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Historietas: La maestra, por Susana Sierra

Historietas: La maestra, por Susana Sierra
Por Susana Sierra Álvarez
miércoles 17 de marzo de 2021, 02:39h

—Dos por una, dos.

—Dos por dos, cuatro.

—Dos por cuatro, ocho…

La musiquilla acompasada, con algún que otro tono a destiempo y más de una voz interrumpida por toses incómodas, hace vibrar no solo las cuatro paredes de la improvisada clase que ha organizado doña Pilar en la residencia en la que vive, sino también a ella misma, en lo más hondo de su ser, a la profesora de gafas de concha de carey con cristales, tan gruesos, que es difícil ver sus verdes y vivaces ojos, llenos de vida, de letras y de saberes aprendidos y compartidos con muchos en sus sesenta años como maestra de escuela rural.

Hoy es uno de los días más felices de su vida, y ha tenido muchos, aunque también ha tenido otros tantos en los que le desesperaba tener que lidiar con algún que otro alumno más pendiente de la trayectoria de la piedra lanzada con el tirachinas que de la tabla de multiplicar.

—A ver, Pedrito, ¿tres por tres…?

—¡Siete!

—¡Nooo, Pedro, no! Si tenemos tres montones de piedras, con tres piedras en cada montón, y sumamos todas las piedras de los tres montones juntos tendremos… ¿cuántas piedras?

—Una… dos… tres… mmmmm. —Pedrito sigue contando para sí, visible en su cara el verdadero esfuerzo que está realizando—. ¡Sí, señorita Pilar, nueve piedras! ¿Tenemos nueve piedras!

—Muy bien, Pedrito, muy bien. ¡Entonces ya sabes multiplicar! A ver… otra vez… ¿tres por tres?

—¡Siete, señorita!

Y la señorita Pilar lanza un suspiro de resignación que se refleja en el vaho condensado por el frío del aula de la escuela del pueblo, mientras atusa con un cariño especial la cabeza del alumno. Esa desesperación nunca se convirtió en desaliento, jamás se dejó vencer por las cabezas duras de esos niños, que bastante tenían con sobrevivir en aquel pueblo perdido de la mano de Dios, en plena montaña, donde la escuela, con su frío y todo, era un lugar no solo para aprender lo que tenía la obligación de enseñar: las tablas, las reglas de los números, dictados, ortografía y vocabulario, de vez en cuando el credo para cuando viniera el funcionario del ministerio… La escuela también era el lugar donde los niños se encontraban con esa jovencita de veintipocos años, con ojos verdes y vivos, ávidos de aprender y de enseñar, en la que veían a esa persona mayor con la que jugar aprendiendo a ser hombres y mujeres de bien, a compartir con sus compañeros lo poco que tenían: esa manzana que llevaban para el recreo, el bocadillo de anchoas en conserva, el mendrugo de pan que sobró de la cena anterior.

La señorita Pilar les hablaba de amistad, de compañerismo, incluso de libertad, de libros que no se podían encontrar en bibliotecas, y siempre lo hacía con una sonrisa limpia y serena. Les hablaba de películas donde no siempre salían curas o monjas, o mujeres plañideras esperando que su marido regresase de la guerra, sino de otras en las que las mujeres podían quitarse un guante bailando con un traje negro, que enseñaban toda una pierna, mientras se contoneaban provocativamente delante de un montón de hombres, cantándoles «échame la culpa a mí, nene»; o de otra en la que un corredor de seguros se deja liar por la mujer de un señor mayor para matarlo entre los dos y cobrar una cuantiosa suma de dinero. Los niños la escuchaban entusiasmados, a veces con caras de susto, las niñas sobre todo, y con bastante incredulidad. La acribillaban a preguntas: que dónde había visto esas películas y leído esos libros, que cómo una mujer podía bailar sola y enseñando una pierna delante de muchos hombres, que cómo una mujer casada se podía «rejuntar» con otro que acaba de conocer para matar a su pobre marido. Ella las contestaba todas, una a una, siempre con su eterna sonrisa.

—Es solo cine, chicos. Son historias que pasan muy lejos de aquí, o que a lo mejor pueden pasar aquí también, pero eso no se sabe, porque nadie las cuenta. Los libros son más fáciles de conseguir, yo tengo algunos y os los puedo pasar, aunque tiene que ser nuestro secreto y no los puede ver nadie más. En ellos se cuentan amores desgraciados de mujeres casadas que lo pasan mal porque han dejado de querer a sus maridos y se enamoran de jóvenes amantes, y también algún que otro poema que habla de los aceituneros en Andalucía que, como dice, son los verdaderos dueños de la tierra. Y las películas que os he contado, las he visto en un sitio que está muy lejos de aquí, y hay que ir en barco y se tarda muchos días en llegar.

A Pedrito, a Luisita, a Carmencita, la hija del lechero, y a Tomasito, el del panadero, les entraban estas historias de seres desgraciados y aventureros (en las historias de la señorita Pilar también había lugar para los descubrimientos, los viajes por el Amazonas, que «es un río enorme, más grande que cualquier río que os podías imaginar, chicos», —les contaba—, escaladas a montañas que rozan el cielo,…) más que las cuatro reglas.

Y cuando más distraídos estaban, entre historia e historia, la maestra les enseñaba a leer, a sumar, a dividir y ellos, a regañadientes porque se terminaba lo divertido, con la promesa de que cuando aprendieran volvería a narrarles otra historia de libro o de película, lo aprendían. Hasta llegó el día en que Pedrito consiguió entender que las sumas y las multiplicaciones están muy relacionadas y que tres por tres es lo mismo que sumar tres montones de piedras con tres piedras cada montón.

No fue fácil ir desprendiéndose de estos niños que, a pesar de sus esfuerzos, tanto los propios como los de su profesora, estaban, la gran mayoría de ellos, abocados a seguir en el pueblo, pasando fríos inviernos, aislados del mundo y sobreviviendo con lo poco que les daba la tierra y el ganado. Pero llegaron otros, los hijos de estos, y los hijos de sus hijos. La señorita Pilar pasó a ser doña Pilar y llegó el día en que dejó las clases y se fue del pueblo a la ciudad.

Y hoy, en el día de su 87 cumpleaños y su sesenta aniversario como maestra, en su habitación están Pedro, Luisa, Carmen y Tomás, felices por el reencuentro y recitando sincopadamente la tabla del dos, con su vieja y querida maestra, festejando la vida y el haberles ayudado a ser hombres y mujeres, ofreciéndole el mejor regalo que le podían hacer, ellos mismos.

Susana Sierra Álvarez, asesora lingüística. Corrección y redacción de textos

Autora de Guía para corregir textos dramáticos. Cómo corregir textos dramáticos sin que sea un drama

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