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Historietas: El final del verano, por Susana Sierra

Una persona mayor pasea por un parque.
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Una persona mayor pasea por un parque. (Foto: JC/Dependencia.info)
Por Susana Sierra Álvarez
miércoles 27 de septiembre de 2023, 22:31h

Manuel había ingresado en la residencia en el mes de febrero. Aunque a regañadientes, sabía que era la mejor solución para él y sus dos hijos. Ellos tenían sus familias y quehaceres en distintas ciudades y a él el pueblo se le hacía difícil.

La decisión la tomó la noche en la que no pudo subir las escaleras a su dormitorio porque las piernas le fallaron y se quedó en el sillón de la cocina. En el pueblo estaban sus amigos, su partida, el río, los prados, las montañas, las huertas y sus pequeños quehaceres que ocupaban sus pensamientos y su tiempo y le hacían sentirse independiente. Pero la realidad se imponía. Necesitaba ayuda. Sentía que hacer la colada o mantener en condiciones de limpieza aceptable una casa tan grande era una tarea que empezaba a sobrepasarle. Los hijos se acercaban en verano y los puentes largo, pero no se trataba de eso, el día a día se podía hacer largo.

Con tristeza, Manuel llegó a la residencia. Bajó del coche de su hijo mayor con el corazón apretado. Cuando entró en su habitación miró por la ventana y en vez de ver el prado de enfrente del pajar y las montañas vio un pequeño aunque cuidado jardín. No se podía quitar de encima la sensación de última parada, de que ese era su último lugar en el mundo. Que ya no saldría de allí.

Pero a todo se acostumbra uno. A las pocas semanas, Manuel, de carácter amistoso y cordial, se había integrado en una partida por las tardes, se había apuntado a clases de informática por las mañanas para ponerse al día con sus nietos, que se reían mucho cuando él se quedaba en blanco ante el teléfono o la tableta, vigilaba el pequeño huerto que cuidaban algunos de sus compañeros de la residencia y dormitaba plácidamente los ratos libres.

En abril cayó en la cuenta de que era muy cómodo no preocuparse de las intendencias cotidianas, que se sentía cuidado y a gusto, que sus nuevos compañeros eran agradables y que empezaba a dominar el arte de leer el periódico en internet gracias a las clases de las mañanas. ¡Quien le hubiera dicho que a estas alturas aprendería cosas tan nuevas y modernas! No estaba mal. Aunque seguía echando de menos su casa, sus compañeros de vida, los paisajes.

En julio sus hijos le propusieron pasar el verano con ellos en el pueblo. Se iban a alternar en la casa familiar, por lo que esos dos meses el abuelo podía estar con ellos, los nietos y retomar su antigua vida.

Manuel se emocionó. Aunque fuera temporal, parecía que la vida le daba la oportunidad de un regreso a todo lo que amaba. Su pueblo, sus hijos. Se despidió de sus nuevos amigos con alegría, llevaba una semana, desde que sabía sus planes de vacaciones, contando anécdotas y maravillas de su vida en el pueblo.

Se instaló en su casa con ilusión. La primera semana todo le sabía a poco. Recobró las partidas en el bar y las anécdotas de siempre con los compañeros de siempre. Paseó por senderos conocidos y con sus hijos y nietos parecía que regresaban los años en los que el tiempo pasaba lento y el futuro no se planteaba. La casa estaba llena de gente, de planes, de alegría. Olía a ensalada de pepino y a ropa recién lavada.

El resto de verano se instaló como una rutina en su casa y en su ánimo. Pero a mediados de agosto le empezaron a asaltar sentimientos encontrados. Las tardes eran más cortas. La chaqueta se imponía al atardecer. Manuel recordaba los duros y largos inviernos en la casa vacía. Costaba calentarla, costaba moverse, costaba lidiar con los recuerdos en soledad. En el bar, los compañeros comentaban que ese año se irían a casa de un hijo en septiembre o que con el frío les dolían los huesos.

El pueblo era su vida, porque su vida eran sus recuerdos. Allí estaban enterrados la que fue su esposa, sus padres y hermanos, amigos, vecinos. Allí vivían los árboles y animales que amaba. El río. Los compañeros que como él sobrevivían al clima y los trabajos.

Pero hacía unos meses que tenía otra vida. Distinta. Insospechada. Nuevas gentes, nuevos afanes y aprendizajes. Estaba cómodo, no tenía que acarrear leña en invierno. No le calaba la humedad y el frío hasta los huesos durante meses. No tenía que desafiar a la lluvia y obligarse a salir de casa para tener algo de compañía. No tenía que cocinar para él solo. No sentía el peso de la soledad de una casa grande y vacía. Pero le recomía en sentimiento de que si reconocía que en la residencia estaba tranquilo y bien traicionaba a sus muertos, a su historia particular de amor con el sitio donde había nacido.

Llegó el día inexorable del regreso a la residencia. Para su sorpresa, estaba tranquilo. Cierto era, pensó, que aunque pasara el invierno en el pueblo, algunos compañeros no estarían, pues ya solo pasaban la temporada de verano en él. Al sacar la maleta de ruedas para meterla en el coche de su hijo se levantó un airecillo frío que cortó como un cuchillo afilado el calor del sol de fin de agosto. Se estremeció. El recuerdo de los inviernos en soledad se hizo fuerte. Soltó un prolongado suspiro que alivió su mente y su corazón.

En el coche volvió la cabeza y se dijo «hasta pronto». Se sentía ligero. «No es mala idea», reflexionó. «En invierno a cobijo y en verano a disfrutar. Lo cierto, es que estoy bien y este plan me gusta. Ahora tengo dos casas, la de todo el año y la de veraneo, como los ricos». Una sonrisa asomó en sus labios.

—Papá. —Su hijo le observaba preocupado por el rabillo del ojo—. ¿Qué te parece si para las Navidades hacemos lo mismo? Las pasamos aquí juntos en el pueblo.

—Ya veremos —contestó Manuel. Sonrió con picardía—. Depende del frío que haga.

Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos

Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama

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