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¿Qué harían las residencias si, de repente, la gente dejase de morir?

Por Josep de Martí
martes 24 de septiembre de 2024, 12:44h
Josep de Martí, fundador de Inforesidencias.com
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Josep de Martí, fundador de Inforesidencias.com (Foto: JC/Dependencia.info)

Hace unas semanas escribí una reflexión sobre la vida y la muerte basándome en la primera historia escrita que se conserva, “La Epopeya De Giglamesh”. Carles Bardera i Forné hizo un comentario recomendándome leer el libro 'Las intermitencias de la muerte' de José Saramago. Como el autor me gusta mucho le he dedicado unos días y, agradecido a Carles, quiero recomendaros a quienes leáis esto que le dediquéis un rato y también vosotros leáis el libro.

Para quien necesite algún argumento más y para quien sencillamente no quiera leer el libro, voy a compartir unas líneas que espero os sirvan.

José Saramago, con su peculiar estilo narrativo, nos ofrece en 'Las intermitencias de la muerte' una fábula distópica en la que, de repente, en un país imaginario la gente deja de morir. Eso no quiere decir que todos se mantengan vivos y con calidad de vida, sino, simplemente vivos (no muertos). Los enfermos y los más mayores siguen siendo lo que son, pero sin la posibilidad de morir. Así, lo que parece algo para celebrar se plantea como un problema para muchos.

Entre los variados espacios que explora esta obra, uno que resulta particularmente interesante desde la perspectiva gerontológica y jurídica es el tratamiento de las residencias de personas mayores. Resulta interesante cómo presenta Saramago a estas instituciones: “Los hogares para la tercera y cuarta edad, esas benefactoras instituciones creadas en atención a la tranquilidad de las familias que no tienen tiempo ni paciencia para limpiar los mocos, atender los esfínteres fatigados y levantarse de noche para poner la bacinilla”.

Saramago utiliza las residencias de mayores (a las que llama en ocasiones “hogares del feliz ocaso”, como un escenario clave para mostrar cómo la sociedad lidia con la ausencia de muerte. En este contexto, las residencias dejan de ser lugares de tránsito hacia el final de la vida para convertirse en almacenes de cuerpos inertes que, aunque no mueren, tampoco viven plenamente.

Me gusta cómo eran los ingresos en residencias antes de que desapareciese la muerte: “Un nuevo huésped siempre era motivo de regocijo para los hogares del feliz ocaso, tenía un nombre que iba a ser necesario retener en la memoria, hábitos propios traídos del mundo exterior, manías que eran sólo suyas, como un cierto funcionario retirado que todos los días tenía que lavar a fondo el cepillo de dientes porque no soportaba ver restos de pasta dentífrica, o aquella anciana que dibujaba árboles genealógicos de su familia y nunca acertaba con los nombres que deberían colgar de las ramas. Durante algunas semanas, hasta que la rutina nivelase la atención debida a los internados, él sería el nuevo, el benjamín del grupo, y lo sería por última vez en su vida, aunque durase tanto como la eternidad, esta que, como del sol suele decirse, brilla para todos los habitantes de este país afortunado, nosotros que veremos extinguirse el astro del día y seguiremos vivos, nadie sabe cómo ni por qué”.

Los problemas que describe el autor van más allá de la mera logística: la crisis que enfrenta la sociedad es de orden moral, ético y, por supuesto, práctico.

La crisis de las residencias: donde la vida y la muerte se congelan

En el libro, cuando la muerte deja de actuar, las “residencias de tercera y cuarta edad” se encuentran en el ojo del huracán. Normalmente, estos centros están diseñados para ofrecer cuidados a personas mayores con un tiempo limitado de vida, pero en la narrativa de Saramago, ese tiempo limitado se alarga indefinidamente. Los residentes, muchos de los cuales ya padecen deterioro cognitivo o físico, siguen "vivos", pero en un estado permanente de dependencia. La muerte ya no llega para aliviar el sufrimiento o dar un cierre natural a la vida. Esto genera una situación insostenible: las residencias se saturan rápidamente y el sistema de cuidados, que ya estaba bajo presión, colapsa.

Saramago describe con sutileza la desesperación tanto de los familiares como de los profesionales que trabajan en las residencias. Los primeros, enfrentados a la imposibilidad de despedirse de sus seres queridos, experimentan una frustración profunda. En una situación normal, el duelo es un proceso doloroso, pero necesario. Sin embargo, en esta nueva realidad, no hay duelo posible, solo una prolongada espera sin final. El personal de las residencias, por otro lado, se ve completamente desbordado. Los cuidados paliativos, tan importantes en el final de la vida, pierden su sentido cuando el fin nunca llega. Los profesionales de la geriatría, enfermeros, gerocultores y médicos se ven enfrentados a una tarea interminable, para la cual no están preparados ni emocional ni profesionalmente.

No quiero entrar más profundamente en el libro, a riesgo de hacer spoilers, pero sí os diré que vale la pena leerlo. No sólo habla de las residencias sino también de los hospitales, las funerarias y cómo la delincuencia organizada quiere sacar tajada de la situación.

En una segunda parte, el libro se convierte en más íntimo y filosófico. Aparecen dos “muertes”, una con mayúscula y otra con minúscula, diferentes entre ellas. Y, como si hubiese un cuento dentro de un cuento, la historia deriva hacia la vida y la muerte de una persona en concreto. Hasta aquí os puedo decir del argumento que, digno de un premio Nóbel de literatura, es como un elixir.

Pero sí quiero detenerme un poco en las residencias

A la luz de la obra de Saramago, podemos preguntarnos cómo deberíamos enfocar el futuro de las residencias de mayores y los cuidados de larga duración. En un mundo en el que la esperanza de vida sigue aumentando, pero no necesariamente acompañada de una buena calidad de vida, las cuestiones éticas sobre el envejecimiento y el derecho a morir dignamente son cada vez más urgentes.

La pandemia de COVID-19 ya nos ofreció una pequeña muestra de cómo las residencias pueden colapsar si se les somete a situaciones extremas sin una financiación, preparación y apoyo suficientes. Lo que Saramago plantea en su obra es una versión aún más radical de este colapso, donde no se trata de una enfermedad, sino de la propia ausencia de la muerte. Ante esta situación, las soluciones no pueden ser simplemente técnicas o logísticas; deben ser también morales y humanas.

Los avances en tecnología médica y en inteligencia artificial pueden ayudarnos a mejorar la atención a los mayores, pero la obra de Saramago nos recuerda que, al final, la cuestión central es la dignidad humana. Cuidar de nuestros mayores no puede consistir simplemente en mantenerlos vivos, sino en garantizar que vivan con calidad y con la posibilidad de despedirse de la vida cuando llegue el momento.

Saramago nos invita a reflexionar sobre la necesidad de repensar nuestros sistemas de cuidados, sobre todo en lo que respecta a las personas mayores, para que las residencias de ninguna forma pudieran acabar conviertiéndose en lugares de sufrimiento interminable, sino en espacios donde se pueda vivir con calidad y morir con dignidad.

Autor del texto Josep de Martí Vallés. Jurista y Gerontólogo. Fundador de Inforesidencias.

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