—Hay que ver, Juan, que no se te quita la manía —dice ella desde la cama.
—Qué manía ni manía, mujer. Esto es… una costumbre —Corrige él desde el sillón orejero que está entre la cama y la ventana que, dadas las horas, las 11 de la noche, ya está con la persiana bajada.
—Bueno, como quieras. Pero a mí me sigue pareciendo una tontería que te quedes ahí hasta que me duerma. ¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto? ¿Tres? ¿Cuatro años?
—El tiempo que llevamos aquí, Teresa, cinco años.
—Pues eso, cinco años en los que me acuestas, me ahuecas la almohada y me la colocas bien colocadita, me arropas, me peinas y ¡hala!, a pasar un mal rato en el sillón haciendo imaginaria hasta que a mis santas pestañas les da por cerrarse. ¡Que estoy inválida, no inútil! —dice ella entre risas.
—¡Pero si no lo hago por ti, vieja cascarrabias! No tengo otra cosa mejor que hacer si no quiero aburrirme como una seta después de la partida con esos tres compañeros que me han tocado en suerte, que no hacen más que quejarse de lo mal que les vienen dadas las fichas para esconder que no tienen ni idea de jugar al dominó. Eres la excusa perfecta para salir pitando y escabullirme de sus batallitas de abuelos «nonageranios».
—Anda, mira, aquí el pipiolo —responde divertida.
—La edad la llevo en la mochila que me regalaron tus nietos para mi cumpleaños y, como siempre me la dejo olvidada en el fondo del armario, pues los años no se acuerdan de salir — replica igual de divertido que ella—. Y segundo —sigue con su razonamiento— eres una desagradecida, porque lo hago para que duermas tranquila antes de que mis ronquidos te lleven a la tormenta perfecta de truenos y ciclones caribeños.
Ella ríe a carcajadas hasta que le da un fuerte golpe de tos. Él, rápidamente, se levanta del sillón y le da unas palmadas en la espalda, incorporándola un poco.
—Ya… Ya… —le dice, apartándolo con cuidado y cariño, la mano sobre el pecho de él—. Que si no me mata la tos, me matas tú de una paliza espaldera. ¿Truenos y ciclones caribeños? ¡Ja, ja, ja, ja! Pues sí, la verdad, es lo que pareces.
—Para que luego digas que no viajas.
Los dos ríen alegres por sus ocurrencias. Es un juego de complicidad, de compañeros, cariñoso, que se traen desde que ingresaron en la residencia tras el accidente de ella: un paso en falso en una acera con un bordillo más alto de lo que sus muchos años y sus delicadas y agotadas caderas pudieron soportar, provocando un daño irreversible en la columna, que la ancló a una silla de ruedas.
De esta manera, y porque no saben o no quieren de otra, pasan los días felices porque están juntos, con ese amor sosegado que llega con los años, cuando con una mirada se ha dicho todo, aunque a ellos jamás les han faltado las palabras, pues siempre están de bromas y contándose mil y una historias de lo mucho vivido en común. Y aunque sus hijos se desviven por ellos y desean acogerlos en sus respectivos hogares, han decidido permanecer juntos en la residencia, atendidos, cuidados. Teresa, con esas atenciones, mimos y acicalados extras que le proporciona Juan todas las noches, sin haber fallado ni una. Y hoy no iba a ser menos.
Después de un buen rato de cháchara, a Teresa le van pesando los párpados cada vez más. Él la mira sosegado, sin pestañear, con todo el cariño que puede caber en dos ojos pequeños y agotados por tantos años viendo.
—Buenas noches, centinela —Se despide Teresa ya entre sueño y bostezos.
—Buenas noches, vieja cascarrabias —Contesta él, levantándose lentamente para darle un beso en la frente.
Después, con sumo cuidado para no despertarla, saca del armario un bonito traje de chaqueta azul marino. «Siempre te sentaron de maravilla los trajes de chaqueta, vieja cascarrabias», murmura mientras lo coloca. Es muy elegante, lo mandó comprar a su hijo para regalárselo la semana pasada, unos días después de que él sufriera aquel repentino dolor en el pecho. Lo coloca a los pies de la cama. No había temor a que se cayera y se arrugara, ella apenas se movía por las noches. A su lado pone una bonita camisa blanca y a los pies de la cama, los zapatos negros que tanto le gustan. Y vuelve a echarse en su sillón, satisfecho y tranquilo.
A la mañana siguiente, muy temprano, Luisa, la cuidadora, llamó a la habitación y entró. Subió la persiana y dio los buenos días a la mujer. Se extrañó mucho al ver la ropa tan bien colocada y los zapatos ya dispuestos, pues ella no lo había hecho y solo ella había estado de guardia esa noche, pues era fin de semana y muchas de las personas internas se habían ido a pasarlo en familia.
—Bueno, Teresa, cariño, ¿qué tal has pasado la noche? ¿Has dormido bien? ¿Los tranquilizantes te ayudaron? Tenemos que arreglarnos. Lo siento mucho, pero debemos ir ya.
Teresa, todavía como en una nebulosa y adormilada, no entiende bien el apremio. Sí, ha pasado buena noche, como siempre. Y muy bien atendida por el mejor enfermero que podía tener. Pero se deja llevar. Luisa la ducha, la viste con las ropas dispuestas, la sienta en la silla de ruedas y se dirigen a la puerta, donde les espera un taxi, que las lleva a un edificio muy grande, con muchos jardines y fuentes de agua limpia.
Luisa la ayuda a salir del taxi y con delicadeza la acomoda en la silla y la dirige por un largo pasillo, donde hay mucha gente que no conoce saliendo y entrando de varias salas, hasta que se para delante de una. La silla queda enfrentada a algo muy similar a un escaparate, dentro del cual Juan está tumbado en una especie de plataforma, dentro de una preciosa caja. Cuando la colocan delante del cristal, sus hijos, con un desconsuelo infinito, se quedan perplejos cuando van a abrazarla y Teresa sin dejar de mirar a través del cristal, dedica una gran sonrisa de respuesta a la que Juan le regala desde el otro lado y que solo ella parece ver. Solo ella siente el calor de esa sonrisa y solo ella ve el espectacular centro de flores con una cinta enorme, donde dice: «Jamás dejaré de cuidarte, vieja cascarrabias. Jamás dejaré que me eches de menos. Tu Juan».