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Concurso Relatos Cortos Lares. 60 días de confinamiento en compañía: Raúl Izquierdo. Residencia de la Casa de la Iglesia (Salamanca)

Concurso de relatos cortos de Lares.
Concurso de relatos cortos de Lares. (Foto: Lares)
Por Dependencia.info
jueves 10 de marzo de 2022, 01:00h

Menciones especiales

Raúl Izquierdo García. Director de Residencia Diocesana de la Casa de la Iglesia (Salamanca) 49 años

60 DÍAS DE CONFINAMIENTO EN COMPAÑÍA

Esa noche la luna estaba más bonita y clara que otras veces, en medio de un inmenso manto oscuro en el que se distinguían muchos puntitos luminosos esparcidos de forma caprichosa. El cielo parecía querer darte un abrazo y decirte que todo estaba bien, que no había nada de lo que temer. Era de esas noches que daba gusto asomarte por la ventana y recibir la caricia fresca del aire, que se mezclaba con un aroma a pequeñas flores silvestres que ya iban preparando el camino a la primavera. Casi se podía escuchar el silencio. Allá en la habitación de la residencia, Encarna y Lola se cruzaron la mirada como cada noche, casi en liturgia diaria que se ha ido consolidando tras varios años compartiendo techo, pero también vida, recuerdos y alguna que otra pena. El peso de los párpados les anunciaba que ya llegaba el tiempo del sueño, y que en breve estarían durmiendo. Aquella noche no era distinta a otras, pero sí era única, porque cada noche era única, y cada día, y cada hora y cada minuto…. Encarna y Lola ya habían llegado a la edad en la que reconocían que cada instante de la vida era un regalo y que cada día más vivido era motivo de fiesta, y fiesta de guardar.

  • Buenas noches Encarna, a ver si mañana seguimos poniendo bonito nuestro rosal
  • Bueno Lola, tuyo, mío y de todos. ¡Ojalá Dios te oiga! Buenas noches

Y es que la resi tenía un pequeño jardín en el que figuraba como la guinda que corona un pastel, un pequeño rosal de rosas de colores. Las había rojas, blancas, rosas y amarillas. Y entre todos, formaban un deleite para la vista. Ahora empezaban ya a salir nuevos capullos y algunas rosas iban r su mejor mostrando tímidamente su mejor sonrisa a los residentes, aquellos habitantes de esa casa grande que sonreían cuando miraban aquel rosal con sus rosas de colores.

Encarna y Lola habían vivido toda su vida en su pueblo, cada una en el suyo. No habían sido vidas fáciles. Encarna había tenido cinco hijos y su marido trabajó siempre en el campo. Un día su marido murió “por unas fiebres” y Encarna se quedo sóla en el pueblo con sus cinco hijos. Trabajó a destajo cuidando a los pequeños pero también en la tierra familiar, y cuidando a otros niños de señoras más adineradas y así recibía algo para salir adelante. Un tío suyo cura también les ayudó. Encarna quiso siempre que sus hijos fueran a la escuela, pero primaba ingresar algo de dinero en casa, así que los dos hijos mayores tuvieron que convertirse en hombres antes de tiempo y trabajar en el campo. Uno de ellos murió al poco, pero Encarna siempre tuvo el coraje para seguir luchando por los otros. Con el paso del tiempo, y con todos ellos casados y repartidos por toda la geografía hispana, Encarna tuvo que dejar la casa del pueblo para irse a vivir a la residencia de la zona.

Lola era maestra en su pueblo. Le encantaba su trabajo y enseñar las letras y los números a los chiquillos de la comarca. Pero cuando se casó, dejó de trabajar. Así era la vida entonces y ella lo aceptó, aunque siempre echó de menos el cole con los peques. Muchas veces decía que ahora no se hubiera casado. Su marido era un hombre bastante más mayor que ella, y hombre de posibles, terrateniente y un poco señorito. Tuvo un hijo, que nació con algunas dificultades. Lola comprendió enseguida que no era un niño como los demás, pero que era su hijo. A su marido le costó siempre aceptar esa situación y Lola sufrió mucho. Al niño lo llevaron a varios médicos y hasta fueron a Madrid con él, pero no se pudo solucionar nada, excepto saber que su hijo tenía lo que llamaban una discapacidad congénita. Su hijo con el tiempo tuvo que ingresar en un centro especial. Aquello le rompió el alma a Lola. Tras la muerte de su marido y viéndose ella sola, tomó la decisión de ir a vivir a la residencia.

Así fue como las vidas de Encarna y Lola se entretejieron y se mezclaron para siempre en un nuevo hogar. Y quiso el azar, o la vida misma o quién sabe que entraran casi al mismo tiempo y que pronto compartieran habitación. No las costó adaptarse, aunque al principio todo era nuevo para ellas. La vida en común no es fácil, sobre todo cuando estás acostumbrado a otro ritmo y a hacer todo, pero pronto empezaron a ver las ventajas de aquella nueva etapa de su vida: ya no tenían que trabajar haciendo la comida, ni limpiar la casa…allí estaba todo muy limpio y las cuidaban muy bien. Y además, se abría un mundo de relaciones nuevas y un sinfín de nuevas formas de ocupar y aprovechar el tiempo. Pronto empezaron a sentir de verdad que aquella era su casa y sus habitantes, residentes y personal, parte de su familia. Pero había algo más que unía de forma especial a Encarna y a Lola: su pasión por las flores y las plantas, y en especial, por las rosas. Por eso ellas eran las encargadas de cuidar el rosal de la residencia. Se pasaban ratos enormes hablando sobre el rosal, sobre cómo cuidarlo mejor, cuánta agua poner… Acariciaban las rosas y las cuidaban como si fueran sus hijitos. Las rosas crecían bonitas y regalaban su mejor color y su mejor aroma gracias a sus desvelos por ellas.

Al día siguiente, los rayos de sol entraron por la ventana de su cuarto y poco a poco fueron llenando de luz la habitación. A Encarna y a Lola les gustaba mucho que el sol entrara todas las mañanas y por eso dejaban la persiana medio bajada. Parecía que a Encarna le costaba un poco levantarse:

  • Buenos días Encarna
  • Ay Lola, no me encuentro muy bien
  • Vamos, vamos…no seas dormilona, que tenemos que bajar a desayunar
  • No tengo ganas…. De verdad, me encuentro regular…

Y al poco entró en la habitación Nuria, una de las auxiliares de planta. Cruzó algunas palabras con Encarna, y se fue para volver con Isa, la jefa de enfermería. La tomaron la temperatura y le dieron una pastilla de esas que bajan la fiebre.

  • Ahora a descansar un poquito, - y se marcharon. Antes de marcharse a desayunar, Lola le preguntó a Encarna:
  • Pero, ¿cómo estás?
  • No sé, Lola, estoy como acatarrada…. Y muy, muy cansada
  • Ay, Encarna, mujer, tú no te preocupes de nada, que te van a cuidar muy bien

Lola se fue un poco intranquila, pero sabía que allí estaban muy bien cuidadas y si Encarna tenía un catarro o gripe, tendría que pasarlo y ya está. Después del desayuno, Lola se fue al rosal. Aquel que cuidaban las dos. Estuvo arreglándolo un poco y cortó la mejor rosa para Encarna. Era una rosa de un color rojo bermellón que entraba por los ojos. Sus pétalos suaves y firmes y cuando te la acercabas a la nariz, podías notar el aroma a perfume y a campo que se te metía hasta el alma. Lola buscó a Rosi, la terapeuta ocupacional para que le ayudara a poner un poco de papel de celofán de colores y una cinta de color amarilla en la que escribió: “Para Encarna”

Entonces subió Lola subió a la habitación y le entregó la flor a Encarna. La sonrisa de Encarna era de agradecimiento pero también expresaba cierto cansancio. Pusieron la rosa en una jarrita de cristal y le echaron un poquito de agua.

El día transcurrió para Lola entre actividades, paseo, cuidado del rosal… y para Encarna, entre visitas de médico, más medicinas, y vueltas en la cama.

Por la noche, al volver a juntarse en la habitación, Lola percibió que Encarna seguía regular. Se asomó por la ventana de su habitación y la luna era menos brillante que la noche anterior, incluso las estrellas estaban más apagadas.

  • ¿Qué? ¿Cómo estás ahora?
  • Pues así andamos…. Igual que esta mañana o peor…. No sé…. pero miro la rosa y me animo

Ciertamente Lola notó que a Encarna le costaba hablar, como si le faltara el aire. Se volvieron a cruzar la mirada, y se dieron las buenas noches.

Al día siguiente, no fueron los rayos del sol quienes les despertaron, sino un equipo de gente vestida de forma un poco distinta que entraron abruptamente y se acercaron a la cama de Encarna. A Lola le asustó un poco ver que no era capaz de distinguir a nadie porque llevaban algo en la cara inusual. Una de ellas, se bajó un poco la mascarilla y le dijo a Lola: No te asustes Lola, soy yo, Isa, la enfermera. Nos vamos a llevar a Encarna que está peor para otra zona de la resi y así la podremos cuidar mejor.

Lola no supo contestar, más que hacer con los hombros un gesto de conformidad y confianza. Una vez más, Lola y Encarna se cruzaron la mirada. Pero la mirada de Encarna reflejaba más agotamiento y apenas podía tener los ojos abiertos.

  • Cuida del rosal, Lola – pudo articular Encarna
  • Claro, del rosal tuyo, mío y de todos

Y se llevaron a Encarna de la habitación en una camilla, hacia alguna zona de la residencia para que se recuperara mejor. Aquel día fue extraño para Lola. Ella siguió haciendo lo de cada día, pero estaba intranquila y lo peor, es que no tenía noticias de Encarna. Había preguntado a un par de auxiliares, pero no había sacado nada en claro. Mientras regaba el rosal, Antonio, un señor que llevaba poco más de dos meses en la residencia le dijo:

  • A tu amiga la han llevado donde a mi mujer. Como tiene el bicho ese, pues les tienen que poner solas en una sala para que no contagien al resto
  • ¿El bicho?, preguntó Lola
  • Sí, es un virus como la gripe o algo así, y tengo que estar unos días sin verla…¡cachis la mar!

Aquella noche, Lola no cruzó la mirada con Encarna ni la dió las buenas noches, ni pudo hacer planes con ella para cuidar el rosal. Lola miró la rosa roja y todavía estaba fresca y derecha. Y así, mirando la rosa, Lola se durmió…

Al día siguiente volvió a despertarse con un sobresalto. Allí en la habitación apareció de nuevo el cortejo de personas con mascarillas, batas y guantes: Lola, tienes que estar aislada en tu habitación durante unos días. No sabemos si puedes estar contagiada y tenemos que actuar así, pero no te preocupes, que no te va a faltar de nada. Por la voz, Lola pudo reconocer a Isa la enfermera y pudo adivinar las lágrimas en sus ojos y en los de las personas que habían entrado en la habitación con ella.

Pasaban los días y Lola había perdido casi la noción real del tiempo. La rosa roja comenzaba a inclinarse y se le empezaban a caer los pétalos. Ya no tenía un aroma tan penetrante. Y seguía sin tener noticias de Encarna. Ahora no podía bajar a cuidar el de rosal, pero lo miraba desde la ventana de su cuarto durante muchos momentos del día. Llamaron a la puerta….eran José María el capellán y Matilde, la directora del centro:

  • Cuidáis muy bien del rosal Encarna y tú. Ahora Encarna lo cuidará desde otro sitio en el que también te cuidará a ti….

Lola se quedó parada… y en seguida comprendió aquellas palabras…

  • ¿Cuándo ha ocurrido?
  • Esta noche Lola, en torno a las 3 de la mañana. Ya hemos avisado a sus hijos. A otras personas de la residencia les ha pasado lo mismo. Dentro de unos días puede que puedas salir de tu habitación, pero de momento ten paciencia.

Una lágrima empezó a correr por la mejilla de Lola. Al principio suavemente, como acariciando su rostro, pero luego empezaron a brotar con más cadencia. Miro por la ventana para ver el rosal y luego cogió la rosa rojo bermellón y la besó. Algunas de sus lágrimas regaban aquella flor, pero ésta estaba ya seca…

Lola se quedó sin palabras durante aquel día. Y se sumió en una tristeza silenciosa y un gran desconcierto. Pero, ¿qué había pasado? Si hace unos días parecía que todo iba bien…

Cuando cayó la noche, Lola ya era consciente de que no volvería a cruzar la mirada con Encarna, ni volvería a cuidar el rosal con ella… y volvió a llorar. Lola, que creía que ya estaba curada de espanto de todo, que creía que ya había sufrido todo lo que se puede sufrir, que pensaba que ya no lloraría por nada ni por nadie…. Abrió la ventana y un vientecillo fresco le sosegó un poco. Miró al cielo, y vio varias estrellas que lucían intensamente. Cerró los ojos y se imaginó a Encarna y dio gracias por ella, por el regalo de haberla conocido y haber compartido estos últimos años con ella. Y así, se durmió.

A la mañana siguiente, lo primero que vio Lola al despertarse por los rayos del sol, fue la rosa roja, ya marchitada y caída. Pero la cinta amarilla con la dedicatoria seguía nueva. Volvió a pensar en Encarna y tuvo miedo. Pero también tuvo un pensamiento que la inundó el corazón con mucha fuerza: seguir cuidando el rosal. Y eso haría en cuanto pudiera salir de su habitación. Una rosa roja bermellón faltaba del rosal, pero quedaban muchas más. Encarna le ayudaría a cuidar de él desde donde estuviera y así lo sintió. Y seguiría cuidando de las rosas como siempre lo había hecho, de aquellas rosas que tenían espinas y con las que a veces se hacía daño pero que también le regalaban le regalaban alegría, color y olor.

  • Encarna, ese es nuestro rosal: tuyo y mío y de todos.

Y esa noche, la luna volvió a estar bonita y clara como otras veces. El cielo parecía querer darte un abrazo y decirte que todo estaba bien, que no había nada de lo que temer. Es de esas noches que daba gusto asomarte por la ventana y recibir la caricia fresca del aire, que se mezclaba con un aroma a pequeñas flores silvestres que ya confirmaban que la primavera había comenzado.

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