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Historietas: La belleza, por Susana Sierra

Persona mayor en silla de ruedas.
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Persona mayor en silla de ruedas. (Foto: Foto Designed by Freepik)
Por Susana Sierra Álvarez
miércoles 26 de enero de 2022, 17:01h

Ya hace diez años que vivo en esta residencia. Las rutinas se suceden iguales día tras día, con interesantes variaciones a veces: una visita, una excursión, una visita cultural…

Tampoco me importa mucho. No creo que si siguiera viviendo en mi casa mi vida fuera una aventura continuada, llena de emociones y sobresaltos, en absoluto. Ni lo creo, ni me gustaría. Con el paso de los años una dosis de previsibilidad es tranquilizadora. Saber lo que voy a hacer cada día es bueno, no deseo más.

Patricia, la joven psicóloga que dirigía grupo de apoyo de mujeres, me perturbó mucho en la penúltima sesión. Somos siete las que nos sentamos con una taza de cacao y una galletas a comentar con ella lo que nos parece. Normalmente, todas hablan de sus hijos, de lo felices que eran, de personas que murieron hace años. Reconozco que me aburro mucho y que sigo yendo porque aprecio a Patricia y prefiero eso a ver la televisión, hacer punto o apuntarme a otro taller de trabajos manuales.

Pero el otro día… Cuando preguntó si no sentíamos guapas y atractivas, tras un momento de estupor, el grupo se puso a reír y a darse codazos. Cuando pasaron la risa y los comentarios chuscos, Patricia se dirigió directamente a mí. Yo no había participado del jolgorio general.

—¿Qué opinas, Verónica? ¿Te ves guapa?

Hacía años que no me miraba en un espejo más que lo imprescindible. No sabía qué decir. Ella continuó:

—Todas tenéis una gran belleza, la que da los años, la experiencia, la vida. Os propongo un ejercicio. Después del aseo, miraos al espejo durante al menos cinco minutos. Pero sin críticas, solo viendo lo que sois. Apuntáis lo que veáis de hermoso en vuestros cuerpos y me traéis al menos cinco cosas buenas para compartir con las compañeras.

A la salida de la sesión, estábamos nerviosas. Unas cuantas dijeron entre risitas que no se habían quedado desnudas nunca ni ante sus maridos, que para hacerlo ahora.

Al día siguiente, tras la ducha, me quedé mirando directamente a mi cuerpo de setenta años. Había estado viviendo en ese cuerpo mucho tiempo sin darle ninguna importancia, con los cuidados básicos, renegando cuando se acatarraba, olvidándolo cuando ningún dolor lo hacía presente. Y ahora me enfrentaba a él.

Me fijé en mis pies. Ya no eran esos hermosos pies que llevaban sandalias, tenían durezas, estaban algo deformados, pero lo cierto era que ahí estaban, sosteniéndome, llevándome de un lado para otro y sentí que debía agradecérselo.

—Gracias, pies —dije en voz baja.

Seguí ascendiendo. Mis tobillos eran gruesos, pero tenían la firmeza necesaria y no recordaba que hubiera tenido un esguince.

—Gracias tobillos —dije, lo cierto es que me empezaba a animar.

Las piernas, muy blancas por años de medias y nada de sol, tenían varices en las pantorrillas y celulitis en los muslos. Si se miraban en conjunto, ese desastre parecía que estaba coordinado.

—Gracias, piernas, por sostenerme y llevarme de acá para allá —dije en voz alta ya riéndome.

Al subir la mirada y enfocar mi vientre flácido y grande, pude ver a los tres hijos que allí cobijaron. Ellos le dieron forma y lo modelaron, luego los años hicieron los suyo. Ese vientre era el resultado de haber albergado vida. Me sentí orgullosa.

—Gracias —dije esta vez con emoción.

Mis pechos me recordaron los meses en los que alimentaron, las caricias que provocaron, lo bien que quedaban dentro de aquel vestido azul que llevé al baile y que hizo que conociera al hombre al que amé durante unos años. Ahora eran grandes, tenían otra forma, pero eran los míos.

—Quien tuvo retuvo, chica —me animé de nuevo con una carcajada.

Manos y brazos eran un mapa del tiempo. Las manos con sus manchas, los huesos deformados por tantas horas de fregar, lavar, el trabajo en la fábrica. Los brazos disimulaban hasta el codo, luego se imponía una flacidez desganada. Cogí el cepillo del pelo y lo apreté.

—Todavía me servís, gracias —les dije.

El cuello, con círculos que delataban los años sosteniendo mi cabeza, ahí estaba, a pesar de todo, orgulloso.

Me concentré en la cara. Las formas se habían descolgado y redondeado. La nariz era, o a mí me parecía más grande. Me habían salido unas manchas en las mejillas y en la barbilla. Lo que me sorprendió fueron los ojos. En parte habían cambiado, eran más pequeños, con pestañas más pequeñas y más cortas, la mirada era más acuosa, sin embargo, detrás brillaba la Verónica: la de siete años que quería ser médica, la de veinte que se enamoró de un chico rematadamente guapo, la que paró y crió tres hijos, la que renunció a su sueño y se pudo a trabajar en la fábrica cuando el chico rematadamente guapo resultó ser rematadamente canalla y la dejó con las tres criaturas, la que vio a sus hijos crecer e irse, la que se rió con cada uno de sus cuatro nietos, la que decidió ir a vivir a la residencia. Me sentí bien. «Qué pena las cejas», pensé, «con esa moda tonta de depilarlas casi me quedo sin ellas».

Y el pelo, aproveché que tenía el cepillo en la mano y me lo pasé por la cabeza. «Tengo pelo, tengo suerte». A continuación, arranqué una hoja de una libreta, cogí un bolígrafo y empecé a describir el viaje a través de mi cuerpo.

Fui a la siguiente reunión con mi papel. Sabía que si no lo escribía y leía, no podría decir nada. Cuando acabé de dar las gracias por tener un cuerpo que me había sostenido, que había amado, que había trabajado, dado vida, reído y llorado, sentí que me reconciliaba conmigo misma.

—Sabéis, compañeras. Lo cierto es que soy una mujer muy guapa. Y si lo pensáis, vosotras también.

Patricia me abrazó y me susurró al oído.

—Gracias.

Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos

Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama

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