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“No la cambiéis de grupo”

Por Josep de Martí
La situación plantea dilemas sobre seguridad y bienestar emocional en la atención personalizada.
Mujer dependiente en una residencia de personas mayor.
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Mujer dependiente en una residencia de personas mayor. (Foto: Gemini)

En la residencia Las Marismas, de la que, por cierto, eres directora, hay cosas que, cuando se explican fuera, cuesta que la gente entienda. Una de ellas es eso de las “unidad de convivencia” y que, para quien lo vive desde dentro, no es otra cosa que un microcosmos. En cada unidad se genera una atmósfera única, una especie de hogar dentro del hogar, con dinámicas propias, bromas internas, silencios reconocibles y complicidades que no figuran en ningún protocolo.

En Las Marismas, tras una reforma que supuso un gran esfuerzo económico y de organización tenéis una parte del centro dividido en unidades de convivencia de 18 a 20 usuarios y el resto de la casa manteniendo la distribución tradicional. La “unidad azul” es el orgullo de muchas auxiliares. Se trata de un espacio cuidado, luminoso, con una cocina abierta, un salón que da al patio interior, y dentro del cual hay una zona que se usa para hacer actividades y como comedor en el que se caben todos bastante bien.

De la zona de estar parten dos pasillos en los que están los dormitorios. Esa unidad de convivencia está pensada para personas que aún conservan una cierta autonomía, aunque necesiten ayuda puntual. Personas que se levantan solas con un poco de supervisión, que se orientan en el tiempo con algún que otro despiste, que pueden seguir una conversación con coherencia, aunque a veces repitan las anécdotas. O sea, baja o media dependencia.

Cuando se hicieron las obras se pensó que cada una de las unidades iría dirigida a un perfil de residente según su nivel de dependencia o grado de deterioro cognitivo. La idea en principio pareció buena, ya que permitía una mejor convivencia y organización del trabajo. Con el tiempo han aparecido algunos problemas (…o retos, como te gusta decirte a ti misma).

En la Unidad Azul vive desde hace casi tres años Pilar, una mujer que, “según su DNI tiene 84 años”, como le gusta decir a ella. Aunque por su forma de vivir, hablar y relacionarse encajaría más en el estereotipo e alguien de setenta. Desde el principio, Pilar destacó por su carácter afable, su manera de expresarse con precisión y ese toque irónico que la hacía especial. Se ofrecía para ayudar a las nuevas residentes a adaptarse. Recordaba los nombres de los familiares de todas. Preguntaba por la auxiliar que había tenido un esguince. Y cuando llegaba el jueves, ponía la mesa con esa mezcla de eficiencia y cuidado que tienen las personas que se criaron en casas donde la mesa se ponía “bien”.

La Unidad Azul la quería. No solo las residentes. También Ana, su profesional de referencia desde el momento del ingreso. Ana solía decir que Pilar le recordaba a su madre, pero también a una profesora que tuvo de pequeña. Le gustaba tenerla cerca. A veces le pedía consejo para escoger el tema de la sesión de reminiscencia. Y Pilar, encantada, proponía uno y se lo apuntaba en su libreta. A cambio, Ana le dejaba elegir la música los martes por la tarde.

Pero hace cinco semanas todo cambió. Pilar sufrió un ictus. Fue de madrugada. Se despertó confusa, intentó levantarse y cayó al suelo. La auxiliar de guardia la encontró desorientada, con un brazo sin fuerza y dificultades evidentes para articular palabra. Fue trasladada al hospital, donde permaneció una semana. Volvió, pero no volvió igual.

La marcha se había vuelto inestable. Necesita que alguien camine a su lado, y a veces se detiene sin previo aviso, como si el suelo dejara de darle confianza. La logopeda evaluó su lenguaje y confirmó una afasia leve-moderada que le impide expresarse con claridad. Sus frases son cortas, entrecortadas, y muchas veces frustradas por una lengua que no le obedece.

Al comer, necesita supervisión constante por sus dificultades para tragar. Ha habido episodios de tos con líquidos, y se ha empezado a adaptar su dieta a texturas modificadas. En la ducha, requiere ayuda total. Ya no puede iniciar el proceso sola ni mantener el equilibrio si se agacha o gira. No es solo que haya perdido fuerza. Ha perdido parte de esa seguridad invisible que antes envolvía sus gestos.

La Unidad Azul, diseñada para residentes con menos necesidades físicas, no está preparada para ofrecer ese tipo de apoyos de forma continua. Ni en número de personal, ni en la planificación diaria, ni en la formación específica del equipo. Pilar, en términos funcionales, ha cambiado de grupo.

La propuesta técnica es clara: trasladarla al Grupo Rojo. Una unidad más protegida, con ratios más altas, actividades más adaptadas, y una organización pensada para residentes con deterioro físico o cognitivo relevante. Allí estaría más segura. El equipo podría ayudarla a comer, vigilaría mejor su marcha, y habría siempre alguien pendiente de los posibles atragantamientos.

Pero cuando le explicas la propuesta, Pilar, que lucha por hacerse entender con palabras que le cuestan, se rebela. A su manera, con gestos, con palabras mal pronunciadas pero cargadas de intención. Su cara se ensombrece. Se le empañan los ojos. Dice que no. Que su grupo es el azul. Que ella no quiere “irse abajo”. Y lo dice así: “irse abajo”, como si, más allá del ascensor, hubiese una bajada simbólica. Un descenso. Una pérdida. Como si supiera que, en esa otra unidad, las reglas del juego son distintas, y no está segura de querer aprenderlas.

La psicóloga habla de duelo. De cómo los cambios funcionales generan pérdidas que deben ser procesadas. Pero también de cómo un cambio no asumido puede derivar en tristeza, aislamiento o incluso en un deterioro acelerado. Pilar no verbaliza lo que siente, pero lo expresa con gestos de negación, con pequeños enfados, con esa mirada de quien intuye que su mundo se está reconfigurando sin que nadie le haya pedido permiso.

El equipo se divide. Ana, la auxiliar del Grupo Azul, dice que puede con ella. Que Pilar le sigue respondiendo cuando le habla. Que come más si la tiene al lado. Que con ella no tose tanto. Pero otra compañera del turno de tarde recuerda que, si hay que estar media hora con Pilar en cada comida, las otras residentes quedan desatendidas. Que si Ana está en el baño ayudándola, se rompe la dinámica. Que si se cae otra vez, alguien pedirá explicaciones.

La dirección, es decir, tú, convoca una reunión. Se repasan informes médicos, se revisan protocolos, se escucha a todas las partes. Y cuando parece que ya está claro que lo más razonable es trasladarla, aparece en recepción Laura, la hija menor de Pilar. Está indignada. Dice que su madre está triste desde que volvió. Que lo único que la anima es saber que sigue en su grupo. Que ella la ha visto sonreír cuando le cuentan quién ganó al bingo, y que ese tipo de cosas no tienen precio. Pide que no la cambien. Suplica. Se ofrece a pagar más si es necesario. Dice que no se trata de dinero, sino de dignidad. Y que su madre ha encontrado en ese grupo algo que no se compra: pertenencia.

La situación queda en el aire. Técnicamente, el cambio es coherente. Pero emocionalmente, ¿es lo correcto? ¿Cómo medir la seguridad frente al bienestar subjetivo? ¿Qué valor tiene la integración cuando las capacidades disminuyen? ¿Y qué significa “modelo centrado en la persona” cuando la persona no quiere lo que el protocolo recomienda? Al pensar en las respuestas todos pensáis en Pilar, pero ¿y el resto de residentes de la unidad? ¿hay que tener en cuenta lo que ellos prefieran? ¿y si alguno no quiere ver el deterioro que representa a hora Pilar porque le incomoda?

Pilar, mientras tanto, sigue poniéndose su rebeca azul los jueves, ahora con mucho esfuerzo o, sencillamente, con ayuda. Aunque ya no pone la mesa. Aunque ahora le ayuden a llegar al comedor. Aunque le tengan que recordar tres veces que hay puré. Ella sigue diciendo que es del grupo azul. Y lo dice con esa voz entrecortada que exige paciencia, pero que, si se escucha con atención, aún tiene algo de la firmeza de antes.

Decides convocar una reunión del equipo y repartes unas preguntas escritas para que cada uno responda lo que crea sin referirse exactamente a Pilar sino como algo “en general”:

- ¿Debemos priorizar siempre la seguridad, incluso si eso implica romper los vínculos y rutinas que una persona ha construido durante años?

- ¿Es legítimo mantener a alguien en una unidad que ya no se ajusta a su perfil si eso preserva su bienestar emocional?

- ¿Hasta qué punto puede individualizarse la atención sin afectar al funcionamiento global de un equipo y al de la residencia?

- ¿Cómo gestionamos las presiones familiares cuando lo que piden va más allá de lo técnicamente indicado?

- ¿Y qué mensaje trasladamos al resto de residentes y trabajadoras cuando hacemos una excepción que no es viable para todos?

Al final sabes que si no hay un consenso claro te tocará tomar una decisión.

¿Qué harías tú?

Autor del caso Josep de Martí Vallés. Jurista y Gerontólogo. Fundador de Inforesidencias.

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