Opinión

El desierto residencial del Eixample

Josep de Martí, fundador de Inforesidencias. (Foto: JC/Dependencia.info).
Josep de Martí | Lunes 06 de octubre de 2025

Hoy quiero hablar de algo que está pasando en mi ciudad, Barcelona, pero que puede servir de advertencia para muchas otras zonas de España. En los últimos meses hemos visto repetirse en los medios un mismo titular: 'Cierra una residencia pequeña en el barrio del Eixample' (ese Ensanche que ocupa buena parte de la ciudad). Un ejemplo reciente lo recogía El Periódico el pasado julio: 'El cierre de la residencia de la calle Casanova obliga a 25 ancianos a buscar plaza en otro centro'.

Y tenemos otros ejemplos la semana pasada. A primera vista podría parecer un hecho aislado, fruto de la mala suerte de un contrato de alquiler no renovado. Pero cuando los cierres empiezan a acumularse, dejan de ser excepciones y se convierten en una tendencia clara: la desaparición de las residencias de proximidad situadas en pisos del Ensanche.

El enfoque de las noticias suele ser el mismo. Se subraya que un fondo de inversión ha comprado el edificio, no ha renovado el contrato de arrendamiento y ha obligado a desalojar a los mayores que vivían allí. Es un relato potente: los ancianos vulnerables frente al capital especulador. Y sí, eso ocurre. Pero lo que casi nunca se cuenta es que muchas de estas residencias tenían habitaciones con tres o más camas, pasillos de anchura insuficiente o menos metros cuadrados de espacios de convivencia de los que hoy exige la normativa.

En otras palabras: cumplían absolutamente todos los requisitos que se les pedían cuando se autorizaron, pero no los nuevos que la Generalitat ha ido añadiendo después. Son centros atrapados en una paradoja: si no cierran por un fondo que compra el edificio, acabarán cerrando igualmente por el acoso administrativo que sufren.

Que nadie se equivoque: por supuesto la Generalitat tiene el derecho y la competencia para establecer los requisitos que considere oportunos para autorizar y acreditar residencias. Pero también debe ser consciente de que, cuando lo hace, puede estar expulsando del sector a residencias que, aunque no cumplan las últimas normativas, fueron creadas por emprendedores honrados que cumplían todas las normas y han sido elegidas libremente por sus usuarios.

El motivo concreto del cierre, fondo de inversión o normativa, no es lo más relevante. Lo importante es que desaparecen residencias que estaban a plena ocupación y con lista de espera. Residencias que, aunque la administración etiqueta como “de baja calidad” por estar en pisos y tener dormitorios triples, eran queridas por quienes vivían en ellas, por sus familias y por quienes decidieron ponerse en lista de espera para ingresar cuando tuviesen una plaza disponible.

Aquí aparece un dilema que cualquiera que se haya enfrentado a buscar plaza conoce: elegir entre una residencia acreditada, con todos los requisitos, pero que está lejos de casa y cuesta bastante más, o una residencia más modesta, situada en tu barrio, que sigue la normativa vigente cuando abrió y tiene un precio asumible. Hasta ahora eran los usuarios y las familias quienes decidían. Ahora es la administración la que toma la decisión por ellos, expulsando de la financiación pública a un tipo de residencias.

Todo esto ocurre en un contexto en el que el déficit de plazas aumenta año tras año. Lo dicen los datos: la población mayor crece más rápido que el número de plazas disponibles. Dicho de otra manera, aunque cada año se abran nuevas residencias, en conjunto tenemos menos plazas si lo comparamos con el número de personas mayores que las necesitan. ¿De verdad podemos permitirnos prescindir de centros que siguen llenos y que cubren una necesidad real?

He propuesto varias veces una alternativa que permitiría mantener parte de esta red de residencias de barrio: establecer un sistema de discriminación de precios. De esta forma, las residencias que cumplen la normativa de cuando fueron autorizadas, aunque no la actual, podrían seguir teniendo plazas públicas, pero a un precio inferior. La lógica es sencilla: al tener menos metros cuadrados, menos servicios higiénicos y compartir algunos gastos con el inmueble en el que están, sus costes son más bajos. El sistema, en lugar de condenarlas al cierre, aprovecharía esa circunstancia para ofrecer plazas más asequibles.

El resultado de no hacer nada ya se empieza a ver. Algunas zonas del Eixample avanzan hacia un auténtico “desierto residencial”, con algún oasis en forma de centros de 3.500 euros al mes y un par de residencias públicas donde las listas de espera alcanzan dimensiones cósmicas.

Por supuesto, siempre podemos quedarnos con la explicación más cómoda: echarle la culpa a los fondos de inversión que compran edificios. Nos tranquiliza pensar que todo se reduce a la avaricia de unos pocos. Pero mientras tanto, lo cierto es que cada cierre deja a Barcelona con menos opciones reales para envejecer en el propio barrio, cerca de los tuyos y a un precio accesible.

Y si no reaccionamos, el desierto seguirá extendiéndose.

Autor del texto Josep de Martí Vallés. Jurista y Gerontólogo. Fundador de Inforesidencias.

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