Os ofrezco una lectura algo más larga que las habituales para entreteneros en estos tiempos estivales.
Una señal clara de que una sociedad progresa es que sus pobladores envejecen. Que muchos lleguen a edades maduras quiere decir que han podido comer lo suficiente y beber agua limpia; que no los ha matado en edades tempranas ninguna enfermedad y que tampoco han sido víctimas de la violencia y la guerra. Alcanzar todo ello requiere de grandes esfuerzos y progreso: hacen falta mercados eficientes para que se produzcan y se distribuyan los alimentos; poderes públicos eficaces que construyan los sistemas de potabilización, los alcantarillados los sistemas de pensiones, sanidad y que garanticen la paz social. Y encima hay que tener un período largo de paz y de cierta prosperidad económica.
Cuando se dan esos factores el aumento de la expectativa de vida vive tres fases. Primero baja la mortalidad infantil con lo que estadísticamente se produce una mejora enorme. En segundo lugar, más personas “llegan a viejos” aunque la edad máxima que alcanzan se mantiene más o menos estable (más gente llega a los 90 pero poquísimos superan los 110). La tercera fase, o sea, el aumento de la expectativa real, es la que empezamos a ver ahora y vamos a ver durante los próximos años. Gracias a tratamientos hasta ahora experimentales de regeneración celular, a la mejora en la implantología y el avance sistemático en el tratamiento del cáncer y otras enfermedades, podemos tener dentro de unos años “legiones de supercentenarios”, personas que vivan más años de los que nunca ha vivido un ser humano y que encima retrasen las situaciones de dependencia hacia los últimos años de esas “súper-vidas”.
Ahora que parece que lo peor de la crisis ha quedado atrás, quizás deberíamos pensar cómo vamos a afrontar la próxima, que sin duda vendrá. Y, como parte de la reflexión, podríamos intentar encontrar formas de conseguir que el creciente número de personas mayores deje de ser considerado como un lastre para convertirse en una oportunidad.
Para tomar un poco de perspectiva veamos qué ha sucedido en los últimos años en un país cercano: cuando la última crisis afectó de forma explosiva a Grecia, los pensionistas se convirtieron en el objetivo de los deudores internacionales que habían ido prestando dinero a ese país sin, aparentemente, darse cuenta de en qué se gastaba.
Es cierto que el sistema de pensiones griego era bastante peculiar. Hasta el estallido de la crisis, los griegos se podían jubilar con poco más de 61 años, cobrando el equivalente de algo más del 90% de su sueldo anterior.
Pero es que, además, en Grecia existían cerca de 600 categorías laborales que, alegando motivos de salud, podían optar a la jubilación anticipada, establecida en 50 años para las mujeres y 55 para los hombres. Y entre estos últimos beneficiados había todo tipo de profesiones, desde peluqueros hasta trompetistas, flautistas, cocineros, masajistas e incluso presentadores de televisión, entre otros.
Que una parte de lo que pedía prestado el Estado griego a prestamistas alemanes fuese para pagar un sistema de pensiones más beneficioso que aquel que tenían los propios alemanes, fue sólo uno de los motivos por los que, después de adoptar las “medidas de racionalización”, un 54% de pensionistas griegos cobran ahora la mitad que en 2010.
Pero el caso de Grecia ha sido totalmente excepcional en el entorno europeo. En casi todos los países de nuestro entorno la participación de los mayores en los procesos electorales y el interés de la “edad media” (entre 45 y 65 años) por la futura pensión pesa tanto a la hora de tomar decisiones que ningún país ha tomado decisiones drásticas en relación con el sistema de pensiones y casi todos, incluida España, viven el presente y toman decisiones muy a corto plazo.
La pregunta que se empieza a plantear en algunos círculos es si esa gerontocracia es sostenible económicamente y sobre todo, moralmente.
La guerra entre generaciones es algo que ya se planteó en el libro “El complot de Matusalem” y que ahora volvemos a leer en revistas económicas y de relaciones internacionales.
Para entender la situación, en el ámbito de la Unión Europea, los mayores de 65 años representan aproximadamente el 25% del electorado (130 millones de personas). En España El porcentaje de los mayores de 65 años sobre el total de la población electoral no para de crecer siendo hoy el 24,5%. Si tenemos en cuenta las dos últimas elecciones, entre las que sólo pasaron seis meses, mientras que el censo total descendió en cerca de 38.000 personas, los mayores de 65 años se incrementaron en casi 35.000 electores. Los votantes mayores de 65 suman algo más de 8,5 millones, de los cuales 4,9 millones son mujeres y 3,6 hombres.
Cada vez hay más expertos que se dedican a analizar resultados electorales desde una perspectiva gerontológica (un ejemplo claro ha sido el referéndum del “brexit”), pero también las campañas electorales y las políticas que plantean los gobiernos. En 2014 Angela Merkel hizo algún “regalo” a los pensionistas tras ganar un tercer mandato; David Cameron en su última campaña electoral en el Reino Unido garantizó a los pensionistas la integridad de sus pensiones. En países como Francia e Italia cualquier atisbo de reforma es recibido con tanta virulencia por parte de los sindicatos que todo proyecto acaba en nada o casi.
La crisis económica ha afectado a países como España de una forma peculiar, pasándose de casos en que los hijos ayudaban a los padres jubilados a pagar la residencia a otros en los que son los padres, con pensiones que han mantenido casi al completo su poder adquisitivo, quienes ayudan a hijos que se han quedado sin trabajo o han visto rebajados sus ingresos. Pensemos que en España en 2012, un 27,3% de los hogares tenía como sustentador principal a un mayor de 64 años.
Cuando algún país plantea reformas, normalmente lo hace garantizando a los actuales pensionistas sus condiciones actuales y estableciendo rebajas (más años de cotización, retraso en la edad mínima de jubilación...) para los que tengan que jubilarse.
Estas medidas, sin un verdadero plan a largo plazo empiezan a generar tensión. En España el Estado está pagando pensiones con el “fondo” que se creó hace unos años cuando la sociedad era más joven. El problema es que, al ritmo actual, este no tardará en acabarse.
(La semana que viene seguimos con esta reflexión)