Esta reflexión nace tras leer un artículo que no me ha dejado indiferente: Cómo España empezó a pensar que los mayores son el problema, publicado el 13 de julio de 2025 en El Confidencial. El texto, riguroso y a ratos incómodo, traza una línea que va desde la ternura televisiva Gran Prix, el “programa del abuelo y del niño” hasta los hashtags que hoy circulan por las redes con naturalidad inquietante: #gerontocida, “viejo chochea”, “boomer remover”.
Leyéndolo, no he podido evitar que me vinieran a la cabeza tres referencias que han marcado mi manera de mirar el envejecimiento. La primera es el ensayo El complot de Matusalem, escrito por Frank Schirrmacher (Editorial TAURUS, ISBN: 978-84-306-0571-2). Ya en 2004, Schirrmacher alertaba sobre el envejecimiento demográfico no solo como fenómeno estadístico, sino como detonante de un cambio cultural profundo. Planteaba que si las sociedades modernas no eran capaces de adaptar sus sistemas económicos, políticos y sociales a una población envejecida, terminarían viéndola como una amenaza. Un enemigo interior. Una carga.
La segunda es el título, solo el título, de la película No es país para viejos. A muchos nos resuena interiormente como eso que no dices, pero piensas cada día, a partir de aquel en que descubriste que el del espejo se parecía más a tu padre que a ti mismo. Aquel día en que te sentiste extraño en una conversación que mantenías con un grupo del que todos tenían como mínimo veinte años menos que tú.
Y la tercera es mucho más personal. Se trata de una historia que escribí hace algunos años, una pequeña novela corta titulada Yo también, mamá. En ella imaginé una sociedad que, con apariencia de normalidad y amparada por un discurso de eficiencia y justicia intergeneracional, promueve que los mayores se quiten la vida para no ser una carga. Los hijos que convencen a sus padres para que tomen la decisión “adecuada” reciben a cambio beneficios fiscales. En esa sociedad nadie obliga a nadie. Todo se presenta como un acto voluntario, lógico, casi generoso. La madre duda, la hija duda, pero el engranaje social es tan fino que empuja sin empujar, más bien acompaña y convence para hacer “lo correcto”. Ahí intenté plantear lo inquietante. Lo que empieza como una opción se convierte en expectativa. Y lo que parece distopía no está tan lejos si dejamos de ver a los mayores tan valiosos como cualquier otro ser humano.
El estudio que cita El Confidencial, realizado por investigadores de la Universidad de Sevilla y publicado en Discourse & Society, pone números a algo que los que trabajamos en el ámbito gerontológico venimos intuyendo desde hace tiempo: el cambio de tono. Lo que antes era compasión hoy es irritación. Lo que antes se decía con ternura, ahora se dice con sorna o desprecio. Desde 2021, los mensajes edadistas en redes sociales prácticamente se han duplicado. Y no se trata solo de humor negro. Hay una narrativa en marcha que convierte a los mayores en culpables de lo que va mal: pensiones, vivienda, gasto sanitario, transporte bonificado.
Algo curioso es que esta visión no distingue entre personas de 65 o de 85, entre quienes siguen trabajando y quienes necesitan ayuda diaria. A todos se les mete en el mismo saco de “privilegiados que ya han vivido demasiado bien”. Se homogeneiza a una generación entera como si todas las personas mayores tuvieran dos pisos, una pensión dorada y acceso vitalicio al balneario de Benidorm. O como si los que reúnen esas características fuesen parásitos. Se les trata como un colectivo que lo tiene todo resuelto mientras los jóvenes no pueden ni alquilar una habitación. Y en esa comparación mal planteada aparece el resentimiento.

Los investigadores acuñan un término que me parece clave: edadismo redistributivo. Es la idea de que los mayores no solo son mayores, sino que además disfrutan de unos recursos que no se han ganado, que “les tocan” por antigüedad y que, en tiempos de crisis, habría que empezar a recortar. Pensiones, descuentos, medicamentos, viajes, plazas de aparcamiento. Todo se vuelve sospechoso. Como si ser mayor fuera un privilegio inmerecido. Como si haber llegado a viejo fuese un abuso del sistema.
Este tipo de discurso se ve reforzado por una dinámica que no es nueva, pero que en tiempos recientes se ha desbocado: la simplificación política. En lugar de hablar de modelos económicos, se habla de generaciones. En lugar de abordar injusticias estructurales, se culpa a un colectivo. Se inventan binomios fáciles: ricos y pobres, inmigrantes y locales; viejos y jóvenes. Una estrategia cómoda, pero profundamente injusta. A partir de aquí, se usan estereotipos engañosos que muestran a mayores adinerados y jóvenes viviendo en la precariedad, como si fuese el retrato fidedigno de la realidad.
Me gustaría pensar que esto es solo una moda. Una racha. Pero cuando veo cómo se consolida el relato en redes, en titulares, en conversaciones cotidianas, me cuesta ser optimista. El respeto intergeneracional no se pierde de golpe. Se desgasta. Primero desaparecen los espacios comunes, como los programas de tele que veíamos juntos o las familias intergeneracionales. Luego, dejamos de hablar el mismo lenguaje. Más tarde, dejamos de escucharnos. Y, finalmente, dejamos de importarnos.
Y cuando una sociedad deja de considerar valiosa a una parte de sus miembros solo por su edad, entra en un territorio muy peligroso. El de las distopías que tanto nos gusta leer o ver en pantalla, pero que nadie querría habitar. Ese mundo donde, cuando ya no produces, sobras. Donde el criterio para que te escuchen no es tu valor como ser humano, sino tu juventud. Donde se toma como normal que una frase ocurrente que hace reír a algunos disfrace un insulto que menoscaba a otros.
No creo que estemos ahí todavía. Pero nos estamos acercando. Y lo peor es que muchos no lo ven venir. Porque mientras les toca ser jóvenes, el mundo les parece bien así. Hasta que un día, sin darse cuenta, son el viejo de la historia.
Si nos apartamos del camino que ve a todas las personas como valiosas y merecedoras de dignidad, podemos acabar entrando de lleno en las peores pesadillas. Pero con un matiz, no podremos despertarnos.
Autor del texto Josep de Martí Vallés. Jurista y Gerontólogo. Fundador de Inforesidencias.
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