Se conocían desde que se acordaban. Correteaban de niños por las calles y descampados, fueron al mismo colegio, hicieron la comunión cogidos de la mano, él vestido de marinero y ella de novia angelical. Cuando Marcelo entró a trabajar en la fábrica las familias fijaron la fecha de la boda. Eran casi unos niños.
Pasaron rápidos los años. Los primeros en el pisito alquilado y más adelante, cuando a Marcelo le subieron de categoría, de peón a oficial, y los niños cada vez ocupaban más sitio, en el modesto piso del barrio obrero del sur de la ciudad. Marisa cuidó de sus tres hijos con dedicación, fue la abnegada madre de familia y esmerada cuidadora del hogar. Un ejemplo para las mujeres de su generación según el canon que mandaba. Él trabajaba sin queja. Los sábados por la tarde paseo por el barrio. Los domingos misa y charla a la salida con los conocidos. A Marcelo y Marisa todos los querían. Familia feliz. Familia perfecta. El coche para hacer alguna excursión al campo con los filetes empanados y la tortilla, los estudios, orgullo y disgustos con los chicos. Poco más. Era suficiente.
Con los hijos mayores fuera de casa y haciendo su vida, llegó la jubilación de Marcelo. No cambiaron mucho las cosas. Solo que los paseos por el barrio eran todos los días, incluidos los domingos. Llegaron dos nietos que pusieron algo de movimiento alguna tarde de cuidados y las rutinas se alteraban los días de cumpleaños, Navidad y Reyes.
Poco a poco, casi sin notarlo, un día se dieron cuenta de que salir de casa era una obligación penosa, que a Marisa limpiar y cocinar le suponía un esfuerzo, que Marcelo luchaba un cuadro de hora con su cuerpo para levantarse de la cama. Y los nietos eran una carga que no confesarían a sus hijos ni el uno al otro.
Durante una comida de domingo con los hijos y las nueras, mientras los nietos dormían la siesta, concluyeron entre todos que había llegado la hora de que los abuelos cerraran la casa familiar y se instalaran en una residencia. Por supuesto, a una que admitiera matrimonios que compartieran habitación. Es impensable de otra manera, decían los hijos, han estado siempre juntos, no pueden estar uno sin el otro y sería una crueldad que separarlos. Marcelo y Marisa no decían nada, siempre habían hecho lo que tenían que hacer, siempre habían obedecido lo que los otros consideraban bueno.
El día del ingreso en la residencia los nervios y la emoción hacían que los hijos hablaran rápido y alto, se pisaban la palabra. Marcelo y Marina callaban, cada uno aferrado a su maleta. No se miraban, estaban solos en sus pensamientos.
Pasaron al despacho de la gerente con los hijos. Eran una pequeña multitud ansiosa. Luego la trabajadora social y el psicólogo se sentaron con los dos ancianos. Marisa se puso a llorar. Marcelo se hundía en el asiento y parecía más pequeño por momentos. Comprensivos, los trabajadores de la residencia empezaron el discurso preparado para estas ocasiones: Sabemos que es un gran cambio pero aquí estarán como en casa, compartirán todo, solo que no tendrán las pesadas tareas de cada día. Marcelo los interrumpió con energía. Ese era el problema, que no querían estar como en casa, que ya no querían compartir nada. Los habían casado muy jóvenes, habían sido disciplinados y habían criado a los hijos, nunca se habían engañado el uno al otro con amantes o aventuras, no tenían vicios y desde hacía décadas no se hablaban más que lo imprescindible.
Estaban cansados el uno del otro, su vida había sido aburrida, predecible, sosa. Hacía mucho que no se querían, que solo convivían como educados compañeros de piso. Marisa intervino, no podrían soportar los ronquidos mutuos, las manías, los programas de televisión compartida, los silencios. No lo habían hecho a posta, ellos no querían ser ejemplo de nada, no tenían la culpa de lo que pensaran sus hijos o sus vecinos, solo se habían dejado llevar y el tiempo había pasado sin sentir, cada vez más ajenos el uno al otro. Eran dos extraños desde hacía décadas. Por favor, dijo, queremos habitaciones separadas, queremos que cada uno haga lo que le apetezca, queremos liberarnos el uno del otro de una vez y, a estas alturas, ser cada uno lo que desee.
Marcelo y Marisa han cambiado. Sonríen más y han hecho amigos, cada uno por su cuenta. Marisa se apunta a las clases de inglés y a las salidas culturales, Marcelo sigue la liga de fútbol y disfruta con las partidas de mus de las tardes. Cuando se cruzan en los pasillos o coinciden en el jardín y las salas se saludan con afecto. Este martes se sentaron por primera vez desde que llegaron, hace ya año y medio, a la residencia, a comer juntos y se rieron como cuándo tenían veinte años y un futuro lleno de aventuras por delante.
Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos
Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama