En el mundo de la atención a personas mayores hay una creencia más o menos explícita que repetimos como si fuera una verdad indiscutible: solo se puede aprender de los países que consideramos más avanzados que nosotros. Decimos cosas como “en Dinamarca ya lo hacen así”, “en los Países Bajos tienen un modelo innovador”, “en Japón lo han resuelto con tecnología”…
Es una idea cómoda. Nos sentimos humildes y maravillados cuando hablamos de modelos daneses, de complejos holandeses sin barreras o de tecnologías japonesas que permiten analizar lo que los residentes dejan en el wc cada vez que lo usan. Y no es que no haya motivos para admirar esos avances. Los hay. Pero esta convicción, la de que solo se aprende de los que consideramos más avanzados que nosotros también tiene un efecto secundario: nos vuelve ciegos a lo que pasa en buena parte del mundo.
Esta semana he tenido la ocasión de vivir algo que ha puesto en duda esa lógica. Un viaje especial al norte de la India y Nepal, organizado por la Casa del Tíbet de Barcelona y el doctor Manuel Sans Segarra, a quien conozco desde hace unos cuantos años. Sans Segarra se ha convertido en un fenómeno mediático por su trabajo con las experiencias cercanas a la muerte y otras cuestionmes relacionadas. Un viaje intenso, lleno de momentos que dejarán huella: visitas a templos, charlas con monjes budistas tibetanos y hasta una audiencia con el Dalai Lama.
Pero confieso que, más allá de todo eso, yo iba buscando otra cosa. Quería ver cómo se cuida allí a las personas mayores. Cómo se organizan, qué modelo de residencia tienen, si es que se puede hablar de "modelo" en términos tan estructurados, y qué tipo de relación existe entre lo social, lo familiar y lo comunitario en ese contexto.
Y lo he encontrado. Gracias a la profesionalidad de la Casa del Tíbet, he podido visitar una residencia ubicada en un barrio de Dhamarsala. Un edificio sin pretensiones, pero en el que basta con entrar para empezar a sorprenderse.
La residencia (he hecho un vídeo explicativo) acoge a 56 personas mayores. Son personas jubiladas de una organización que agrupa escuelas, hospitales y otros servicios vinculados al gobierno tibetano en el exilio. La organización ofrece atención sanitaria a los residentes y ellos no pagan nada por vivir allí. Algunos tienen una autonomía relativa, pero muchos presentan un nivel de dependencia medio o incluso alto.
Y sin embargo, en todo el centro, solo trabajan cuatro o cinco personas. ¿Cómo es posible? La clave está en algo que aquí casi hemos descartado: la convivencia con un familiar.
Muchas de las personas mayores viven en su habitación acompañadas por una hija, en un caso incluso por una nieta. Y esa familiar no solo está allí por cariño o por necesidad. Está allí porque forma parte del funcionamiento del centro. Es ella quien ayuda en el aseo, quien limpia la habitación, quien prepara las infusiones y mantiene la ropa en orden.
Muchos de los que no tienen un famiiliar que viva con ellos reciben ayuda de otros familiares que viven en sus casas y van al centro a ayudar de forma habitual. No hay comedor. Cada persona recibe su comida preparada en la cocina del centro y decide dónde tomarla: en la habitación, en un pequeño distribuidor que hace las veces de sala de estar, o, sobre todo, en el templo que hay justo al lado del edificio.
Porque, como descubrí muy pronto, el templo no es un añadido. Allí los residentes pasan buena parte del tiempo. No por obligación ni como parte de un taller pautado. Van porque quieren. Porque allí encuentran silencio, compañía, rutina, sentido. Algunos meditan o mueven unas ruedas de oración, otros simplemente se sientan. Pero todos saben que ese espacio forma parte de su día a día, igual que antes, cuando eran más jóvenes, lo era su casa o el lugar de trabajo.
Cada habitación cuenta con su propio cuarto de baño, una nevera y una especie de rincón de cocina. No se cocina como lo haríamos en una vivienda convencional, pero sí se preparan cosas sencillas: un té, una sopa ligera, una comida traída del exterior. La residencia tiene también una cocina, que distribuye la comida a cada residente, y una lavandería que, admito, no llegué a ver.
Muy interesante, pero al visitarla, una pregunta no paraba de rondarme la cabeza ¿Es esto una residencia?
Desde el punto de vista técnico, quizá diríamos que no. No cumple con muchos de los requisitos que en Europa, y particularmente en España, consideramos imprescindibles: ratios de personal, diseño universal, comedores colectivos, actividades programadas, intervención interdisciplinar…
Y sin embargo, funciona. Tanto, que ya están construyendo otra residencia justo al lado. No porque haya una avalancha de recursos, sino porque la gente quiere ir allí. Porque tiene sentido. Porque responde a una necesidad y lo hace de una forma comprensible para quienes viven en ese entorno.
Ahora bien, pongámonos en el lugar del desarrollador que decide replicar este modelo en España. Imaginemos que alguien propusiera construir un edificio con miniapartamentos para personas mayores, con un dormitorio, un pequeño baño, una cocina americana y posibilidad de vivir con un familiar. Unas salas comunes sencillas; sin comedor, quizá con una zona para tomar un café o leer el periódico; y un centro de día a pocos metros, que hiciera las veces de espacio de socialización, apoyo y acompañamiento. La comida se entregaría cada día "a domicilio" o se recogería en una cocina del complejo. No habría enfermería permanente, ni talleres de actividades ni servicio de animación sociocultural.
¿Lo aceptaríamos como una residencia? ¿Dejaríamos gastar allí una prestación económica vinculada de residencia?
Lo más probable es que no. Pensaríamos que eso es otra cosa. Una mezcla entre cohousing, vivienda tutelada y recurso informal. Diríamos que no es suficiente para personas con un alto nivel de dependencia. Nos pondríamos nerviosos con la idea de que el cuidado recayera parcialmente sobre familiares. Y, sin embargo, si dijésemos que es un modelo importado de Noruega, muchos harían el esfuerzo de entenderlo. Pero si decimos que viene de las faldas del Himalaya, la reacción ya no es la misma. Curioso, ¿no?
Me parece que ahí hay algo que deberíamos revisar. Porque el modelo que he visto en India, y que se repite en Nepal, tiene limitaciones, sí. Pero también tiene soluciones acertadas. Cosas que pueden inspirar. Ideas que, adaptadas a nuestro contexto, podrían dar lugar a fórmulas humanas, sostenibles y coherentes con los deseos reales de algunas personas mayores: seguir teniendo un espacio propio, compartir la vida con quienes quieren, y mantener una rutina con sentido.
Yo vuelvo de la India y Nepal con la mente más abierta. Y no solo por los templos, los paisajes o las conversaciones con los monjes. Vuelvo pensando también en aquellos que, esta misma semana, están participando en el 49º viaje geroasistencial organizado por Inforesidencias, que ha llevado a un grupo de 20 empresarios y profesionales del sector a visitar residencias en Núremberg y la feria más importante de atención a personas mayores de Europa. Estoy seguro de que volverán con ideas valiosas.
Solo espero que, cuando las compartan, no olvidemos que las buenas ideas no siempre vienen de donde esperamos. A veces, también hay que mirar más allá del brillo, más allá del mármol pulido, y escuchar con atención lo que nos puede decir una estufa de butano en el Himalaya.
Autor del texto Josep de Martí Vallés. Jurista y Gerontólogo. Fundador de Inforesidencias.
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