En uno de los días del viaje geroasistencial a Japón de mayo/junio de 2025, tuvimos la suerte de escuchar a Paulina Méndez, una investigadora mexicana que trabaja en un
campo fascinante y complejo: el diseño de robots sociales para favorecer la interacción entre personas mayores. Paulina está desarrollando su investigación en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Takushoku, en Tokio, donde forma parte del laboratorio de Diseño de Producto del profesor Jaime Álvarez, también mexicano.
Paulina Méndez, becada por Monbykagakusho (MEXT), la beca que el Gobierno japonés da a los estudiantes extranjeros, nos dio una charla y nos trajo prototipos y robots para que pudiésemos tocarlos, una experiencia de las que abre los ojos.
Pensemos que en Japón el 30% de la población tiene más de 65 años y prevén alcanzar el 35% en los próximos quince años. Con esa realidad la escasez de profesionales del cuidado ha llevado a buscar soluciones imaginativas, entre ellas el uso de robots. Pero no hablamos sólo de máquinas que levanten a una persona o que limpien baños, sino de robots diseñados para favorecer el vínculo social entre personas mayores. Y eso, como bien explicó Paulina, no es ni fácil ni evidente.
Japón ha sido pionero en el uso de robots para tareas funcionales: desde exoesqueletos para levantar personas (que pudimos probar en diferentes versiones en algunas de las visitas a residencias), hasta dispositivos que asisten a los cuidadores en movimientos repetitivos o pesados. Pero en los últimos años ha emergido un nuevo interés: el rol emocional del robot. La idea de que, más allá de la asistencia física, una máquina pueda ayudar a aliviar la soledad, a facilitar la comunicación o incluso a activar la interacción entre residentes. Las tres plagas de las que habla el Doctor Bill Thomas (soledad, aburrimiento y sentimiento de inutilidad), parece que pueden ser afrontadas con el uso de diferentes tipos de robots.
Ese es, precisamente, el objetivo de la investigación de Paulina: diseñar un robot que no sustituya al ser humano, sino que funcione como puente entre personas. Que sea capaz de detectar, mediante su diseño y comportamiento, las dinámicas sociales de un centro y generar un entorno donde haya más participación. Una aspiración ambiciosa, pero no tan descabellada como parece. Observando la interacción… y la falta de ella Paulina nos explicó que el primer paso en su viaje de investigación fue la realización de observaciones en un centro de día en Tokio. Un “day care” en el que atienden a personas que pueden valerse en buena parte por sí mismas pero que requieren cierto apoyo y acompañamiento.
Durante su primera visita, observó que, aunque existían espacios comunes y una agenda de actividades, la interacción entre los usuarios mayores era muy limitada. Cada uno se centraba en su propia actividad. En algunos casos por personalidad, pero en otros por dificultades de audición o comunicación.
En una segunda visita, Paulina introdujo cuatro pequeños robots accesibles (Loona, Qoobo, Goospy y Taatan), que ya había probado en el laboratorio. Y ocurrió algo interesante: el simple hecho de introducir un objeto novedoso y curioso generó un cambio en la dinámica del grupo. Personas que antes apenas se hablaban comenzaron a mirarse, a comentar, a compartir reacciones. Uno de los usuarios, con problemas auditivos, utilizó el robot como excusa para atraer la atención de los demás. El robot no fue un interlocutor, sino un catalizador.
A partir de estas observaciones, Paulina comenzó a diseñar su propio robot, partiendo de tres premisas básicas:
1. Debe tener forma parecida a un animal, pero sin ser identificable con uno concreto. Algo amigable, que genere cercanía sin resultar extraño.
2. Debe ser un robot de mesa, por seguridad y comodidad, diseñado para usarse en entornos cerrados como residencias o centros de día.
3. Debe tener interacciones multidireccionales, es decir, que no se centre en una sola persona, sino que favorezca la participación de varias a su alrededor.
Cuando nos habló Paulina su investigación estaba en la fase de “prototipo en el laboratorio”: con cámara para detección de personas, movimientos suaves de cabeza y cuerpo, ojos expresivos y una serie de gestos que aún está ajustando. El objetivo no es entretener, ni sustituir una conversación, sino activar conexiones entre humanos a través de un objeto intermedio.
Paulina fue muy clara en su intervención: no se trata de sustituir a los profesionales del cuidado, ni de pensar que un robot resolverá todos los problemas de soledad.
Lo que busca su investigación es identificar momentos clave en los que una herramienta tecnológica puede facilitar algo tan básico, y a la vez tan humano, como que dos personas mayores se miren a la cara y se hablen.
Algo que me sorprendió y todavía me hace pensar al tratar sobre la introducción de robots en residencias es el riesgo de encariñamiento excesivo. Algunos robots, como Paro (el conocido robot con forma de foca), nos dijo Paulinam generan a veces vínculos tan fuertes que hay personas que no quieren separarse de ellos ni para dormir o comer. No es necesariamente malo, pero plantea preguntas éticas. ¿Puede un objeto generar dependencia emocional? ¿Cómo se gestiona eso en entornos asistenciales? ¿Debería afrontarse ese posible riesgo desde la fase de diseño?
Otro aspecto que está explorando es cómo aliviar el estrés del personal. A menudo, en las residencias, hay momentos críticos, por ejemplo, a la hora de los cambios de pañal o la distribución de comidas, en los que la tensión aumenta. Paulina plantea que quizás un robot que entretenga, vigile discretamente o simplemente redirija la atención en esos momentos, podría convertirse en un apoyo indirecto al bienestar del equipo.
Cuando le preguntamos qué hacía una mexicana investigando este tema en Japón, Paulina respondió con una sonrisa: “Desde que estudiaba en México me interesaban los temas sociales. No quería diseñar productos por diseñar, sino cosas que tuvieran un propósito más allá del objeto”. En Japón, ese propósito se encontró con un entorno fértil para desarrollarse: una sociedad envejecida, tecnológica, pero también profundamente consciente de que ni la innovación ni el afecto deben quedar fuera del cuidado.
En el laboratorio donde trabaja, no buscan replicar formas humanas, sino explorar nuevas morfologías, nuevas dinámicas. Robots que no imitan, sino que proponen. Que no sustituyen, sino que habilitan.
Escuchar a Paulina fue un soplo de aire fresco. En un contexto donde a menudo se habla de la robotización con miedo o con expectativas desmedidas, su enfoque fue equilibrado, sensato sin dejar por ello de ser ambicioso. Su robot aún no tiene nombre, pero ya tiene una misión: ayudar a que las personas mayores no se sientan solas estando acompañadas.
No puedo compartir las fotos del diseño que ella nos mostró ya que ofrman parte de una investigación en curso, pero me atrevo a decir que el nuevo robot, todavía sin nombre, será uno de esos objetos que tienes ganas de abrazar nada más verlo.
¿Una frase para resumir la filosofía robótica que nos transmitió Paulina?: “Un robot no tiene que ser un sustituto del humano, pero sí puede ser un puente entre humanos”.
Construir puentes es una de las metáforas que más me gusta cuando se habla de colaborar y luchar contra la soledad. Así que con esa imagen me quedo, la de Paulina, una diseñadora de robots y constructora de puentes.
Autor del texto Josep de Martí Vallés. Jurista y Gerontólogo. Fundador de Inforesidencias.
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