La semana pasada poníamos tres ejemplos que demuestran que tomamos muchas decisiones de una manera irracional, contraria a lo que la teoría económica establece que debería pasar. Aunque nos cueste mucho reconocerlo. Cuando compramos o vendemos algo; incluso probablemente cuando votamos. Esto ocurre porque no vivimos en la abstracción, en la pureza, en la precisión de los modelos lógicos o matemáticos. Para nosotros el valor del dinero es relativo, no absoluto; depende de un punto de referencia. Y se puede manipular, y de hecho se manipula, de manera muy sencilla.
Probablemente todos hemos oído hablar de Konrad Lorenz y sus gansos. Lorenz era un zoólogo austríaco que descubrió que los gansos, y en general todas las aves de esa familia, al salir del huevo se apegan al primer objeto en movimiento con el que se encuentran. Normalmente son sus madres, y por eso solemos ver a los patitos o gansitos siguiendo en fila india a su madre en parques o estanques. Pero en varios experimentos probó que, si era a él al primero al que veían, sería a él, por muy humano que fuera, a quien los gansos seguirían a todas partes. Y que se atendrían en el futuro a esta primera decisión tomada; si era Lorenz ya no podrían cambiar a su madre más adelante. A este fenómeno natural le llamó “impronta”.
Y parece que el cerebro humano está estructurado de una forma muy parecida al de los gansos. En muchas negociaciones con efecto económico, por ejemplo cualquier compraventa con un precio incierto a priori, nuestras primeras impresiones y decisiones producen también una impronta en nuestra mente de la que es muy difícil salir. Esto técnicamente en el campo de una compraventa se llama “anclaje”, quizás para intentar separarnos del mundo de los gansos, aunque en realidad el efecto es exactamente el mismo. El anclaje se produce cuando una de las partes establece a priori en la negociación el valor de lo que se está comprando o vendiendo. Aunque este valor a la otra parte le pueda parecer arbitrario, “ancla” la negociación de precio alrededor de él. Porque una vez se establece, configura en nuestra mente el marco de la negociación y le da una coherencia, arbitraria pero necesaria. Supongamos que estamos en el Gran Bazar de Estambul y vemos una cartera de cuero que nos gusta. No tenemos ni idea de cuánto puede costar dentro de un rango muy amplio, por ejemplo entre 50 y 250 euros. Como el vendedor conoce el mecanismo del anclaje nos hace una primera oferta: 400 euros. Sabe que por mucho que regateemos, esa cifra crea un marco alrededor del cual vamos a negociar. Si somos hábiles quizás consigamos bajar a 275 al final; y quizás incluso nos iremos contentos (al fin y al cabo habremos bajado 125 euros del precio inicial ¿no?). En realidad el ancla lanzada por el vendedor habrá conseguido poner el precio en el rango que a él le interesaba. Y nosotros habremos picado.
Este fenómeno del anclaje sobre precios arbitrarios se puede dar en todas las negociaciones con precios inciertos. Por ejemplo, en negociaciones sobre la compraventa de una residencia o de un grupo de residencias. Es obvio que no es fácil conocer el precio objetivo de una empresa de este sector y mucho menos conseguir que ese precio sea aceptado a priori por todas las partes. Por lo tanto el primer precio que se ponga sobre la mesa en la negociación es probable que ancle el marco de esa negociación y condicione claramente cuál será el precio final al que se pueda llegar. Aunque, como en el caso del bazar, ese precio-ancla pueda ser arbitrario para una o para las dos partes. Por ejemplo, porque sea el precio mínimo que necesite el vendedor para poder jubilarse con holgura. O más habitualmente en los últimos meses: porque sea el precio (o el multiplicador de precios) que se haya pagado en las últimas transacciones del sector. Por absurdos, o no comparables, que puedan haber sido.
¿Qué podemos concluir de todo lo anterior? Es un hecho que nuestra mente toma decisiones económicas de manera irracional, siguiendo a veces mecanismos que compartimos con especies aparentemente tan diferentes a nosotros como los gansos. Pero lo bueno de saber que esto ocurre es que podemos prever esta irracionalidad y podemos tratar de compensarla parcialmente.
Si queremos comprar o vender una residencia sabemos que, nos guste o no, tanto nosotros como la otra parte es muy probable que acabemos incurriendo en formas de irracionalidad previsible. Cuanto antes lo aceptemos más fácil y rápido será que lleguemos a un acuerdo. Pero esto no quiere decir que nos tengamos que contentar en regatear como en el bazar de Estambul o en seguir al primer ganso que aparezca por delante. Precisamente porque sabemos que aparecerán elementos de irracionalidad es necesario que los compensemos con un análisis económico-financiero detallado y profesional. Un análisis que nos proporcionará un rango de precio mucho más objetivo que el primer anclaje que nos quiera lanzar la otra parte. Justamente porque no siempre actuamos como el “homo economicus” puramente racional de la teoría económica clásica necesitamos modelos económicos profesionales de valoración que nos ayuden a llegar a acuerdos positivos para las dos partes.
En definitiva, por naturaleza somos seres mucho más irracionales de lo que solemos creer. Debemos saber que no siempre vamos a tener explicaciones lógicas para todo. Ni para saber por qué se vota a Trump, ni para saber por qué se han hecho operaciones corporativas en nuestro sector a los precios a los que se han hecho, por ejemplo. Pero reconocer esto ya es mucho. Porque como decía Confucio, “el verdadero conocimiento consiste en saber que se sabe lo que se sabe y que no se sabe lo que no se sabe”. Consolémonos: al menos esto sí lo podemos saber con certeza.
Guillermo Bell Cibils. MBA por el Instituto de Empresa. Licenciado en Filosofía y licenciado en Derecho. Consultor independiente de empresas. Profesor de la UOC. Director General de Novaire (compañía con casi 1.900 plazas para mayores en la Comunidad Valenciana) hasta su venta a finales de 2015.
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