Opinión

Lo suficiente, lo óptimo y lo excelente (segunda parte)

Josep de Martí, Inforesidencias. (Foto: Inforesidencias).
Josep de Martí | Miércoles 22 de mayo de 2019

Esta es la segunda parte de una reflexión que empecé la semana pasada.

Una residencia de tercera edad (geriátrica o de personas mayores) viene a ser un inmueble donde un equipo de profesionales hace algo de una forma determinada. Así, la forma en que puede intervenir la administración se suele centrar en exigir más o menos requisitos arquitectónicos (proporción de habitaciones individuales, metros cuadrados por residente, obligatoriedad de espacios concretos como gimnasios, salas..); requisitos de personal (básicamente ratios globales y/o presenciales de profesionales/residente más o menos amplias y requisitos de titulación más o menos variados) y requisitos funcionales (existencia de programas individuales y grupales; protocolos, registros, gestión de calidad, gestión de contenciones, adscripción a modelos de atención que persigan determinados objetivos como eliminar sujeciones o aumentar el respeto a las preferencias…).

Al final, lo que más pesa en el coste que genera atender a alguien en una residencia es el que corresponde a recursos humanos. Es muy importante saber qué requisito de personal está pidiendo una normativa; pero también lo es saber que los aspectos arquitectónicos y los funcionales suelen acabar convirtiéndose en la necesidad de disponer de más personal. Si esto no se tiene en cuenta, algo hecho con buena intención puede traer consecuencias no queridas. Me explico con tres ejemplos que pretenden ser ilustrativos y no se corresponden exactamente con ningún caso real:

“Caminemos juntos hacia la ACP”

Imaginemos una normativa que exige una ratio de personal X con unos determinados requisitos arquitectónicos y funcionales. Un día la comunidad decide cambiar la norma, sin ampliar la ratio de personal, pero estableciendo que arquitectónicamente las residencias deben configurarse en unidades de convivencia de 16 plazas como máximo, con sus salas de estar diferenciadas y que todos los dormitorios deben ser individuales y disponer de un servicio higiénico completo. Podría darse el caso en que ninguna residencia que cumpliese la ratio X pudiera funcionar con los nuevos requisitos ya que el hecho de trabajar con unidades de convivencia, un sistema que suele considerarse como de mejor calidad, requiere más personal que uno “tradicional” con grandes salas de estar y zonas específicas de dormitorio. De igual forma, una residencia en la que casi todas las habitaciones son dobles y cada dos habitaciones comparten un lavabo completo, necesita menos personal de limpieza que una como la que exigiría la comunidad que hemos planteado.

Si al hacer el estudio económico del decreto se considera que existe un incremento en los costes de construcción de nuevas residencias pero no uno de personal, ese estudio no estaría dando una imagen real de la situación.

Es posible que esa comunidad, para evitar que su nueva normativa obligue a cerrar residencias existentes que no puedan afrontar las obras, decida que los nuevos requisitos se apliquen sólo a las residencias de nueva construcción dejando a las existentes como están. Esa decisión puede llevar a que nadie quiera invertir en la construcción de residencias debido a que las nuevas, con costes mucho más elevados, acabarían compitiendo con las residencias existentes, con costes más bajos.

En ese caso, una medida pensada para elevar la calidad que pretendía caminar hacia la excelencia podría acabar produciendo el efecto contrario. Al cabo de unos años todos echarían de menos las residencias que no se han construido porque la normativa de forma ilusa pensó que para mejorar la calidad basta con escribir cosas en el Boletín Oficial.

“Mas personal supone más calidad. Pidamos más personal”

Imaginemos otra comunidad que decide que la mejor forma de aumentar la calidad es aumentar las ratios de personal y establecer ratios presenciales más que globales.

Una forma de hacerlo podría ser exigir que, con independencia del tamaño de la residencia, las 24 horas del día haya dos auxiliares/gerocultores presentes y establecer, además una presencia determinada de estos por número de residentes, con una presencia constante de profesionales allí donde haya residentes (salvo en dormitorios y lavabos).

La intención es buena y, en principio, la vía de obtener esa mejora parece correcta. La idea sería que hay algunas residencias “mínimas” que cumplen la norma actual pero que, para la administración son menos que mínimas.

En un mundo ideal, todas las residencias contratarían más personal y la calidad global mejoraría.

El mundo real es menos bonito. Si una residencia de pequeño tamaño que funciona con un auxiliar en turno de noche se ve obligada a tener dos, es bastante probable que deje de ser viable. La opción es cerrar. Si la administración ha tenido en cuenta esa consecuencia y la acepta, perfecto. Si no es así, puede ser que se encuentre con el cierre de un número de plazas no querida, con la necesidad de recolocar a residentes o de aumentar la lista de espera.

Por otro lado, si esa administración no ha calculado el coste que suponen los nuevos requisitos para las residencias (aquéllas que no tengan que cerrar), no sabrá cuánto deberán subir éstas sus precios (los de concertación y los privados) para afrontar el sobrecoste. Pensar que se puede incrementar el personal sin incrementar costes sería ridículo. Si a pesar de ello la administración lo hace, algunas residencias no podrían asumir el coste y tendrían que cerrar. Las que se mantuviesen bajarían sus ingresos y beneficios de forma que invertir en residencias se convertiría en algo menos atractivo trasladando parte del problema a años venideros cuando el déficit de plazas se incremente.

Yendo algo más allá, una medida que persigue mejorar la calidad del servicio pero que genera que cierren plazas y desincentiva la construcción de nuevas, puede acabar haciendo que quien necesita una residencia, la que sea y no la encuentra, encuentre un sucedáneo irregular en el que acabe recibiendo un servicio aún peor que el que la administración quería mejorar.

Alguna vez que he planteado este razonamiento me han contestado que estoy defendiendo que todo se quede como está y que, si se hubiese seguido esa línea hace cuarenta años, nunca se hubieran abandonado las salas asilares. Yo me defiendo diciendo que, a mi entender, la función de los poderes públicos a la hora de dictar normativas y requisitos es la de establecer el “mínimo ético” por debajo del cual llevar a cabo una actividad resulta inaceptable. A partir de allí hay que dejar actuar a la iniciativa privada, con y sin ánimo de lucro, y potenciar que surjan diferentes modelos que compitan entre sí por calidad y precio.

La administración, mediante la cooperación público/privada, puede tener un papel en la orientación hacia un modelo determinado. Lo ideal es que tuviera una idea clara de hacia dónde quiere ir y el dinero necesario para poder financiar esa orientación. Si le falta la idea, el dinero o ambas cosas, más le vale contar con una oferta privada con diferentes niveles y precios que se ajusten a lo que la gente pueda y quiera pagar.

Si no tenemos dinero para pagar residencias excelentes, por mucho que las normas exijan su existencia, éstas no aparecerán. Quizás haya unas pocas públicas pagadas por la administración para un pequeño número de privilegiados, pero eso no resolverá el problema que se nos avecina si no hacemos algo.

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