Historietas

Historietas: La decisión de Mateo, por Susana Sierra

Estudiante con mascarilla en el colegio. (Foto: Pixabay).
Susana Sierra Álvarez | Martes 26 de abril de 2022

El instituto de secundaria compartía acera con la residencia de mayores del barrio. El amplio recinto rodeado por un seto de arizónicas acogía entre enormes pinos que formaban con bosquecillo varias escuelas de formación profesional, el instituto, una residencia de estudiantes y el geriátrico donde vivía Mateo.

Para los habitantes de la residencia para mayores el inicio del curso era la vuelta a la vida tras el largo verano. El ir y venir de estudiantes y el movimiento de ellos en los cambios de clase creaban en una suerte de contagio que hacía que los horarios y la alegría de los recreos marcaran también las expectativas de los ancianos, que sincronizaban sus salidas a pasear con la de los chicos que se acercaban a la cafetería, paseaban en corrillos con los bocadillos o se escondían tras algún arbusto a fumar.

En ocasiones los mayores se acercaban con timidez y preguntaban cualquier cosa, por entablar conversación, menos frecuente era al contrario, aunque no faltaba el chico que pedía un cigarrillo o que conseguía que se le invitara a un refresco en la cafetería.

Mateo observaba en la distancia a los jóvenes. Se sentía acobardado. Cuando algún grupo se acercaba a los cuidados jardines que rodeaban la residencia se sentía amenazado; sus risas, su energía, la rapidez de movimientos, su desparpajo... le llenaban de inquietud, se daba la vuelta y se metía en el salón de juegos. Allí lograba calmar la ansiedad tras sentarse en cualquier mesa en la que cualquiera de sus compañeros estuviera haciendo cualquier cosa, lo que fuera, daba lo mismo, sería previsible, tranquilo y aburrido.

El día que un muchacho con el pelo con rastas le llamó mientras huía casi se la para el corazón. No sabía qué hacer, si continuar como si no hubiera oído nada y con eso provocar el supuesto mal carácter del chico (con esas pintas para él no podía ser de otra manera) o volverse y enfrentarse a quien ya consideraba un maleante peligroso por el simple hecho de dirigirse a él.

—¡Pero señor Mateo, que soy el hijo de la Mary y el Tomás, los de la panadería! ¿Es que ya no saluda a los de su pueblo o qué? —El chico se le acercó y le dio un jovial palmetazo en la espalda que casi le tira al suelo—. Cuando se lo diga a mi padre. Todos los fines de semana me pregunta si he visto al Mateo y yo que no, que qué pesado. Es que estoy aquí en la residencia, estudio en el instituto de aquí al lado y voy y vengo todas las semanas, sabe. Aunque mañana ya no vuelvo, que acabó el curso. Y la que me va a caer será gorda, cuatro me han quedado, y se supone que soy el listo de la familia. Y ya verá, que si cuesta un dineral que estés en la residencia, que si eres un vago, que si patatín y patatán. Y volverán con las rastas, como si el pelo tuviera algo que ver con que no me entren las matemáticas que ni «pa tras». Usted parece buena gente, si va al pueblo les dice a mis viejos que no den la brasa, que ya sacaré el bachillerato, si total, lo que quiero es ser panadero, qué manía con que estudie para abogado. Dígaselo, que para hacer pan no me importa madrugar y que me ato el pelo con la redecilla y sin problemas. Bueno, que me marcho, quedamos en eso, usted se deja caer por la panadería y me echa una mano. ¡Menos mal que nos hemos encontrado! No sabe el favor que me hace. Quedamos en eso, y le invito a un vino en el bar de Manolo.

El chico se alejó a grandes zancadas. Mateo quedó solo, paralizado, había sido azotado por un vendaval. El muchacho ni siquiera había dicho su nombre. Hacía cinco años que había salido del pueblo con la intención de no volver. No le ataba nada. Su mujer había fallecido, con su hijo, emigrado en Canadá apenas se comunicaba y tampoco lo echaba de menos. Su decisión era firme, nada ni nadie le ataba, nadie le echaría de menos ni él se acordaría tampoco de ningún vecino, los que le importaban habían muerto y el resto le daban igual. Y ahora esto venía a removerle todo. Quizá no le habían olvidado, quizá el propio Mateo no era tan indiferente como creía.

Sonrió. «Puñetero muchacho. Resulta que se acuerda de mí, y su padre y su madre. Ahora voy a tener que volver al pueblo. Menudo encargo...».

Por primera vez desde que vivía en la residencia se sintió vivo. Entró en el recinto y se acercó a recepción. Con una sonrisa que forzó y con la voz más amable que pudo articular dijo:

—Mercedes, el fin de semana me voy de visita al pueblo, a dar una vuelta a la casa, míreme si puede los billetes de ida y vuelta del autocar.

—Espero que sea para bien, señor Mateo —dijo Mercedes asombrada, pues en todo el tiempo que el hombre llevaba allí nunca había mostrado el más mínimo deseo de volver a su pueblo.

—Sí, sí, un paisano que me ha pedido un favor. Lo resuelvo y vuelvo aquí, a casa. —Y con agilidad, Mateo se dio la vuelta y se fue a su habitación a preparar la bolsa de viaje.

Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos

Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama

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