Hoy escribo estas líneas porque tengo la sensación de que en los últimos años al sector de los cuidados y, con especial énfasis, a las residencias de personas mayores, se le ha perdido por completo el respeto. Principalmente, por parte de la Administración Pública.
Esta falta de respeto en muchas ocasiones no ha sido directa, sino que ha sido urdida, promovida o promocionada, por acción, por omisión o por falta de rectificación, a través de los medios de comunicación. Con la bendita suerte de que nuestra sociedad, lamentablemente, es cada vez menos reflexiva y con facilidad asume como cierto cualquier “input” informativo.
En cualquier caso, no me gustaría que este artículo se convirtiera en la crónica de un lloro beligerante bajo el genérico reclamo del respeto.
Así que comencemos con un ejercicio básico: averiguar si el sector de residencias merece o no respeto.
Lo que es evidente es que es un sector complejo, que vive a caballo entre lo social y lo sanitario, entre lo público, lo concertado y lo privado, todo ello regado por un maremágnum de requisitos normativos territoriales que fijan “las reglas del juego”. Esta complejidad produce un desconocimiento generalizado de la labor que aquí se realiza, y lo cierto es que unos y otros solo sobrepasan la barrera del desconocimiento cuando existe necesidad.
Desde una perspectiva social, el sector ofrece soluciones a personas y familias en un momento crucial de la vida: la fase de dependencia y la situación de vulnerabilidad. Los centros acogen situaciones y casos engorrosos, requiriendo una entrega excepcional por parte de los profesionales que en ellos trabajan; al igual, los centros solucionan problemas de sus “primos de zumosol”, los hospitales, cuando la carga de éstos llega al límite.
Tampoco debe ofrecer dudas que, desde una perspectiva económica, hablamos de un sector que genera cientos de miles de empleos, con una alta estabilidad. Asimismo, solo el sector privado de residencias mueve cerca de tres mil millones de euros en facturación (gran parte de ese montante va destinado a pagar nóminas). Y ello a pesar de las más que evidentes dificultades para encontrar trabajadores y de una infrafinanciación crónica por parte de las administraciones, los que son sin duda dos grandes retos del sector.
Finalmente, en el plano institucional, el sector (en concreto, las residencias privadas) alivia la responsabilidad de las Administraciones de dar respuesta a las necesidades habitacionales de una España cada vez más longeva y dependiente, en la que la demanda de recursos asistenciales crece a mayor velocidad que la oferta (pública y privada) de éstos.
Siendo entonces incuestionable que el sector merece respeto, veamos qué me lleva a escribir estas líneas. Voy con tres ejemplos concretos donde el respeto brilla por su ausencia. Estos tres casos ponen el foco en tres “players” distintos del sector (los profesionales, las instituciones y los usuarios de recursos asistenciales) para evidenciar la globalidad de este problema.
Estamos todos cansados de hablar de la Pandemia y del Covid-19. Principalmente porque a casi todos nos trae el recuerdo de un ser querido que perdimos. A mí, particularmente, no me gusta olvidar algunas cosas que pasaron. Me ayuda a saber dónde estoy y porqué hago lo que hago.
En concreto, no olvido la campaña injusta, injustificada e injustificable que promovió el que fue ministro de Derechos Sociales, el Sr. Pablo Iglesias, hacia las residencias de personas mayores, especialmente las de titularidad privada. La demagogia barata utilizada por este personaje acabó regando rápidamente los medios de comunicación, convirtiendo a las residencias en “lugares de muerte”. Una mancha que todavía hoy nos cuesta quitarnos de encima.
Cualquiera que conozca la realidad de esa época en una residencia sabrá que en los centros hubo muerte, pero también hubo vida, hubo entrega, hubo solidaridad. Recupero esa complejidad del sector: quién pudiera imaginar que entraba a trabajar a mediados de marzo y saldría hacia su casa unas cuantas semanas después, después de un aislamiento voluntario (y solidario) con el fin de proteger la vida de quienes eran más vulnerables. No recuerdo muchas muestras de reconocimiento a esos profesionales entregados. No hubo aplauso a las 20:00h para ellos.
No olvido tampoco los aislados casos de mala praxis, pero creo que quienes los cometieron ya pagaron por ello, y que el precio pagado por el sector como conjunto ha sido una bendición: cada vez tendemos más a la transparencia, hacia centros abiertos a la comunidad.
Vengo defendiendo que el nuestro es un sector complejo. Al igual que en otros sectores de complejidad, uno tiende a pensar (será la edad o el sentido común) que si el Poder Legislativo pretende cambiar las normas y principios de un sector, lo mejor es empezar por escuchar a las instituciones que trabajan en el mismo. Primero, porque (¡bendita suerte!) puede “sonar la flauta” y que dichas instituciones le realicen el trabajo a la Administración (algo habitual en nuestro querido país). Y segundo, porque el fundamento de legislar es ordenar determinados actos o relaciones con el fin de acercarlos al bien común. Nadie mejor para entender esas relaciones que quien las promueve (los centros e instituciones) o representa (las patronales).
Pues el segundo ejemplo que traigo es el loable intento de homogeneizar la atención residencial por parte del Ministerio de Derechos Sociales dirigido por la Sra. Ione Belarra. Este ejercicio terminó en la aprobación en consejo interterritorial, en el que están todas las CC.AA, de unos criterios comunes de acreditación y calidad de los centros y servicios del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia (SAAD), (publicado en el BOE de 11 de agosto de 2022, mediante Resolución de 28 de julio de 2022, de la Secretaría de Estado de Derechos Sociales). Este texto ha sido conocido como el Decreto Belarra.
Las principales patronales fueron, primero, ninguneadas, al no contar con ellas en los primeros borradores del Decreto Belarra. Y segundo, desoídas e incluso ridiculizadas en sus planteamientos y advertencias en los posteriores borradores. Asistimos al clásico “quita, que esto ya lo hago yo mejor, que por algo estoy al mando”.
El Decreto Belarra obligaba a todas las comunidades a una implementación normativa a nivel autonómico antes de mayo de 2023. El resultado ha sido maravilloso: a día de hoy solo dos comunidades han adaptado su normativa; curiosamente, la Comunidad Foral de Navarra y la Comunidad Valenciana (bajo su anterior Gobierno). Que cada uno saque sus propias conclusiones.
Lo grave es que el resto de comunidades no desoyen el Decreto Belarra por un tema político (no hablamos de partidos, hablamos de personas, ¡de mejorar su calidad de vida!) sino porque dicho texto no se adapta a la realidad de la situación asistencial de sus territorios, e impone en muchas ocasiones criterios imposibles de cumplir (ratios de personal) o económicamente inviables (distribución en unidades de convivencia).
La consecuencia es desalentadora: la normativa inadaptada a la realidad produce inseguridad jurídica, y la inseguridad ha contribuido a una evidente y preocupante ralentización (o paralización total) en la construcción de residencias para mayores. Como decíamos antes, la demanda sigue creciendo, y a día de hoy la oferta no cubre la necesidad de plazas. En crudo: en España, cada día fallecen decenas de personas esperando las prestaciones o servicios del Sistema de la Dependencia.
Por cierto, si está usted pensando en construir una residencia y no sabe en qué lugar de la geografía nacional ubicarla, se ha encargado el IMSERSO de hacer un censo que no funciona ni responde a la realidad, para que le entren ganas de invertir en otro sector.
Termino con el último ejemplo. Tenemos claro que las políticas legislativas no nos ayudan y que somos un sector absolutamente infrafinanciado, más si nos comparamos con algunos vecinos europeos.
Tendería a pensar que esto podría compensarse parcialmente con políticas sociales que promocionasen las residencias como solución asistencial, de vida y habitacional, asumiendo que donde mejor se envejece es en casa, pero conocedores de que hay situaciones en que el ingreso en un centro es inevitable.
Pues tampoco. En línea con las últimas políticas sociales, esta Administración está empeñada en minar la libertad de elección de sus ciudadanos, abocándolos hacia un nuevo modelo de cuidados: ahora lo mejor (y, entre líneas, lo único) es cuidar a las personas mayores en casa. Por cierto, la nueva Estrategia Estatal de Cuidados ha sido aprobada por el Consejo de Ministros sin escuchar a patronales o instituciones, de nuevo (https://ceaps.org/ceaps-califica-de-inaceptable-que-el-consejo-de-ministros-apruebe-la-estrategia-estatal-de-cuidados-sin-ni-siquiera-reunirse-ni-escuchar-al-sector/ ).
Entonces, ¿dónde queda la libertad de elección? De nuevo, el sentido común me hace pensar que, como ciudadano, un Estado Social es aquel que promociona todas las alternativas por igual.
Curiosa paradoja: un Estado que ha demostrado legislar de forma incoherente, inadecuada e ineficiente se intuye suficientemente capaz para decirnos cuál es el modelo de cuidados del futuro. Uno no sabe que pensar. O sí.
Sin ánimo de sonar mal agorero, me gustaría terminar con un rayo de esperanza. Nuestro sector no necesita promoción, solo necesita respeto. Y aunque no lo tenga, seguirá trabajando por un fin bello, justo y que compensa “todo lo demás”: mejorar la calidad de vida de las personas desde la excelencia en los cuidados.
Y este sector siempre estará abierto a colaborar para ofrecer a las personas mayores soluciones variadas, dignas e innovadoras. Creo que lo merecen, se lo han ganado.
Dr. Rafael Sánchez-Ostiz, presidente de la Asociación Navarra de Entidades Asistenciales ANEA; miembro de CEAPs