Opinión

Residencias y estereotipos

Josep de Martí, fundador de Inforesidencias.com. (Foto: JC/Dependencia.info).
Josep de Martí | Miércoles 15 de mayo de 2024

Llevo años hablando y escribiendo sobre residencias de personas mayroes y sorprendiéndome con las reacciones de la gente ante la posibilidad de llegar a vivir en una en el futuro.

Están aquellos para quienes la sola idea es una especie de tabú innombrable. Estos ven el ingreso como un acto de abandono por parte de los hijos y son los que utilizan frases como: “¿Te acuerdas de Paquita? Con tres hijas y la han metido en una residencia. Mis hijas nunca me harían una cosa así”.

En las antípodas están las personas que dicen cosas como: “Yo, cuando sea mayor me iré a una residencia y así no tendré que molestar a nadie”.

Responder de una forma u otra ante la idea del posible ingreso depende de las experiencias que tenga cada uno y, sobre todo, de los estereotipos y prejuicios con que se maneja ante la vida.

Es normal que cuando no conocemos una realidad sustituyamos nuestra propia falta de experiencia por “ideas prefabricadas”. Eso nos permite, aunque nunca hubiéramos conocido a ninguno, “saber” que los mexicanos son muy divertidos y amables (si tomamos un estereotipo positivo) o muy vagos (si tomamos uno negativo). Eso es precisamente algo característico de los estereotipos: como no se basan en nada cierto, sino en generalizaciones inventadas, nos pueden permitir asumir una cosa y la contraria.

¿Cuál es el estereotipo de las residencias geriátricas? La respuesta la podemos encontrar en un comentario que hacen muchas personas cuando entran en una por primera vez: “Ah, pues no está tan mal”. Estas seis palabras nos indican que lo que se esperaba encontrar era algo malo, de ahí la sorpresa. Pero, ¿por qué?

Lo cierto es que todos estamos muy influenciados por los estereotipos y, cuando hablamos de atención a personas mayores en residencias, sin planteárnoslo, tenemos tan interiorizados algunos negativos que, incluso cuando conocemos la realidad, nos siguen afectando.

En la cabeza de muchos, la idea “residencia” ocupa una casilla mental en la que comparte espacio con otras como “asilo”, “beneficencia”, “abandono”, “fracaso” y “muerte”.

Y ese es uno de los mayores problemas que tienen las residencias para mayores hoy día.

Si entendemos por qué es así, quizás venzamos nuestros miedos.

Para hacerlo tenemos que remontarnos en el tiempo y ver que durante muchos siglos lo más parecido a la residencia eran los asilos religiosos en que las monjas cuidaban a los “necesitados”, o sea, una mezcla de “ancianos, pobres o inválidos”. Hace unos doscientos años aparecieron los de beneficencia que pertenecían a las administraciones públicas, y sólo hace unos cincuenta años las residencias para pensionistas que serían las precursoras de lo que hoy conocemos como residencias.

Lo que buscaban resolver aquellos primeros centros residenciales era más la falta de viviendas dignas para algunas personas mayores que la atención a la dependencia. Las residencias de pensionistas, nombre con el que se conocieron entonces, las construía la Seguridad Social y a ellas iban a vivir personas que cobraban una pensión (no todos lo hacían), que eran totalmente autónomas y que esperaban encontrar actividades de entretenimiento como bailes, grupo de teatro e incluso algún viaje. Las residencias solían ser enormes edificios parecidos a hoteles por los que una silla de ruedas se habría movido con dificultad (al fin y al cabo no estaban diseñados para que viviesen en ellos personas discapacitadas), eran públicas, no había demasiadas y los que vivían en ellas casi no pagaban nada.

¡Menudo chollo! ¿No? Pues para la gran mayoría de personas de edad de los años sesenta y setenta del siglo XX la idea no era agradable si la consideraban en primera persona. La directora de una de esas residencias recordaba en una conferencia a la que asistí como en los años setenta casi tenían que salir a la calle a buscar residentes, ya que incluso los que lo necesitaban se resistían a ingresar.

En esos años una persona mayor con demencia o muy dependiente era cuidada dentro del núcleo familiar, en la mayoría de casos por parte de una hija. Para los pocos casos en que no había familia y la persona no podía permitirse pagar a alguien que la cuidase había residencias, principalmente de religiosas y algunas de carácter público vinculadas a la beneficencia. En ellas se ofrecían servicios espartanos, con habitaciones casi siempre compartidas, cuando no masificadas, y con una rígida disciplina. Si intentamos pensar por un momento como alguien de entonces, no nos costará imaginar el ingreso en una residencia como un fracaso vital; algo impensable cuando hubiera una familia “correcta”. Las residencias serían vistas como una red de seguridad que disminuía la posibilidad de caer en el absoluto desamparo durante la ancianidad pero que ofrecía poco más que la subsistencia.

En los años que han transcurrido desde entonces casi todo ha cambiado: Las personas viven más años, o sea que mueren más viejas. Eso ha hecho crecer el número de personas mayores y también el de los “mayores entre los mayores”: aquellos de más 85 años de los que uno de cada tres necesitan de apoyos para realizar las actividades diarias (levantarse, asearse, comer..). Lo que siempre se había entendido como familia se ha ampliado para acoger formas de vida en común que hace sólo dos décadas habrían escandalizado a más de uno y ahora se consideran mayoritariamente como normales. Por otro lado, cada vez más mujeres se han incorporado al mercado laboral perdiendo su tradicional papel de “madres esclavas” que limpian, cocinan, cuidan a niños, mayores y enfermos sin quejarse ni recibir reconocimiento por lo que se consideraba simplemente su obligación.

Una mujer de sesenta años en 1970, comparada con otra que tenga esa edad en 2024 parecerían personas de edades totalmente diferentes, casi parecerían madre e hija. La diferencia sería aún más enorme si comparamos a dos personas de 75 años. Cosas que consideramos tan cotidianas como las dentaduras postizas, los apoyos auditivos, las operaciones de cataratas o los implantes de caderas, eran algo que no empezó a ser accesible a la mayoría hasta mediados de los ochenta del siglo XX. Esto hace que más personas mayores hayan podido mantenerse de forma autónoma hasta una edad más avanzada, que su perspectiva ante el mundo haya cambiado y que, salvo que la demencia se lo impida, quieren decidir más sobre su futuro. Y, aunque parece contradictorio, la generalización de la atención sanitaria también ha producido que, personas que hasta hace unos años morían, vivan ahora durante más años aunque pagando el precio de ser dependientes.

O sea que, cada vez hay más mayores. Muchos autónomos y unos cuantos cada vez más dependientes.

Las residencias no han sido ajenas a este proceso de cambio y se han ido transformando.

Así, las antiguas “residencias de pensionistas”, las de religiosas y de beneficencia se han adaptado para acoger a personas dependientes. En muy poco se parecen a lo que eran hace cincuenta años. Esta adaptación ha supuesto realizar obras importantes y contratar a muchos profesionales, lo que ha llevado a que un servicio que hace unos años no era excesivamente caro haya aumentado su coste de forma exponencial.

Junto a esta transformación, los últimos cuarenta años han visto aparecer algo que antes era inexistente: las residencias privadas.

Primero fueron pisos y casas unifamiliares que los propietarios adaptaban de forma sencilla para acoger a personas mayores a quienes sus hijos no podían cuidar; después se empezaron a construir edificios pensados específicamente para ser residencia. Fueron apareciendo empresas familiares, empresas medias de tipo local o regional con dos o tres residencias y también grupos empresariales que se fueron extendiendo hasta llegar a algunos con decenas de residencias repartidas por todo el país.

Las administraciones autonómicas, a partir de los años ochenta y noventa, cuando recibieron la competencia en servicios sociales también empezaron un frenesí constructivo y crearon residencias públicas en muchas ciudades y pueblos de diferente tamaño. Algunas las gestionaban directamente ellas y en otras contrataban a alguna empresa para que lo hiciese.

Después de todo este camino, llegamos a la actualidad con unas 5.500 residencias en España que, en su conjunto, ofrecen algo más de cuatro camas por cada 100 personas de más de 65 años.

Toda esta explicación es necesaria para entender una cosa: a pesar de todo el camino recorrido hoy sólo ingresa en una residencia 1 de cada 22 personas mayores.

O sea, a pesar de los estereotipos que vinculan vejez con residencias, a pesar de los miedos de unos que anhelan que “a ellos sus hijos no lo ingresen” y la voluntad de otros de “ingresar para no molestar”, sólo cuatro de cada cien llegarán a ingresar y esto será así porque, a pesar de lo que “creamos sin saber”, la mayor parte de las personas que llegan a los 90 años pueden vivir autónomamente hasta casi el final de sus vidas.

Hoy día, cuando pensamos en quién tiene que ingresar en una residencia, debemos partir de que, en la inmensa mayoría de los casos, donde mejor está cada uno es donde ha estado hasta ahora.

Existen medios para que una persona mayor que empieza a sufrir una demencia o tenga alguna limitación de movimiento pueda permanecer en su domicilio. Como veremos en otro capítulo, existen servicios como la teleasistencia, la ayuda a domicilio o los centros de día que permiten obtener lo que debería ser nuestra meta: que el ingreso en una residencia se produzca únicamente cuando la persona lo desee o cuando el cambio suponga ventajas que compensen el hecho de dejar el entorno habitual.

Si hoy empezamos a invertir en extender servicios en el domicilio y llegamos a ofrecérselos a todos los que lo necesitan, llegaríamos a conseguir que sólo ingresasen en residencias quiénes de verdad lo necesitasen. Según se ha observado en otros países, la cifra rondaría el 5% de los mayores de 65 años.

Eso quiere decir que en los próximos años, a medida que aumente el número de mayores (hoy suponen el 21% de la población) harán falta más residencias de las que existen en la actualidad.

Pero una cosa es que hagan falta esas residencias y otra muy diferente es que quien las vaya a necesitar las pueda pagar. Por eso suele hablarse de la diferencia entre “necesidad” y “demanda”.

Como veremos más adelante, cuidar a alguien correctamente en una residencia requiere de un espacio con un mantenimiento adecuado, unos servicios hoteleros (limpieza, comida, calefacción..) y, sobre todo, unos profesionales que ofrezcan la atención directa. Si sumamos lo que cuestan las tres cosas veremos que es imposible que el servicio pueda ser barato.

Inforesidencias.com lleva años publicando informes sobre el precio de las residencias geriátricas privadas en España y, si algo ponen de manifiesto es que para un pensionista que sólo tuviese su pensión le resultaría casi imposible poder pagarse una. Por eso tienen tanta importancia la posibilidad de poder recibir ayuda pública, obtener recursos del patrimonio o buscar otro tipo de ingresos.

Quería desmontar algunos estereotipos y me ha salido algo bastante largo. A quien haya llegado hasta aquí. Gracias por la paciencia.

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