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Historietas: La abuela, por Chelo Cameselle Cabaleiro

Una nieta besa a su abuela.
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Una nieta besa a su abuela. (Foto: Pixabay)
Por Dependencia.info
martes 31 de octubre de 2023, 02:33h
Una historia sobre la magia de los encuentros familiares gana el XV Concurso de Relatos Escritos por personas mayores de la Fundación ”la Caixa”.

'La abuela', de Chelo Cameselle Cabaleiro, ha recibido el primer premio de la categoría de relato, mientras que Nota en la nevera, de Gaspar Marqués Gómez, ha resultado el ganador de la categoría de microrrelato. En la recién estrenada categoría de pódcast se ha alzado con el reconocimiento Yo sí tengo ganas, de Milagros Castellà Llorente, de 101 años.

A continuación reproducimos el texto ganador:

La abuela

Aquel verano iba a conocer a mi abuela. Nada más verla, algo me atrajo hacía ella, y corrí a abrazarla. Y ya no me moví de aquel viejo banco de piedra junto a su mecedora. Enseguida quedé atrapada, no sólo por escuchar us increíbles historias, sino también por los fenómenos que sucedían en torno a ellas. Entusiasmada, por la noche, les conté a mis padres lo que hacía y me contaba la abuela. Esa noche los oí discutir. Por favor – decía mi padre -, si es inofensiva. No volvimos más a Galicia.

Cada vez que pienso en ella, la veo sentada en la mecedora con un palo largo de cerezo en flor en la mano. A sus pies, desde su perfecta atalaya tenía el río y el enorme maizal. Le gustaba ponerse frente al sol, y la mecedora la iba girando con él. En su regazo tenía un pollito de Cloti y una eterna sonrisa que el paso del tiempo premió con una belleza dulce.

- Pues, sí, Lobita – así me llamaba. Y me contaba-. Eso fue hace mucho tiempo. De muy niña me mandaron lejos a por huevos para el tío Alfonso, que estaba del pulmón, y nuestras gallinas no daban abasto.

Mientras me lo contaba, iba dibujando círculos en la tierra con la rama. Yo miraba fascinada aquellos dibujos que brotaban del centro y recobraban vida: flores de colores que desaparecían en el aire, periquitos que se perdían en el maizal, pequeños arcoíris que nos sonreían; y me contaba.

-A la vuelta, con los huevos en una cesta, decidí regresar por los árboles saltando de rama en rama, y se hicieron añicos. Mi única escapatoria era Cloti. Me puse hasta de rodillas delante de ella. Hizo un esfuerzo enorme, pero los puso. Después tuve que aguantar sus cacareos a todas horas. Tenía mucha personalidad. Nos hicimos íntimas. Cloti era para mí como Pancho para Nicomedes.

El palo seguía dibujando. Esta vez, en los círculos aparecían piedras doradas que se precipitaban hacia el río en cascada. Las gotas subían y nos salpicaban la cara; yo abría mucho la boca para saborear aquel sirimiri que sabía a mandarina. Pero abuela, ¿cómo lo haces? -le decía asombrada-, y ella, me respondía: “¿Lo qué Lobita?”.

Cuando el calor apretaba, nos íbamos al molino a tumbarnos en los sacos de harina; desde allí miraba la techumbre, que estaba cuajada de un encaje de telas de araña blancas: un artesanado bellísimo que se balanceaba y hacía oscilar todo el molino. Yo me reía, y con mis movimientos, emergía, a través de un poro del saco, una fumarola de harina, impulsada hacia arriba; entonces la abuela alzaba el palo y pintaba en el aire un firmamento de objetos alados, y, a pesar de que lo hacía con aquel níveo polvillo, yo veía color. Nos pasábamos horas abrazadas, tratando de divisar la escurridiza araña que teñida de blanco nos hacía reír al verla aparecer. Cuando nos íbamos de allí, parecíamos dos fantasmas más blancos que la alfombra de margaritas que tapizaba los alrededores del molino.

Estaba deslumbrada, no quería salir de allí para nada, a pesar del empeño de mis padres por traerme tímidas vecinitas para jugar que acababan por marcharse dado mi escaso interés. El juego de mi abuela era más emocionante, y yo siempre estaba expectante. Sólo salimos en una ocasión para comprar roscones. La abuela conocía un horno, cerca del puerto. Te guiarás por el olor; y así era, el aroma de la esencia de anís podía con el de la ría. A la vuelta, cruzaremos el mar; conozco un atajo -me dijo-. Yo sólo veía agua: un océano se abría a mis pies. Es fácil cruzar, conozco las montañas del mar. Cruzamos aquella ría con los “tenis” en las manos y la falda remangada y una sensación de poder que me hizo sentir única.

Con las mejillas todavía coloradas por el viento, probamos los roscones frente al maizal, que empezó un movimiento ondulante. Una danza de bienvenida de aquellas cabelleras rubias que parecían bailar para ella.

-Muy bien, le encantaba hacerse notar -me susurraba aplaudiendo.

Todo era sorprendente, pero las siestas las esperaba con expectación. La abuela se mecía, y en ese momento, venían a posarse en la mecedora aves de un colorido intenso y contemplaba atónita como la acunaban, unas en la cabecera y otras en los pies. Era entonces cuando el maizal empezaba a actuar. Emitían un acompasado murmullo sus cabelleras, al tiempo que una melodía salía del roce de sus hojas y las varas entonaban una cadencia que en el aire se convertía en un “sss, la abuela duerme”, sss, la abuela duerme. Yo trataba de adivinar de dónde venía aquel murmullo, pero, al final, también yo me quedaba dormida. La abuela me enseñó a ver lo diferente sin asombros, y acabé por aceptar las cosas con la misma naturalidad con que lo hacía ella. Y me contaba.

-Al poco de conocer a Nicomedes, tu abuelo, nos unimos en una ceremonia dentro del maizal, solos él y yo. El maizal nos dio un lecho de terciopelo, fue el día más hermoso de mi vida. Mi abuela era una mujer de gran espiritualidad a pesar de no comulgar con ningún credo. Decía que la auténtica religión era la bondad. Y me contaba.

Nicomedes era inventor y trabajó mucho tiempo en una especie de paracaídas horizontal para ayudar a Pancho, el buey, con el arado; pero nunca funcionó. Un día vino una gran ventolera. Aquello se infló de forma preocupante, tanto que Pancho, el paracaídas y Nicomedes se fueron por los aires. Yo gritaba “¡Suéltalo Nicomedes!”. Sólo lo soltó al tropezar con un árbol, y se rompió una pierna. A Pancho lo perdimos de vista. Por la noche, sólo tu abuelo oía los mugidos de su amigo. De modo que, a la semana y con la pata chula, se fue al monte y localizó a Pancho en lo alto de un manzano. Se había comido todas las manzanas y las hojas. Nicomedes dijo que era la mejor poda que jamás había visto.

Yo la miraba con los ojos del asombro y la cabeza ladeada, y ella cerraba los suyos y decía con una sonrisa: “¡Ay Nicomedes, Nicomedes…!”. Y en ese momento revoloteaba alrededor de su cabeza un ramillete de mariposas. Aprendí a callarme las cosas después de oír discutir a mis padres por alguna anécdota que me resultaba imposible silenciar, como la del día que cruzamos el mar. Al poco tiempo hicieron las maletas.

Para mí, despedirme de la abuela fue desgarrador. Sentí una orfandad y una tristeza insoportable, y nunca lo acepté. El resultado fue una temprana y terrible rebeldía, y sólo el recuerdo de los abrazos blancos, en el molino, y de esa enigmática frase, que la abuela me dijo antes de irme, “volveréis dos lobitas”, me daba serenidad.

Avanzada la adolescencia, me sentí muy mayor para creer en semejantes “tonterías”, y puse en duda todo lo que vi aquel verano. Aun así, algunas noches, cuando volvía a ser yo, mi mente se iba allí y trataba de entender lo que pasó: quizá aquellas horas de sol me hacían ver lo que no era, quizá la reverberación del río me traía otra realidad, quizá ese enorme maizal era juguete del viento. No sé, pero siempre me quedaba dormida con esa dicha.

Mi camino tomó otros rumbos, no siempre derechos, y parecía que la abuela había sido una anécdota en mi niñez. Sin embargo, cuando tuve la niña y la vida me pasó factura, quise volver y lo hicimos un cálido y largo verano.

Allí estaba, en el mismo sitio. El corazón me dio un vuelco. Me invadió una emoción profunda, e hice enormes esfuerzos por no deshacerme. Sentía una intensa ternura hacia ella y la sensación de no haberme portado bien, y, sobre todo, la desdicha de haberme perdido a un ser extraordinario. Mi hija fue corriendo hacia ella, al igual que hice yo años atrás. La abracé en silencio largo tiempo. Debía de pasar de lo cien años. Nos llevó a ver a Cloti (siempre había una Cloti). Decía que llevaba mucho tiempo incubando un solo huevo y que quería compañía. Allí las dejé, y me fui a deshacer las maletas. Cuando abrí el ventanal, mi hija estaba sentada donde yo lo hacía, en el viejo banco de piedra, ahora ligeramente dorada. La abuela dibujaba círculos con el palo en la tierra. Vi cómo giró la mecedora y se puso frente al maizal. Creí observar que se ondulaba, pero también se había levantado viento. Mi hija al volver me dijo:

-¿Sabes que la “bisa” nos estaba esperando? ¡Y tenía mariposas en la cabeza!

Estuvimos allí todo el verano, y mi hija se fundió con su “bisa”. Eran exactas. Dos soñadoras, dos gotas de agua; la risa, los gestos, la bondad… Se adoraban. Tenía la sensación que habíamos vuelto a casa. Y, sí, nos estaba esperando. Al final del verano, nos dejó. Nos había dicho unos días antes, con la mayor serenidad, que había sido una mujer muy dichosa, que todo había valido la pena. Pero era el momento de partir, que había venido Nicomedes a por ella, y que estaba cansado de esperarla, y que las cenizas las esparciéramos en el maizal junto a las de Nicomedes.

La noche en que la luna apareció con todo su esplendor e iluminaba, sorprendentemente, sólo el maizal, me pareció el mejor momento. Nos subimos al banco de piedra y, desde aquella atalaya, lanzamos al aire las cenizas. Volaron a lo lejos para quedar suspendidas unos segundos en el aire, y se convirtieron en puntos de luz que cayeron como estrellas sobre el rubio maizal, que ejecutó, a continuación, la más cautivadora danza que jamás vi. Me sacó del éxtasis mi hija, que, muy tranquila, me cogió de la mano y me dijo que la “bisa” le había contado que, después del vuelo de las cenizas, nacería el pollito.

A la mañana siguiente, abrí la gran balconada a un día radiante. Mi hija estaba en la mecedora, hacía círculos en el suelo con el palo de cerezo más florido que nunca, miraba cómo bailaba el maizal y en su regazo tenía un pollito al que llamaba Cloti.

Chelo Cameselle Cabaleiro (71 años, Pozuelo de Alarcón, Madrid)

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