Aprovechando que estamos en el 25 aniversario de Inforesidencias estamos publicando una serie de informes sobre cosas que han cambiado, incluso evolucionado durante este cuarto de siglo. El modelo de 'unidades de convivencia' en residencias busca crear entornos más hogareños y personalizados y, aunque su implementación en España ha avanzado porque mejora la calidad de vida de los residentes, requiere inversión y compromiso político.
Si hablamos del diseño arquitectónico de residencias, uno de los cambios más importantes ha sido la introducción de lo que primero se conoció como “modelo housing” y que pronto se transformó en lo que hoy llamamos “unidades de convivencia” o “unidades convivenciales”.
Muchos atribuyen una parte de la introducción de ese modelo en España a uno de los primeros viajes geroasistenciales organizado por parte de Inforesidencias.com (hoy son ya más de 50), en el que a mediados de la primera década del siglo XXI un grupo de empresarios de Castilla y León, acompañados por el consejero de servicios sociales y un grupo de altos directivos, visitaron Suecia. Allí vieron que las unidades de convivencia era casi el modelo único y decidieron inspirarse en él para traerlo a España.
Siempre he bromeado con que los políticos se llevaron el Powerpoint del modelo pero se dejaron el Excel, queriendo decir que no fueron conscientes (o no quisieron serlo) de que, dividir una residencia en pequeñas unidades hace que el funcionamiento sea más caro. Pero eso es otra historia.
En este informe vamos a repasar diversos aspectos del surgimiento del modelo en otros países y su llegada a España, hasta analizar la situación actual.
El modelo de unidades de convivencia en residencias surge de la idea de que las personas mayores vivan en grupos pequeños, en entornos más hogareños y normalizados, en lugar de instituciones masivas. Este concepto tiene sus raíces en los países escandinavos hace varias décadas. Suecia fue pionera al crear “viviendas grupales” para personas mayores (especialmente con demencia) ya en la década de 1970 (The ideals of group living homes for people with dementia). En estos grupos reducidos (por ejemplo, 6–8 residentes), se recreaba un hogar con cocina, sala de estar y cuidadores estables, lo que contrastaba con las residencias tradicionales tipo hospital. La experiencia sueca se extendió pronto a Noruega, Dinamarca y Finlandia consolidando en los países nórdicos un modelo de atención centrado en la persona y en la vida cotidiana normalizada. De hecho, hace más de 40 años que los sistemas nórdicos incorporan este enfoque en sus servicios sociales
En Alemania, la evolución fue similar. Desde los años 2000 muchas residencias alemanas pasaron del modelo institucional clásico a fórmulas de pequeñas unidades domésticas (Hausgemeinschaften) dentro de los geriátricos. Una innovación alemana específica para demencias avanzadas son las Pflegeoase (literalmente “oasis de cuidados”): unidades muy pequeñas de 4 a 6 personas con demencia severa, que conviven en un espacio común único, prácticamente sin habitaciones individuales (). El objetivo es evitar el aislamiento en cuartos separados, creando un ambiente único donde las camas o “nichos” personales están en torno a una sala común, con atención intensiva y terapias sensoriales (aromaterapia, música).
Estas Pflegeoase tuvieron que implementarse al margen de la normativa habitual (por ejemplo, exigiendo menos metros cuadrados por persona de lo estándar, dado el espacio compartido) bajo proyectos piloto autorizados excepcionalmente (). Pese a su difusión limitada, las primeras evaluaciones en Alemania indicaron mejoras leves en la calidad de vida de los residentes con demencia muy grave en estos “oasis”: menos nerviosismo, agitación y agresividad, y familiares percibiendo mejor comunicación en sus allegados ().
En Japón, el modelo de unidades de convivencia fue adoptado a partir del año 2000 como parte de la reforma de cuidados de larga duración. Inspirándose en experiencias escandinavas, Japón integró en su seguro público de dependencia la figura de los “group homes” para personas mayores con demencia, con entornos hogareños y unos 5–9 residentes por unidad (Small, homelike care environments for older people with dementia) (Change in care location of older adults who resided in group homes ...). En pocas décadas, Japón ha desarrollado miles de pequeños hogares de este tipo por todo el país, buscando humanizar la atención en residencias. Estas unidades (グループホーム) permiten a los mayores con deterioro cognitivo vivir en comunidades pequeñas dentro de su barrio, atendidos 24 horas pero con la sensación de “estar en casa” – con tatami, cocina tradicional, altar doméstico, etc., según cultura local – en vez de en instituciones impersonales.
En España, el concepto de unidades de convivencia empieza a introducirse en los 2000s de la mano del enfoque de Atención Centrada en la Persona. Varias comunidades autónomas y entidades del tercer sector impulsaron experiencias piloto para “desinstitucionalizar” las residencias.
En el País Vasco, el decreto 126/2019 ya recomendaba que las residencias dispusieran de unidades convivenciales y la Diputación de Bizkaia reguló en 2021 su implantación paulatina en la red foral de residencias (Decreto Foral Vizcaya 119/2021 unidades convivenciales). Fundaciones como Matia en Gipuzkoa han construido nuevas residencias 100% bajo este modelo: por ejemplo, el centro Egurtzegi inaugurado en 2023 está compuesto por pequeñas viviendas donde cada persona tiene su estudio con baño y comparte con 8–15 vecinos un comedor-cocina y sala de estar, replicando la estructura de un hogar común (Matia inaugura las innovadoras viviendas en unidades de Convivencia de Egurtzegi).
Otras regiones (Cataluña, Navarra, etc.) también han reconvertido o construido centros siguiendo esta filosofía, agrupando a los mayores en unidades autónomas por planta o módulo (12–16 residentes normalmente) con sus propios cuidadores, comedor y sala de estar, para favorecer un ambiente familiar.
Evidencia científica de sus beneficios
Numerosos estudios han comparado las residencias tradicionales con las de estilo pequeño hogar para medir su impacto en la salud y bienestar de las personas mayores, especialmente con demencia. En general, la evidencia científica apunta a varias mejoras asociadas al modelo de unidades de convivencia:
Menor uso de sujeciones físicas y psicofármacos: Las residencias organizadas en unidades pequeñas y domésticas tienden a emplear menos medidas de contención y menos fármacos sedantes o antipsicóticos para manejar comportamientos, en comparación con los geriátricos convencionales. Una revisión sistemática indicó claramente menos sujeciones y menos medicación psicotrópica en entornos de cuidado tipo hogar (Homelike Models of Long-Term Care: A 2021 Update | CDA-AMC), lo cual concuerda con estudios previos en Países Bajos y Alemania. En Alemania, por ejemplo, se observó que en las Pflegeoase disminuían la agitación y agresividad sin necesidad de tanta medicación.
Mejor estado emocional y menos problemas de conducta: La ambientación hogareña y la mayor normalidad en las rutinas repercute en el bienestar psicológico. Un estudio controlado en Países Bajos encontró que, tras 8 meses de vivir en una unidad de convivencia, los residentes con demencia mostraron una reducción clínicamente relevante de la ansiedad (Quality of life in small-scaled homelike nursing homes: an 8-month controlled trial - PMC ) respecto a quienes seguían en unidades grandes tradicionales. También se han documentado menos episodios de agitación y apatía en entornos pequeños, al haber más estímulos significativos y menos estrés ambiental. Familiares y cuidadores refieren que los mayores “están más tranquilos y como en su casa”, con menos comportamientos disruptivos ().
Más interacción social y participación: Al vivir en grupos reducidos, se propicia una atención más personal y que los residentes se conozcan mejor entre sí. Estudios cualitativos señalan más conversaciones, actividades compartidas y sentido de comunidad en las unidades de convivencia. Los mayores no se “pierden” en un mar de desconocidos, sino que forman una pequeña familia, lo que disminuye la soledad. También se involucran más en las tareas cotidianas (poner la mesa, doblar ropa, cuidar plantas…), manteniéndose activos dentro de sus posibilidades.
Mantenimiento de capacidades funcionales y cognitivas: Ciertos estudios han encontrado residentes con mejor estado funcional (actividades diarias) y menor deterioro cognitivo en las unidades de convivencia frente a residencias tradicionales (Small-scale, homelike facilities versus regular psychogeriatric nursing home wards: a cross-sectional study into residents' characteristics). Por ejemplo, en un estudio holandés con más de 700 residentes, aquellos en unidades pequeñas puntuaban significativamente mejor en autonomía para las actividades diarias y test cognitivos que los de unidades geriátricas estándar. Si bien esto podría deberse en parte a que las unidades hogareñas atraen a residentes algo menos dependientes inicialmente, los autores concluyen que el entorno pequeño podría estar contribuyendo a mantener durante más tiempo las capacidades restantes (pues alientan a los mayores a hacer por sí mismos todo lo posible, mientras en instituciones grandes tienden a sobre-asistirlos fomentando dependencia).
Mayor calidad de vida percibida: Diversos indicadores de calidad de vida (p. ej. sentirse “como en casa”, mantener la identidad, satisfacción general) puntúan más alto en estos modelos. Un estudio canadiense encontró que en las unidades estilo Green House los residentes pasaban más tiempo en estado de ánimo positivo y participando en actividades significativas que en asilos convencionales. Además, se ha observado que trasladar a una persona desde un macro-centro a una pequeña unidad puede mejorar su orientación y autoestima, al reducir el shock ambiental y mantener más sus hábitos previos.
Satisfacción de familiares y personal: No solo los residentes se benefician. Sus familiares reportan mayor satisfacción con la atención, al ver el ambiente acogedor y un trato más personalizado. En los Green House de EE.UU., por ejemplo, la satisfacción tanto de residentes como de familias es notablemente superior a la de geriátricos tradicionales (Green Houses: A communal approach to elder care). Igualmente importante, el personal cuidador en estos modelos suele tener mayor motivación y menor rotación laboral, gracias a que trabajan en equipos pequeños, con más autonomía y vínculo afectivo con los residentes (dejando de ser “enfermeras de planta” para convertirse en una especie de familia extendida). Un entorno laboral más satisfactorio redunda en mejores cuidados, creando un círculo virtuoso.
Otros impactos positivos: Estudios recientes sugieren incluso ventajas en seguridad y salud pública. Durante la pandemia de COVID-19, las residencias con unidades de convivencia pequeñas tuvieron menores tasas de contagio y mortalidad que los geriátricos masificados. Asimismo, algunas investigaciones en EE.UU. reportaron menos caídas y úlceras por presión en los modelos de pequeños hogares (The Big Idea Behind A New Model Of Small Nursing Homes), posiblemente debido a que el personal puede vigilar mejor a cada persona en entornos reducidos y reaccionar más rápido.
Teniendo todo esto en cuenta, la evidencia apunta a que las unidades de convivencia mejoran la calidad de la atención: los mayores están más calmados, activos y atendidos de forma personalizada, necesitando menos fármacos y medidas de contención. Aunque no todos los estudios encuentran diferencias significativas en cada aspecto (los resultados pueden variar según la implementación), el conjunto de datos respalda que este modelo favorece el bienestar y la dignidad de las personas mayores frente al modelo institucional clásico.
Coste económico: modelo tradicional vs unidades de convivencia
Un aspecto clave a considerar es el coste económico de este modelo. ¿Resulta más caro cuidar a mayores en pequeñas unidades hogareñas que en residencias “de toda la vida”? Intuitivamente, podríamos pensar que sí, porque se supone que las economías de escala de una residencia grande abaratan el coste por usuario. Sin embargo, los estudios de coste-efectividad no lo tienen tan claro.
En primer lugar, está el factor del tamaño óptimo de un centro. Investigaciones clásicas sobre economía de residencias hallaron que el coste medio por residente no disminuye indefinidamente al aumentar el tamaño de la residencia; de hecho, tiende a formar una curva en U. Estudios británicos y estadounidenses mostraron que las residencias de tamaño mediano (en torno a 50–70 plazas) eran las más eficientes en coste por persona, y que hacer centros mucho más grandes no aportaba ahorros sustanciales.
Incluso, a partir de cierto umbral (70–80 plazas), empezarían a aparecer deseconomías de escala, aumentando de nuevo el coste medio por problemas de coordinación, más capas administrativas, etc. En el País Vasco, análisis del SIIS en los 90 ya concluían que “no hay evidencia de que una residencia de ancianos aumente indefinidamente su eficiencia al crecer de tamaño”, encontrando costos similares en un rango amplio y a veces mayores en las más grandes. Esto significa que dividir una residencia en unidades convivenciales pequeñas no necesariamente dispara los costes, siempre que el centro global se mantenga en un tamaño razonable. Por ejemplo, una residencia de 120 plazas segmentada en 8 unidades de 15 residentes cada una podría retener economías administrativas conjuntas (compartiendo servicios centrales), a la vez que ofrece la vivencia de un hogar a escala humana.
Mira un vídeo sobre: ¿Cuál es el tamaño ideal de una unidad de convivencia?
Dicho lo anterior, implementar el modelo sí conlleva inversiones iniciales y potencialmente un mayor gasto en personal por residente en comparación con el modelo tradicional minimalista. Adaptar edificios viejos de tipo hospital a unidades de convivencia requiere reformas (crear comedores-cocina en cada unidad, más salas de estar, baños privados, etc.). También se busca tener más personal de atención directa por residente, ya que el modelo apuesta por equipos pequeños estables (con menos “efecto planta” donde una sola gerocultora atiende a 40 personas por turno).
Todas estas mejoras tienen un coste. Sin embargo, parte del gasto adicional se compensa eliminando capas burocráticas y servicios centralizados sobredimensionados. Un análisis del modelo Green House en EE.UU. mostró que no aumentan los costes de personal totales: se reorganizan, reduciendo puestos administrativos y de servicios generales, mientras se incrementan las horas de cuidado directo (Paper Examines Green House Model's Financial Viability - National Investment Center). En otras palabras, en vez de tener auxiliares de planta + limpiadores + personal de cocina + enfermeras separadas, en una unidad de convivencia los cuidadores hacen tareas polivalentes (cuidar, cocinar en la unidad, limpiar su casa), con lo cual el número total de trabajadores no tiene por qué ser mucho mayor, pero sí están mejor distribuidos al lado del residente.
Este estudio encontró que las horas de atención directa por residente aumentaban significativamente en el modelo Green House sin elevar los costes operativos totales, los cuales quedaron en torno al percentil 50–60 de los costes de los hogares geriátricos de EE.UU. Además, al ofrecer habitaciones individuales y más calidad, estos centros lograban atraer más demanda (7% más de ocupación y más clientes privados), compensando financieramente la inversión.
En España, la transición al modelo convivencial está viniendo acompañada de un aumento en la financiación pública por plaza para asegurar su viabilidad. Por ejemplo, la Junta de Castilla y León incrementó aproximadamente un 33% el pago por plaza concertada en residencias de mayores en los últimos años para fomentar el nuevo modelo (Las residencias privadas de CyL tendrán hasta 2029 para adaptar su arquitectura al nuevo modelo de unidades de convivencia). Las plazas para grandes dependientes pasaron de unos 1.580 € al mes en 2019 a ~2.100 € al mes en 2022, reflejando la apuesta por más personal, habitaciones individuales, etc. Este esfuerzo presupuestario busca que el modelo no se quede en proyectos piloto elitistas, sino que se extienda a la red general (tanto pública como privada concertada). Asimismo, se han habilitado subvenciones para reformas arquitectónicas hacia unidades de convivencia (p. ej. Castilla y León destinó 15 millones de € para ayudar a residencias a hacer obras de adaptación). Es decir, implantar este modelo requiere invertir, pero las administraciones están empezando a asumir ese costo como parte de mejorar la calidad asistencial.
¿Quieres ver un vídeo titulado: “ Cuánto personal trabaja en una unidad de convivencia”?
Otra consideración es que algunos costes sanitarios podrían reducirse con este modelo. Un estudio en EE.UU. encontró que los residentes en hogares Green House tenían menores gastos de hospitalización y menos reingresos hospitalarios que los de geriátricos tradicionales (Green Houses: A communal approach to elder care). Al parecer, la atención más cercana y preventiva evitaba complicaciones y visitas al hospital, ahorrando dinero al sistema de salud. Si se toman en cuenta esos ahorros “externos”, la balanza costo-beneficio del modelo hogareño resulta aún más favorable en términos sociales.
O sea que, el modelo de unidades de convivencia puede ser sostenible económicamente, especialmente si se planifica bien la escala del centro y se reorientan los recursos humanos. No es necesariamente mucho más caro por usuario que un geriátrico convencional – y aunque exija más inversión por plaza, muchas sociedades lo están asumiendo por los beneficios que conlleva. Eso sí, la transición requiere voluntad política y financiera: sin inversión inicial, es difícil romper con décadas de infraestructuras y plantillas organizadas bajo el paradigma antiguo.
Grado de implantación en España
En España, el grado de implantación del modelo de unidades de convivencia es desigual según la comunidad autónoma y el tipo de entidad (pública, privada, sin ánimo de lucro). En los últimos años se observa un impulso normativo importante y varias experiencias exitosas, aunque persisten barreras para su extensión universal.
País Vasco: Es una de las comunidades pioneras. Su normativa de 2019 sobre residencias ya aboga por unidades de convivencia (Decreto Foral Vizcaya 119/2021 unidades convivenciales). La Diputación de Bizkaia, por ejemplo, exige que todas las plazas de su red foral estén organizadas en unidades convivenciales, regulando características mínimas (número de residentes por unidad, espacios, personal fijo asignado, etc.). Instituciones referentes como Matia Fundazioa han desarrollado varios centros con este modelo. En Gipuzkoa, el recién inaugurado complejo Egurtzegi en Usurbil consta de ocho viviendas independientes dentro de una residencia, cada una con salón-cocina y 8 dormitorios alrededor (Matia inaugura las innovadoras viviendas en unidades de Convivencia de Egurtzegi). Las autoridades vascas apoyan este modelo como parte de una estrategia más amplia de cuidados centrados en la persona y conexión con la comunidad. En Álava y Bizkaia también existen residencias (públicas y concertadas) organizadas en unidades hogar de 10–16 personas, algunas desde hace más de 10 años (p.ej. la Residencia Txurdinaga en Bilbao fue de las primeras en adoptar unidades de convivencia).
Castilla y León: Ha adoptado firmemente este modelo a nivel autonómico. Desde 2016 funciona el modelo “En mi casa”, con decálogos de características de centros residenciales hogareños. Se acreditaron residencias piloto en todas las provincias con unidades de convivencia (por ejemplo, Cervera de Pisuerga en Palencia, o en Salamanca y Segovia). En 2024, Castilla y León aprobó una ley pionera en España que regula los centros de larga duración, estableciendo que todas las residencias deberán reorganizarse en unidades de convivencia (y espacios comunes tipo hogar). Se ha dado de plazo hasta 2029 para que las residencias privadas existentes realicen las adaptaciones arquitectónicas necesarias, con apoyo económico de la Junta. Los nuevos centros que se construyan ya deben nacer con este formato desde la entrada en vigor de la ley. Este compromiso legal sitúa a CyL a la vanguardia, con 72.000 plazas residenciales bajo transformación. Algunas residencias públicas antiguas, no obstante, han encontrado dificultades para adaptarse (estructura física rígida), y posiblemente queden exentas justificadamente.
Cataluña: Aunque no ha habido (a fecha de hoy) una ley regional específica, sí existe un movimiento fuerte hacia la Atención Centrada en la Persona. Varias residencias catalanas, sobre todo de entidades no lucrativas o cooperativas, funcionan con unidades de convivencia. Un ejemplo es la Residencia Casa Bloc en Barcelona, inaugurada en 2017 con unidades de 16 personas y diseño arquitectónico hogareño, aunque en ese caso pensada para personas en riesgo de exclusión social no necesariamente mayores, o residencias como Residencia Vapor Gran de Mutua de Terrassa (Hacia un modelo de residencias para personas mayores más ...). Además, Cataluña participó en proyectos europeos (como Desinstitutionalisation of Care de la UE) para intercambiar buenas prácticas en este modelo.
Otras comunidades y sector privado: Comunidades como Navarra, La Rioja, Extremadura han modernizado normativas incluyendo conceptos de unidad de convivencia, aunque en la práctica la implantación es incipiente. En Madrid y Andalucía algunas residencias nuevas de gestión privada (por ejemplo, del grupo Albertia o Amavir) publicitan que operan con unidades de convivencia, agrupando a los mayores según niveles de dependencia en pequeños grupos con su propio equipo. El grupo Lares (asociación de residencias sin ánimo de lucro) también promueve este modelo entre sus centros asociados a nivel estatal, al igual que la Fundación Pilares que asesora proyectos piloto en varias regiones. En el ámbito rural, se están creando micro-residencias municipales de 8–10 plazas que de facto funcionan como unidad de convivencia única (por ejemplo en pueblos de Soria o Teruel), integrándose en la comunidad local.
Barreras principales: A pesar del progreso, hay obstáculos para la plena implantación. Uno es la infraestructura existente: muchas residencias construidas en los 80–90 son edificios grandes de varias plantas, con largos pasillos y comedores masivos, difíciles de reconvertir sin una remodelación integral. Algunas tendrían que reducir su capacidad o rehacer su distribución interna, lo cual supone coste y a veces no es físicamente viable (de ahí que algunas quedarán exceptuadas en CyL por “imposibilidad de armonización” con el edificio real.
Otra barrera es la inercia en la gestión y formación del personal: pasar de un esquema tradicional a otro centrado en la persona requiere reeducar al personal, cambiar rutinas arraigadas y también convencer a los gestores de que no pierde eficiencia por dejar de hacer las cosas “en serie”. Asimismo, existen retos regulatorios en algunas regiones donde la normativa de seguridad o ratios podría chocar con la flexibilidad que pide este modelo (por ejemplo, normas antiguas que no contemplan cocinas en planta, o ratios de personal rígidas por turno en lugar de por unidad). Por último, está la cuestión de la financiación: no todas las entidades pueden costear las reformas o aumentar plantilla sin apoyos; si la Administración no incentiva ni exige el cambio, muchos centros privados low-cost no lo implementarán por iniciativa propia.
Perspectivas de futuro: La tendencia, no obstante, parece imparable hacia modelos más humanos. La pandemia de COVID-19 visibilizó las carencias del modelo institucional tradicional (alta mortalidad en residencias masificadas) y aceleró la voluntad política de cambio. El Gobierno central y las CCAA, a través del Consejo Territorial de Servicios Sociales, acordaron impulsar la “desinstitucionalización” de los cuidados de larga duración, fomentando unidades de convivencia y entornos hogareños en todas las nuevas plazas que se creen.
La demanda social también empuja: las familias visitan residencias modernas tipo hogar y empiezan a exigir esas condiciones en lugar de aceptar salas frías de hospital. Probablemente veamos en los próximos años reformas normativas en más comunidades (ya se habla de que Valencia, Aragón, Cantabria están trabajando en ello) y una transformación progresiva del parque residencial. Eso sí, será un proceso gradual: muchas residencias antiguas tendrán que cerrar o ser sustituidas por otras nuevas con este diseño, lo que tomará tiempo. Mientras tanto, convivirán en España residencias punteras con unidades de convivencia ejemplares, junto a otras que aún funcionan de forma tradicional; la meta será evitar que esto genere desigualdad en la atención (ver reflexión final). En cualquier caso, el modelo de unidades de convivencia ha pasado de ser algo experimental a incorporarse en planes estratégicos públicos, indicando un alto grado de implantación futura a nivel nacional.
¿Quieres ver un vídeo sobre una unidad de convivencia en Estados Unidos?
Aspectos éticos del modelo
El modelo de unidades de convivencia se sustenta en una serie de principios éticos fundamentales en la atención a personas mayores. Su filosofía pone en el centro valores como la dignidad humana, la autonomía, la intimidad, la individualidad y la continuidad del proyecto de vida de cada persona. A continuación, exploramos estos aspectos:
Respeto a la dignidad y valor intrínseco: A diferencia de enfoques que tratan al mayor como “paciente” pasivo, aquí se parte de que cada persona, por el hecho de ser humana, tiene dignidad y sigue siendo valiosa toda su vida. Como señaló la filósofa Adela Cortina, “los seres humanos no tienen precio sino dignidad… desde el nacimiento hasta el final de la vida, somos igual de valiosos. Una persona mayor no ha dejado de valer por sí misma” (). Las unidades de convivencia se inspiran en este reconocimiento, procurando un trato más personalizado y respetuoso, donde el residente no es un número de cama sino alguien con nombre, historia y derechos. Pequeños gestos – llamarle por su nombre, respetar su privacidad en su espacio, involucrarle en decisiones diarias – reafirman la dignidad, evitando la cosificación frecuente en instituciones grandes (donde a veces se les priva de libertad de elección o se les infantiliza).
Autonomía y autodeterminación: Un principio ético clave es permitir que la persona mantenga el control sobre su vida tanto como sea posible. En un entorno hogareño, el residente puede decidir su horario de levantarse o acostarse, qué quiere comer, cómo decorar su espacio, qué actividades hacer – en definitiva, ejercer su libertad individual en las rutinas diarias. La propia estructura de las unidades (más pequeñas y flexibles) facilita adaptar horarios y normas a las preferencias de los residentes, en vez de imponerles el “orden de la residencia”. La Junta de CyL resumió este ideal así: si la persona no puede seguir en su casa, al menos que la residencia “sea lo más parecido a su propio hogar, donde siga manteniendo el control de su vida, se respeten sus derechos y decisiones, y no se interrumpa bruscamente su modo de vida anterior”. En términos éticos, se trata de poner la voluntad de la persona en el centro, frente a modelos paternalistas donde las reglas las dicta la institución. El profesional pasa de ser una autoridad que “sabe qué es mejor” a un facilitador que apoya las decisiones del residente (dentro de unos límites de seguridad razonables). Este respeto por la autonomía conecta con la idea de justicia y derechos humanos: nadie debería perder sus derechos básicos por el hecho de ingresar en una residencia.
Individualidad y personalización del cuidado: Éticamente, el modelo busca reconocer a cada mayor como un ser único, con su identidad, gustos y proyecto vital. En la práctica, esto significa que el cuidado se adapta a la persona (y no al revés). Por ejemplo, en una unidad de convivencia el equipo elabora junto al residente y su familia un plan de vida personalizado, conociendo su biografía, qué le gusta desayunar, si prefiere ducharse por la mañana o noche, sus aficiones, etc., e intenta que la vida en el centro siga ese guion individual. Se huye de la uniformidad (“todos a comer a las 12 en punto”, “todos al taller de manualidades”) para dar cabida a la diversidad. Como describe Matia Fundazioa, “el modelo amparado en derechos que todos tenemos: derecho a la dignidad, a ser valioso e independiente, a la autonomía, a tomar nuestras propias decisiones y seguir con nuestro proyecto de vida… y a unos cuidados personalizados donde las profesionales que me acompañan sepan quién soy, conozcan mi historia y me presten los apoyos según mis preferencias y valores” . Este enfoque personalizado tiene un claro sustento ético en el principio de respeto por la persona y su identidad. También promueve la intimidad: al tener su habitación-estancia privada (casi como su piso dentro de la casa común), el mayor puede preservar su esfera personal, recibir a familiares en privado, y no sentirse expuesto o hacinado. La intimidad es un derecho humano (artículo 18 de la Constitución, podríamos decir) a menudo vulnerado en instituciones donde varias personas comparten habitación sin elección; las unidades de convivencia intentan corregir eso ofreciendo habitáculos individuales o muy reducidos.
Relación y sentido de pertenencia: Otro aspecto ético es reconocer al anciano como sujeto de vínculos afectivos. La unidad de convivencia favorece que se formen relaciones significativas: los cuidadores asignados siempre a la misma pequeña unidad llegan a crear lazos casi familiares con los residentes (en lugar de rotar por distintas plantas sin llegar a conocer bien a nadie). Esto satisface necesidades emocionales de apego, amistad y sentimiento de pertenencia a un grupo, que son fundamentales para cualquier ser humano. Kitwood, en su ética del cuidado de personas con demencia, enfatizaba necesidades como el amor, la inclusión y la identidad; justo lo que estas unidades intentan nutrir. Éticamente, se concibe la residencia no como un depósito de cuerpos a cuidar, sino como un hogar comunitario donde se comparte la vida. Frases como “somos una familia” que a veces expresan residentes de estos centros reflejan ese logro moral: se ha evitado la soledad institucional que tanto daño hace. Además, se promueve la participación de las familias de verdad (no solo en un consejo consultivo): pueden visitar libremente, incluso colaborar en actividades o comidas, integrándose en la vida cotidiana de la unidad. Esto respeta el derecho del mayor a mantener sus lazos familiares y sociales, no aislándolo del mundo exterior.
En definitiva, el modelo de unidades de convivencia representa una atención ética porque trata al mayor con el mismo respeto, libertad y consideración que tendría viviendo en su propia casa. Se alinea con valores de justicia (dar a la persona lo que necesita para vivir una vida digna) y de no maleficencia (evitar el daño psicológico que produce la institucionalización rígida). Como señala la Fundación Pilares, empoderar a las personas mayores creando entornos que les permitan seguir adelante con sus proyectos de vida “es un deber de justicia” de la sociedad (). Ya no se ve a la persona mayor como alguien a quien simplemente asistir en lo básico, sino como un ciudadano pleno, con derechos, gustos, costumbres y aspiraciones que deben ser tenidos en cuenta hasta el final de sus días.
Reflexión final sobre equidad y sostenibilidad
Implementar residencias basadas en unidades de convivencia plantea un desafío ético colectivo: ¿cómo garantizar que este modelo, presumiblemente más costoso, beneficie a todas las personas mayores que lo necesiten y no solo a unos pocos afortunados? En una sociedad que envejece rápidamente y con recursos públicos limitados, existe el riesgo de una brecha si no se gestiona adecuadamente: podríamos crear residencias de “primera clase” (pequeños hogares muy personalizados) para quienes puedan pagarlo o accedan a escasas plazas subvencionadas, mientras que el resto de mayores se quede en residencias masificadas de menor calidad. ¿Es eso aceptable éticamente?
Desde la perspectiva de la equidad, sería problemático implantar un sistema que aumente la desigualdad en el acceso a cuidados dignos. Todos los mayores, sin distinción de clase social o lugar de residencia, merecen una atención de calidad y con respeto. No podemos decir que porque el modelo convivencial cueste más, solo una minoría tendrá derecho a él y “muchos se quedarán sin nada” – eso chocaría con el principio de justicia distributiva. Por tanto, el gran reto es cómo financiar y escalar este modelo para que llegue al mayor número de personas posible.
Algunos podrían argumentar en contra: “si destinamos mucho dinero a hacer residencias modélicas para algunos, con el mismo presupuesto quizá podríamos dar cobertura básica a más gente”. Es la clásica tensión cantidad vs. calidad. Sin embargo, calidad y cobertura no deben ser mutuamente excluyentes. La sociedad puede y debe aspirar a ambas: a ampliar las plazas de atención a la dependencia y simultáneamente mejorar los estándares de esas plazas. De hecho, muchos países (como los escandinavos) logran altas coberturas con modelos de atención muy personalizados, demostrando que es posible si se prioriza en las políticas públicas.
Puede requerir invertir más en cuidados de larga duración, ciertamente. Aquí la pregunta ética se amplía: ¿estamos dispuestos, como colectividad, a destinar más recursos (vía impuestos, por ejemplo) para garantizar que nuestros mayores vivan con dignidad? Si realmente valoramos a nuestros mayores como personas de igual dignidad, la respuesta debería ser sí. Como decía una cita antes, “una persona mayor no ha dejado de ser valiosa”, y por tanto tiene derecho a un buen cuidado (). No sería ético conformarnos con dar un cuidado de segunda categoría a la mayoría solo porque es más barato.
Además, hay que considerar el coste de no hacer nada: mantener el modelo institucional antiguo también tiene “costes ocultos” en forma de sufrimiento, menor calidad de vida e incluso más problemas de salud (que luego generan gastos sanitarios). Si un mayor en una residencia tradicional sufre depresión, declive acelerado o complicaciones médicas por falta de estímulos, ¿no es eso también un fallo del sistema actual? Ofrecer cuidados de mala calidad a muchos no es, en el fondo, más eficiente; es pan para hoy y hambre para mañana.
Por el contrario, dignificar los cuidados puede conllevar ahorros en salud (menos ingresos hospitalarios, menos consumo de fármacos) y, sobre todo, tiene un valor social incalculable al evitar sufrimiento. No olvidemos que la dignidad “pertenece al orden ético de los valores” y que los seres humanos “no tienen precio” (). Esto implica que no deberíamos medir la atención a nuestros mayores solo en términos de euros, como si su bienestar fuera un lujo. No hay un precio aceptable para la dignidad: éticamente, es un imperativo buscar formas de brindar ese cuidado digno a todos.
Por supuesto, la transición debe hacerse con cabeza: priorizando recursos a quien más lo necesita (por ejemplo, quizá comenzando por unidades de convivencia para residentes con demencia grave, donde más se nota el beneficio, e ir ampliando gradualmente). También explorando nuevos modelos de financiación: colaboración público-privada, cooperativas de mayores que autogestionen sus viviendas colaborativas, utilización de tecnología para apoyar cuidados en casa y retrasar la institucionalización, etc.
La innovación social puede ayudar a llevar las ventajas del modelo convivencial a más gente sin disparar costes (por ejemplo, unidades de convivencia integradas en viviendas sociales comunitarias, donde los propios vecinos mayores se apoyan mutuamente con menos necesidad de personal formal). En cualquier caso, el objetivo ético debe seguir siendo que ningún mayor se quede sin acceso a cuidados de calidad por falta de medios.
Podemos concluir que o sería ético renunciar a un modelo que mejora la vida de las personas mayores simplemente porque es más costoso, del mismo modo que no renunciaríamos a tratamientos médicos eficaces por su precio sin antes agotar opciones para financiarlos. La verdadera pregunta ética no es “¿podemos permitirnos el modelo de unidades de convivencia?”, sino “¿cómo podemos permitirnos no implementarlo?” dado lo que está en juego: la dignidad y felicidad de nuestros mayores. Si aceptamos que cada persona, hasta el final de su vida, merece un entorno donde se la trate con respeto, cariño y autonomía, entonces nuestro deber como sociedad será encontrar la forma de hacer equitativamente accesible este modelo.
Puede implicar reformas profundas y compromisos presupuestarios, pero reflejará nuestros valores. Parafraseando un principio moral: la calidad de una sociedad se mide por cómo trata a sus miembros más vulnerables. Garantizar que todos los mayores puedan “vivir como en casa” en sus últimos años, en lugar de aparcados en instituciones, es una meta ética noble que debemos perseguir con creatividad, solidaridad y sentido de justicia ().
Coordinador del Informe: Josep de Martí. Jurista y Gerontólogo. Fundador de Inforesidencias.com