—¡Date prisa!, ¡date prisa!, ¡que la furgoneta recogeabuelos se marcha!
María daba saltos alrededor de Ernesto. Con una torpeza acentuada por el nerviosismo que le provocaba la pequeña con sus brincos, aspavientos y gritos, intentaba con poco éxito abotonarse el abrigo.
—Si es que están muy recosidos… esto no hay quien lo abroche… ¡Y para ya, niña, que me vuelves loco!
María, cinco años llenos de energía, le miró con cara de enfado. Primero se cruzó de brazos, luego afianzó las piernas y por último alzó un dedito lleno de reproches y dijo:
—Así no, abuelo, así no.
Ernesto soltó una carcajada estruendosa que dejo a la pequeña atónita. Estaba entrando en un ataque de risa. María había reproducido con exactitud la regañina que le espetaba su madre cuando se entretenía jugando y se acercaba la hora de ir al colegio. Ahora era a él a quien le caía la broca.
—Menudo par de tontos. —Clara, su hija, irrumpió en escena—. Los dos, atentos.
Con unos pocos movimientos precisos puso abrigos, gorros y bufandas y de repente, María y Ernesto estaban en la calle, cogidos de la mano mirándose sin comprender mucho cómo en décimas de segundo había cambiado la situación y el escenario. Clara, adelantada en la acera, saludó con la mano al conductor de la furgoneta.
—Vamos, papá, sube —se dirigió al auxiliar que tendía la mano a Ernesto—. Todo bien, esta noche no ha tosido —se giró—. Adiós, un beso, papá, venga, hasta la tarde. —Tiró de la mano de Clara con energía y las dos empezaron a caminar ligeras en dirección al colegio.
Ernesto se sentía algo aturdido. Reconocía que su hija era muy eficaz, todo lo controlaba y hacía bien, pero no pensaba que eso fuera una virtud, o por lo menos una virtud que a él le pareciera importante. A sus ochenta y un años hacía mucho que no le preocupaba, si es que alguna vez le preocupó, llegar un minuto tarde, esperar si tocaba o llevar la bufanda sin un nudo perfecto. Sin embargo, sí le dolía no tener tiempo para darle un beso a su nieta antes de ir al colegio o no poder charlar tranquilo con Clara después de la cena, pues había que recoger la cocina y dejarla impecable. Lola, su mujer, era igual. Incluso el mismo día en el que se murió le dio tiempo a reñirle por dejar la taza en la encimera en lugar de en el fregadero. ¡La echaba mucho de menos!
Se recostó en el cómodo asiento, bien colocado el cinturón y con calor, pues a pesar de la calefacción, nunca se quitaba el abrigo; menudo lío para volver ponerlo en veinte minutos. Había saludado al entrar a tres compañeros del centro de día a los que recogían antes. Por el camino pararon otras seis veces y subieron cuatro hombres y tres mujeres hasta completar todos los asientos. No le caían bien. Ninguno. Cuatro de ellos, la verdad, no le habían hecho ni mucho ni poco; tenían la mirada ida y cuando hablaban solo se contaban sus retahílas inconexas a sí mismos, medio derrengados en sus asientos del fondo. El resto, oscilaban entre los que no aguantaba o los que le aburrían soberanamente.
Ese día, un accidente retuvo al autobús recogeabuelos, como la llamaba María, más de una hora en una avenida. El incidente hizo que el conductor y el auxiliar se aplicaran a fondo para calmar a los pasajeros. A los cuatro que parecía que no se enteraban de nada, les alteró la parada excesiva, las voces, los movimientos, en definitiva, el cambio de rutina les creó una inquietud desconocida hasta ese momento y empezaron a moverse, intentar quitarse los cinturones y a dar gritos. «Y parecía que no se enteraban de nada», pensó Ernesto. Pero los peores eran, con diferencia, los otros. Alterados, exigían explicaciones y soluciones a quien nos tenía posibilidad de dárselas: los pobres empleados del centro de día que, agobiados, no podían atender a los cuatro del fondo porque los que se suponía que no tenían problemas se habían levantado de sus asientos y les tironeaban de las mangas mientras exigían de manera bastante desagradable llegar cuanto antes a su destino.
Ernesto se refugió en su asiento al lado de la ventana. «Mira cómo se destapa la gente. Qué hipócritas. “Buenos días, cariño, hola, ¿cómo vas?”. Tanta tontería y sonrisita y a las primeras de cambio por una chorrada se ponen como energúmenos». Miró hacia la calle y se llenó de melancolía. Todos los días sentía lo mismo, solo que, por culpa del accidente, esa vez la sensación se había retrasado.
«¿Por qué Clara me lleva al centro de día? Yo no lo pedí. Puedo quedarme solo en casa y ayudar. Entiendo lo que dice. Que ella trabaja, que tengo compañía, que se queda más tranquila. Pero no me consultó. Un día llegó la furgoneta y me metió. Eso no se hace. Además, no quiero esta compañía. No me interesan las batallitas de viejo que cuentan sin parar…». Todos los días la misma punzada, los mismos reproches.
No se había dado cuenta de que se había parado paralela a su furgoneta una minibús de la guardería de su nieta. Clara se desgañitaba desde su lado del cristal haciendo señas a su abuelo y dando golpes al cristal. Ernesto la vio y la saludó con un subidón de alegría. Se saludaron frenéticamente con las manos. Clara debía estar dando unos berridos de antología, pues la maestra se acercó a ella con cara de enfado. Al ver la situación, saludó a Ernesto, al que conocía porque solo dos meses antes era el que recogía a la niña a la salida de las clases. Habló unos segundos con Clara y asintió.
Se abrió la puerta de la minibús escolar. Se bajaron la maestra y Clara y se asomaron a la ventanilla del conductor de la furgoneta recogeabuelos.
—¿Puede salir un momento Ernesto? Su nieta le quiere decir algo importante.
Abuelo y nieta se encontraron en la acera.
—Hola, preciosa. ¿Vas de excursión?
—Sí, al parque de los patos. Llevamos una bolsa de pan duro.
—Qué suerte…
—Calla, abuelo, que te tengo que decir algo importante. Estabas muy triste sentado en la furgoneta. Pues mira, a mí tampoco me gusta el cole y me aguanto. Si quieres esta tarde, cuando volvamos los dos de nuestros coles jugamos una partida de bolos en la wii.
—Vale.
Se despidieron y cada uno subió a su asiento. «Tiene razón Clara. Me estoy perdiendo lo que tengo por añorar lo que no es posible». Miró a sus alborotados compañeros, seguían cayéndole mal, pero un poco menos. Y sobre todo, para esa tarde tenía plan: una partida de bolos con su nieta, que seguro que le volvería a ganar. Por primera vez, Ernesto sonrió de camino al centro de día.
Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos
Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama