Cuando empecé a trabajar en el sector de las residencias en 1991 las cosas eran bastante más sencillas que ahora. Por aquel entonces las normativas eran muy poco exigentes, se podía rehabilitar casi cualquier tipo de inmueble para instalar una residencia; los residentes requerían menos atenciones que actualmente ya que la mayoría no eran lo que hoy llamaríamos grandes dependientes y, en consecuencia, la ratio de personal era mucho más reducida que ahora.
Todo ello hacía que “los números” de las residencias fueran más sencillos. El salario de una “cuidadora” (todavía no teníamos nombres como “gerocultora”, sí se usaba “auxiliar”, aunque pocas tenían título), era de unas 65.000 pesetas al mes, que coincidía, más o menos con lo que costaba la estancia mensual en una residencia privada. Convertir esa cifra en euros, supone un engaño ya que son 400. Lo que hoy podemos comprar con esa cantidad no se corresponde con lo que se compraba hace treinta años.
Lo que sí sorprende es que hoy, el precio medio de una plaza privada en residencia supone casi el doble de lo que gana una gerocultora, por lo que podemos estar de acuerdo con que las residencias se han encarecido más que otros bienes y servicios. Esto no ha sido así porque “hayan subido los precios”, sino porque lo que ofrece hoy una residencia, en términos de arquitectura, equipo de profesionales y forma de trabajo, es mucho más sofisticado y costoso que lo que se ofrecía entonces.
En los años 90 del siglo XX, quitando las residencias de monjas, unas pocas residencias grandes y aún menos grupos; veíamos muchos empresarios que habían habilitado una casa de su propiedad o habían alquilado algo existente convirtiéndolo en residencia. También se construían edificios para dedicarlos a la atención a mayores, aunque en muy menor proporción a las rehabilitaciones. Que alguien fuera propietario del inmueble y el negocio era algo habitual. En esas circunstancias, cuando alguien quería entrar en el sector y comprar o traspasar una residencia, el cálculo del precio se hacía de forma fácil, aplicando un “tanto por cama”. Creo que pocos en el sector (entre ellos, yo mismo), habíamos siquiera oído palabras como “tasa de esfuerzo”, “EBITDA” o “yield”.
Treinta años de cambio nos han traído a una situación en la que existen diferentes tipos de residencias. Tanto por titularidad como por tamaño, situación (urbanas, rurales) o relación con la administración. Así, el mundo de las residencias es mucho más rico y complejo ahora. Como se han ido aprobando reglamentaciones en todas las comunidades autónomas, cada vez más exigentes, pero que sólo se aplican a los nuevos centros y no a los existentes, el tiempo ha generado también el nacimiento de lo que yo llamo residencias A, B y C; una clasificación que uso cuando asesoro a alguien en el proceso de venta de su residencia:
Residencias tipo A
Son las que cumplen las últimas normativas y podrían ser autorizadas en la actualidad. Estas residencias suelen ser amplias (más de 45 m2 por residente), con muchos dormitorios individuales, servicios higiénicos en cada uno de ellos y con distribución modular. Son las que pueden acceder sin problemas arquitectónicos a normativas de acreditación y concertación. Por otro lado, tienen gastos de mantenimiento más elevados.
Residencias tipo B
Son las que cumplen la normativa de cuando fueron autorizadas, aunque no cumplen estrictamente las últimas normativas, sin que ello sea un problema. Un ejemplo puede ser un edificio construido hace veinte años con pasillos que hoy se exigen más anchos o con un número de habitaciones individuales inferior al exigido en las últimas normas. Suelen tener menos m2 por residente (entre 20 y 40), más dormitorios compartidos y no todos con dotación propia de cuarto de baño completo.
Estas residencias funcionan y seguirán funcionando. Pueden llegar a ser acreditadas directamente o llevando a cabo alguna pequeña obra o reducción de capacidad y, además, como suelen tener menos metros cuadrados por usuario que las A son algo más baratas de mantener.
Residencias tipo C
Son residencias autorizadas hace más de veinte años. Cumplían los requisitos de entonces, pero presentan dificultades serias para ajustarse a los criterios de acreditación o a los que va desarrollando la inspección. Lo que convierte a una residencia en C puede ser muy variado. Un ejemplo típico en algunas comunidades es el relativo a la existencia de habitaciones de más de 2 camas (algo que las administraciones han manifestado reiteradamente que eliminarán), la falta de algunos espacios de convivencia por persona o alguna cuestión relacionada con accesibilidad o seguridad contra incendios. En algunas ciudades son “las residencias situadas en pisos”.
Como las normativas no previeron en sus respectivas disposiciones transitorias que se tuvieran que adaptar, estas residencias pueden seguir funcionando con clientes privados, pero tienen difícil poder acceder a plazas concertadas. En algunos casos, especialmente en Cataluña, muchas de esas residencias ya cuentan con plazas concertadas (o “de colaboración”), desde hace más de quince años viviendo en una situación de “precariedad consolidada”. Su subsistencia reside en su número: sólo la administración sabe cuántas son; todos sabemos que resultaría muy difícil recolocar las plazas concertadas en otros centros debido a la alta tasa de ocupación actual y a la reticencia de muchas residencias a aceptar plazas concertadas debido a su insuficiente dotación económica.
Como los costes y precios de una residencia C son más bajos y muchas se encuentran en núcleos urbanos, cerca de sus potenciales clientes, siguen funcionando y no les falta demanda. Siguen funcionando y son rentables al ser normalmente gestionadas por empresarios individuales que están implicados en el día a día del centro en una forma de “autoempleo”.
La situación es tan compleja y cambiante que, en contra de lo que parecería intuitivo, actualmente hay personas y empresas interesadas en comprar residencias B y C. Casi todas tienen una alta ocupación y, casi todas, llevadas con un mínimo de sensatez y ética ofrecen rentabilidad. La sensación que se tenía hace unos años de que las “residencias pequeñas” acabarían desapareciendo expulsadas por la evolución del sector se ha disipado. Sí es cierto que cierran residencias pequeñas, pero casi siempre es porque el propietario del inmueble no les renueva el contrato de alquiler al haber encontrado otro inquilino con una actividad diferente que le paga más.
Si comparamos la “fauna” que habitaba el ecosistema geroasistencial hace 30 años y el de ahora vemos que el número de plazas y residencia se ha más que quintuplicado. Tenemos un entorno mucho más grande en el que los pequeños gestores de perfil “autoempresa”, antes mayoritarios, han disminuido su presencia. Los empresarios que tienen una o dos residencias y que participan en la gestión, pero sin “estar constantemente en el centro” se han mantenido mientras han crecido los grupos cuyos dueños son españoles, extranjeros o una mezcla gestionando residencias, grupos o grandes grupos en unas o varias comunidades.
A su lado, los últimos en llegar, están los inversores, los que manejan el dinero de los inversores y los “dueños del ladrillo”, que compran o construyen edificios que a su vez alquilan a los gestores; pero no a cualquiera de ellos: solo a los que consideran “premium”, normalmente grupos de quienes se pueden fiar para ofrecerles un contrato a largo plazo a cambio de un alquiler que han calculado teniendo en cuenta lo que creen que van a facturar. La llegada de estos fondos, socimis, family offices… al sector ha marcado en los últimos años un cambio profundo: la separación casi definitiva entre “ladrillo” y actividad y la aparición de “los que están de paso”.
Aquí me detengo un momento ya que creo que es muy relevante. Casi todos los que estaban en el mundo de las residencias hasta hace poco estaban “para quedarse”. Alguien montaba una residencia en 1995 pensando tener su propio negocio que quizás en el futuro dejase a sus hijos; una constructora o una aseguradora montaban, como parte de su estrategia empresarial, una gestora de residencias, que a la vez era propietaria de sus inmuebles “sin fecha de salida”. Quizás después había operaciones de venta, pero eso suponía un cambio de plan, no el cumplimiento de la finalidad inicial. Todavía tenemos muchas residencias que tienen ese perfil.
Los que “están de paso” son aquellos que compran una residencia (inmueble, actividad o ambas cosas) con la idea de gestionar, mejorar la rentabilidad y vender por un precio superior al cabo de un tiempo relativamente corto. El ánimo de estos actores es mejorar la rentabilidad de lo comprado de forma que se justifique el incremento de precio. Un procedimiento es generar tamaño, o sea, comprar varias residencias o grupos, encontrar opciones de mejora agrupándolas y recortando costes.
Tengo pocas reservas a la presencia de los que “están de paso”, siempre que esa mejora de rentabilidad se produzca usando la inteligencia y la creatividad, no reduciendo la calidad del servicio. En un mundo ideal no tendría ninguna reserva ya que, si alguien decide reducir la calidad de su residencia manteniendo precios, para aumentar los beneficios, los clientes se irían a otra residencia que diese más calidad por el mismo precio. El problema es que no vivimos en un mundo ideal y que en la práctica tener la información es complejo (lo sería menos si todas las residencias apostasen por ser 100% transparentes dentro del indicador de transparencia de Inforesidencias.com, como también lo es cambiar de residencia en un momento de escasez de oferta. Por todo ello, creo que todo el sector debe estar “ojo avizor” exigiendo un comportamiento ético y transparente.
Hay quien llama de forma despectiva a los que están de paso, “fondos buitre”. Yo soy cauteloso. Por un lado, porque los buitres tienen una función muy importante en el ecosistema; por otro, porque el abuso del término ha hecho que se etiquete como tales a cualquier inversor.
Creo que la forma de afrontar la situación debería ser la transparencia y la exigencia de cumplimiento de la legalidad. Todas las residencias deben cumplir con las leyes y pagar los impuestos que les toca. Los ciudadanos deberían poder conocer en qué se diferencian y parecen las residencias, sobre todo cuando sus plazas están financiadas de alguna forma por la administración y deberían poder conocer también los resultados de todas las comprobaciones e inspecciones que sobre las mismas efectúa la administración.
Dejo para al final un elemento que sigue ahí de forma menguante: las órdenes religiosas, verdaderas pioneras del sector, y las entidades de iniciativa no lucrativa que muchas veces llevan a sus espaldas una larga existencia. Son un ecosistema dentro de otro más grande. Arrastran sus propios problemas, entre los que destaca el decreciente número de vocaciones, y ofrecen algo que muchos usuarios y familias valoran y no creen que podrán encontrar en las residencias con ánimo de lucro. Lo cierto es que su peso específico está bajando con relación al del sector en su conjunto. Pero siguen allí, aguantando.
En una sociedad en la que el número de personas mayores dependientes no va a parar de crecer hasta 2065, para decrecer a partir de entonces de forma acelerada, a medida que muramos los babyboomers, el ecosistema geroasistencial debe seguir creciendo y evolucionando.
¿Me dejo alguna especie en la descripción de nuestro ecosistema? ¿Estáis de acuerdo? ¿Alguien se atreve a vaticinar cómo será el sector dentro de veinte años cuando los babyboomers seamos octogenarios?