estoy diciendo, es el caso de Joan Riudavets Moll, el español más longevo que murió en 2004 a los 114 años.

A los 91 años le implantaron un marcapasos y en los 23 años siguientes le cambiaron la mini batería del aparato tres veces, lo que comportó tres intervenciones quirúrgicas. A los 106 años le operaron de cataratas con lo que consiguió una aceptable calidad de vida hasta su fallecimiento.

Un criterio de intervención basado principalmente en la edad hubiese apartado al señor Riudavets de las operaciones con lo que probablemente hubiera muerto antes y medio ciego. ¿Valió para algo el hecho de alargar la vida de ese “señor mayor”? ¿Hubiera conseguido entrar en urgencias o se le habría elegido para recibir un tratamiento durante la pandemia si hubiese tenido 75 años, o sea unos cuarenta años ante de su muerte?

Esas son las preguntas que debemos resolver para saber si la actitud de nuestra sociedad es edadista. Quizás deberíamos empezar a hacérnoslas.

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